Lilian asintió con un suspiro.
– Sí, supongo que tienes razón. En estos momentos, tengo demasiadas cosas que soportar.
– Sí, pobrecilla. No sabes cómo me gustaría estar sano ahora mismo; podría servirte de más apoyo en tu dolor. Bueno, yo también lamento terriblemente la pérdida de la pequeña, así que no puedo ni imaginar cómo te sentirás tú. Por cierto, ¿cómo está Charlotte? Hace un par de días que no viene a verme.
– ¿Charlotte? -preguntó Lilian y, por un instante, Stig creyó atisbar un destello de malhumor en sus ojos.
Pero desapareció tan pronto como se convenció de que debían de ser figuraciones suyas. Charlotte era todo para Lilian; ella siempre insistía en hasta qué punto vivía por su hija y su familia.
– Bueno, está mejor que los primeros días. Aunque yo creo que debería haber seguido tomando tranquilizantes. No comprendo por qué uno ha de superarlo todo solo cuando existen medicamentos tan eficaces. Y mira, Niclas sí que estaba dispuesto a recetarle tranquilizantes a ella, mientras que en mi caso, se negó. ¿Has oído nada más absurdo? Yo también estoy tan triste y conmovida como Charlotte. Sara era mi nieta, ¿no?
La voz de Lilian resonó dura y enojada, pero, justo cuando Stig notó que su frente se fruncía en un gesto de irritación, ella cambió el tono y volvió a ser la esposa amorosa y solícita que, desde su enfermedad, él tanto apreciaba. Claro, no cabía esperar que se comportase como siempre, después de todo lo que había ocurrido. El estrés y el dolor también afectaban a su carácter, por supuesto.
– En fin, ahora tienes que descansar después de haber desayunado tan bien -dispuso Lilian mientras se ponía de pie.
Stig la detuvo con un gesto de la mano.
– ¿Se sabe algo más de por qué la policía se llevó a Kaj? ¿Sabes si guarda relación con Sara?
– No, no sabemos nada. Seguramente, seremos los últimos en enterarnos -respondió airada-. Pero espero que lo empapelen de verdad.
Se dio la vuelta enseguida y salió por la puerta, pero a Stig le dio tiempo de ver la sonrisa que se dibujaba en su rostro.
25.
Nueva York, 1946.
La vida over there no resultó como ella esperaba. La amargura de la decepción había marcado profundas arrugas alrededor de su boca y de sus ojos, pero Agnes seguía siendo, a sus cuarenta y dos años de edad, una mujer hermosa.
Los primeros tiempos fueron fantásticos. El dinero de su padre le garantizó un estilo de vida soberbio que mejoraron las aportaciones de sus admiradores. El apartamento de Nueva York era un hervidero de fiestas a las que la gente elegante acudía de buena gana. Las ofertas de matrimonio fueron muchas, pero ella siempre aplazaba el momento a la espera de alguien más rico, mejor parecido, más hombre de mundo. Y, entre tanto, no se negaba el placer bajo ninguna de sus formas. Era como si se viese obligada a compensarse por los años perdidos y a vivir el doble de rápido que los demás. En su modo de amar, de festejar y gastar dinero en ropa, joyas y decoración para el apartamento había siempre un regusto a ansia compulsiva. No obstante, aquellos años le resultaban ya muy lejanos.
Cuando se produjo la bancarrota de Kreuger, su padre lo perdió todo. Unas inversiones aventuradas hicieron desaparecer toda la fortuna que había amasado. Al leer el telegrama y comprender que August se había comportado de forma tan insensata, experimentó tal ira incontenible que lo rompió en mil pedazos ¿Cómo se permitía perder todo aquello que un día había de pertenecerle a ella? Todo cuanto constituiría su seguridad, su vida.
Agnes respondió con un largo telegrama en el que, con todo lujo de detalles, daba cuenta de lo que pensaba de él y le explicaba hasta qué punto la había destrozado.
Cuando, una semana después, recibió otro telegrama en que se la informaba de que su padre se había pegado un tiro en la sien, Agnes lo arrugó sin más y lo arrojó a la papelera. No se sintió ni sorprendida ni indignada. Por lo que a ella se refería, su padre no merecía otro final.
Siguieron años difíciles. No tanto como con Anders, pero igualmente una lucha por la supervivencia. Ahora se veía obligada a vivir exclusivamente de la buena voluntad de los hombres y, cuando dejo de disponer de medios propios, sus adinerados y animados pretendientes se vieron sustituidos por versiones cada vez peores. Las propuestas de matrimonio cesaron por completo. Ahora las propuestas eran de otro tipo muy distinto y, mientras los hombres pagasen, ella no tenía nada en contra. Por otro lado, debió de sufrir una lesión en el parto y nunca caía en desgracia, lo que incrementaba su valor entre los pretendientes accidentales. Ninguno de ellos deseaba verse ligado a ella por un niño y Agnes prefería arrojarse desde el tejado del edificio antes que volver a vivir aquella terrible experiencia.
Se vio obligada a abandonar su hermoso apartamento y el nuevo era mucho más pequeño, más oscuro y bastante apartado del centro de la ciudad. Ninguna fiesta animaba sus habitaciones y tuvo que empeñar o vender la mayoría de sus pertenencias.
Cuando estalló la guerra, la situación, que ya era mala, empeoró más aun. Y por primera vez desde que subió a bordo del barco en Gotemburgo, sintió nostalgia de su hogar. Su añoranza fue creciendo paulatinamente hasta convertirse en resolución y, al terminar la guerra, decidió volver a su país. No le quedaba nada de valor en Nueva York, mientras que en Fjällbacka aun había algo que podía llamar suyo. Después del gran incendio, su padre compró el solar en el que se había erguido el edificio donde ellos habían vivido y mandó construir uno nuevo en el mismo lugar, tal vez con la esperanza de que Agnes regresara algún día. Aquel nuevo edificio estaba a su nombre, de ahí que aún fuese suyo, pues todos los bienes registrados a nombre de August se habían esfumado. El edificio estuvo alquilado todos aquellos años y los ingresos iban a parar a una cuenta a su nombre que ella podía utilizar en caso de volver. En alguna que otra ocasión intentó tener acceso a ese dinero, pero el administrador le daba siempre la misma respuesta su: padre había estipulado en las condiciones que solo lo recibiría si regresaba a su patria. Entonces maldijo lo que consideraba una injusticia. Ahora, en cambio, tuvo que admitir, aun a disgusto, que tal vez no hubiese sido tan mala idea. Agnes calculó que podría vivir de aquel dinero durante un año como mínimo; y entre tanto, se proponía encontrar a alguien que la mantuviese.
Para lograrlo, no le quedaba más remedio que atenerse a la historia que había inventado sobre su vida en América. Vendió cuanto poseía e invirtió hasta el último centavo en un traje de excelente calidad y unas maletas muy vistosas. Claro que estaban vacías, no le llegó el dinero para llenarlas, pero cuando bajase a tierra, nadie lo notaría. Parecía una mujer adinerada y, además, se elevó a sí misma a la categoría de viuda de un hombre rico de actividad empresarial difusa. «Algo relacionado con las finanzas», decía ella encogiéndose de hombros con elegante despreocupación. Estaba convencida de que funcionaría. Los suecos eran tan ingenuos y quedaban tan impresionados con quienes habían estado en la tierra prometida… A nadie le extrañaría que volviese a casa triunfante. Nadie sospecharía lo más mínimo.
El muelle estaba lleno de gente. Agnes avanzaba entre ellos a empellones con una maleta en cada mano. El dinero tampoco le había alcanzado para un billete de primera, ni siquiera de segunda, así que tendría que viajar como un pavo real entre los pasajeros de tercera clase. Es decir que, en el barco, no engañaría a nadie con su disfraz de gran dama, pero en cuanto pusiese el pie en Gotemburgo, nadie sabría cómo hizo la travesía.