– Sí, estuve con ella -respondió él soberbio, en un último intento por subrayar una autoridad que llevaba cuarenta años dando por supuesta.
– ¿Y qué le dijiste?
Era como si Asta hubiese crecido en estatura a los ojos de los dos hombres. Al propio Niclas le inspiraba temor y, por la expresión que vislumbró en los ojos de su padre, dedujo que él pensaba lo mismo.
– Tenía que comprobar si era de mejor madera que su padre, si se parecía más a mi familia.
– «A tu familia» -masculló Asta-. Vamos, como si eso fuera algo bueno. Aduladores hipócritas y mujeres soberbias, ésa es tu casta. ¿A ti te parece digno de imitación? ¿Y a qué conclusión llegaste?
Arne respondió claramente herido:
– Cállate, mujer, yo soy de una familia temerosa de Dios. Y no me llevó mucho tiempo comprobar que la niña no era de buena casta. Insolente, rebelde y respondona de un modo totalmente inadecuado. Intenté hablar con ella de Dios y me sacó la lengua. Así que le dije un par de verdades. Y aún considero que estaba en mi derecho a hacerlo. Era evidente que nadie se había preocupado de educarla, así que ya era hora de que alguien le diese un tirón de orejas.
– Así que decidiste asustarla -apuntó Niclas dispuesto a darle un puñetazo.
– Vi que era el Diablo que llevaba dentro el que se asustaba -contestó Arne lleno de orgullo.
– ¡Maldito viejo! -exclamó dando un paso adelante.
Unos fuertes golpes en la puerta lo frenaron.
El tiempo se detuvo un instante en la habitación, hasta que pasó el momento. Niclas sabía que había estado al límite del abismo, pero había retrocedido a tiempo. Si hubiera empezado a arremeter contra Arne, no habría acabado nunca. Esta vez no.
Salió de la sala de estar sin mirar ni a su padre ni a su madre y fue a abrir la puerta. El hombre que esperaba al otro lado pareció sorprendido de verlo allí.
– ¡Ah! Hola. Soy Martin Molin. Nos hemos visto antes. Soy de la policía. Venía a hablar con su padre.
Niclas se apartó sin rechistar y le dio paso. De camino a su coche, sintió la mirada del policía clavada en su espalda.
– ¿Dónde está Martin? -quiso saber Patrik.
– Ha ido a Fjällbacka -le aclaró Annika-. Charlotte identificó al malvado anciano sin dificultad. Es el abuelo de Sara, Arne Antonsson. Un poco pirado, según Charlotte, y al parecer lleva muchos, muchos años sin cruzar una palabra con su hijo.
– Espero que Martin se acuerde de comprobar su coartada tanto para el día en que mataron a Sara como para el incidente de ayer con el pequeño del cochecito.
– Lo último que hizo antes de marcharse fue comprobar la hora del hecho. Fue entre la una y media y las dos, ¿verdad?
– Sí, exacto. Es un alivio saber que hay gente en cuya eficacia se puede confiar.
Annika enarcó las cejas y entrecerró los ojos.
– ¿Mellberg ya le ha dado el merecido repaso a Ernst? La verdad, me sorprendió verlo esta mañana. Creía que si no lo habían despedido, al menos sí estaría suspendido por un tiempo.
– Lo sé. Yo también lo creí cuando se fue a casa ayer. Y me quedé tan sorprendido como tú al verlo ahí sentado, como si nada hubiese ocurrido. Tendré que hablar con Mellberg. Sencillamente, no puede pasar por alto esta falta de Ernst. Si lo hace, ¡dejo el trabajo! -exclamó Patrik con el ceño fruncido.
– No digas eso -suplicó ella horrorizada-. Habla con Mellberg, seguro que tiene un plan de acción para abordar el tema de Ernst.
– Eso no te lo crees ni tú -aseguró Patrik mientras Annika bajaba la vista.
Tenía razón, ella misma dudaba de que así fuera. La recepcionista cambió de tema.
– ¿Cuándo volveréis a interrogar a Kaj?
– Pensaba hacerlo ahora, pero habría preferido contar con la presencia de Martin…
– Pues acaba de irse, así que supongo que tardará un rato en regresar. Intentó avisarte, pero estabas al teléfono…
– Sí, estaba comprobando la coartada de Niclas para ayer. Por cierto, es impecable: estuvo pasando consulta de doce a tres sin pausas de ningún tipo. No sólo según el libro de citas: todos los pacientes lo confirmaron.
– ¿Y eso qué significa?
– Si yo lo supiera… -se lamentó Patrik masajeándose la base de la nariz con los dedos-. No cambia el hecho de que no haya podido presentar ninguna coartada para el lunes por la mañana, y sigue siento muy sospechoso que intentase agenciarse una mintiendo. Pero lo de ayer no lo hizo él, desde luego. Gösta iba a llamar al resto de la familia para preguntarles dónde estuvieron a esa hora.
– Me imagino que Kaj también tendrá que responder a esa pregunta -observó Annika. Patrik asintió.
– Tenlo por seguro. Y su esposa también. Y su hijo. Pensaba hablar con ellos después de interrogar a Kaj por segunda vez.
– Y pese a todo lo que tenemos, podría ser otra persona totalmente distinta con la que aún no nos hemos topado… -aventuró Annika.
– Eso es lo más jodido de todo. Mientras corremos de un lado a otro dando rodeos, el asesino puede estar en casa muriéndose de risa. Sin embargo, después de lo de ayer, estoy seguro de una cosa: aún sigue por aquí y seguramente es alguien del pueblo.
– También puede que tengamos al asesino a buen recaudo -sugirió Annika señalando hacia el calabozo.
Patrik sonrió.
– Sí, también puede que lo tengamos a buen recaudo. Bueno, no tengo tiempo que perder; he de hablar con cierto sujeto sobre cierta cazadora…
– ¡Suerte! -le gritó Annika mientras él se alejaba.
– ¡Dan! ¡Dan! -gritó Erica.
Al oírse a sí misma, se puso más nerviosa aún. Rebuscó frenéticamente bajo las sábanas del cochecito, como si, de algún modo misterioso, su hija pudiese estar oculta entre los pliegues. Pero estaba vacío.
– ¿Qué pasa? -preguntó Dan, que había llegado a la carrera y miraba preocupado a su alrededor-. ¿Qué ha pasado? ¿A qué vienen esos gritos?
Erica intentaba explicárselo, pero se le trababa la lengua como si le hubiese crecido en la boca y no fue capaz de articular palabra. Temblando, señaló el cochecito. Dan giró rápidamente la cabeza para mirar dentro.
Incrédulo, rebuscaba una y otra vez en el carrito vacío y Erica comprendió que él también estaba aterrorizado.
– ¿Dónde está Maja? ¿Se la han llevado? ¿Dónde está…?
No terminó la frase y miró nervioso a su alrededor. Erica se aferró a su brazo presa del pánico. Entonces, las palabras empezaron a brotar atropelladamente de su boca.
– ¡Tenemos que encontrarla! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está Maja? ¿Dónde está?
– Shhh, tranquila, la encontraremos enseguida. No te preocupes, lo haremos.
Dan intentaba ocultar su propio pánico para sosegar a Erica. Le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos:
– Hemos de conservar la calma. Iré a buscar por aquí. Entre tanto, tú llama a la policía. Venga, todo se arreglará, ya verás.
Erica sintió que las costillas ascendían y descendían en su pecho en una burda imitación de los movimientos de la respiración, pero siguió las instrucciones de Dan. Él había dejado la puerta abierta y el aire entraba en la casa a ráfagas heladas, pero ella ni se inmutó. Lo único que sentía era el pánico hiriente que la paralizaba y que detenía la marcha de su cerebro. Era incapaz de recordar dónde había dejado el teléfono y, al cabo de un rato, no hacía más que dar vueltas por la sala de estar, retirando cojines y arrojando los objetos que encontraba a su paso. Por fin vio el aparato sobre la mesa del comedor, se abalanzó sobre él y marcó el número de la comisaría con la mano tensa y rígida. Entonces oyó la voz de Dan desde fuera.
– ¡Erica, Erica! ¡La he encontrado!
Erica dejó caer el teléfono y se precipitó hacia la puerta, en dirección al lugar de donde venía la voz. Bajó la escalinata descalza, sólo con los calcetines, y echó a correr por el jardín. El frío y la humedad calaron hasta sus pies, pero a ella no le importaba lo más mínimo. Vio a Dan. Se le acercaba a toda prisa con algo en los brazos. Oyó un chillido y se sintió invadida de un alivio inmenso. Maja lloraba a pleno pulmón, estaba viva.