Cubrió a la carrera los últimos metros que la separaban de Dan y cogió a la pequeña. Durante un instante, la abrazó entre sollozos. Luego se arrodilló, tumbó a Maja en el suelo y le quitó el buzo rojo para recorrer su cuerpecito con la mirada. Parecía estar ilesa y ahora lloraba desesperadamente sin dejar de manotear. Aún de rodillas, Erica la tomó en brazos y la apretó contra su pecho con fuerza mientras las lágrimas de alivio se mezclaban con la lluvia que empezaba a caer.
– Venga, vamos adentro, os vais a mojar -le dijo Dan con dulzura al tiempo que le ayudaba a levantarse.
Sin soltar a su hija, Erica subió la escalera y entró en la casa. Jamás habría imaginado que fuese posible experimentar un alivio tan físico. Era como si hubiese perdido una parte de su cuerpo que, de pronto, acababa de recuperar. Aún se le escapaba algún que otro sollozo y Dan le ayudó a entrar calmándola y dándole palmaditas en la espalda.
– ¿Dónde estaba? -acertó a preguntarle.
– Estaba tumbada en el suelo, en la parte delantera de la casa.
Fue como si, en ese instante, ambos hubiesen caído en la cuenta de que alguien tenía que haber llevado a Maja hasta allí. Por alguna razón, ese alguien sacó a Maja del carrito, rodeó la casa y la dejó durmiendo en el suelo. Aquella certeza le infundió un terror tal, que Erica empezó a llorar de nuevo.
– Shhh. Ya pasó -la tranquilizó Dan-. La hemos encontrado. Y no parece haber sufrido ningún daño. Pero creo que debemos llamar a la policía enseguida. Porque al final no llamaste, ¿verdad?
Erica asintió vehemente, confirmándole su sospecha.
– Hemos de llamar a Patrik -dijo-. ¿Podrías hacerlo tú? Yo no pienso soltar a mi hija nunca más -aseguró apretándola de nuevo contra su pecho.
Pero entonces vio algo que le había pasado inadvertido hasta el momento. Miró el jersey de Dan y sostuvo a Maja a unos centímetros de distancia para observarla mejor.
– ¿Qué es esto? -exclamó-. ¿Qué es esta cosa negra?
Dan miró el buzo sucio de la pequeña y le preguntó:
– ¿Cuál es el número de Patrik?
Erica recitó con voz temblorosa el de su móvil y se quedó mirando a Dan mientras éste lo marcaba. El miedo se le concentró en el estómago como una pesada bola.
Los días se sucedían confundiéndose unos con otros. La sensación de impotencia aún resultaba paralizante. Nada de lo que ella hacía o decía le pasaba inadvertido. Él vigilaba cada uno de sus pasos, cada una de sus palabras.
Además, la violencia se había intensificado. Ahora gozaba sin reservas viendo su dolor y su humillación. Tomaba lo que quería cuando quería y, ¡pobre de ella si se le ocurría protestar o resistirse! Tampoco es que a aquellas alturas se le pasase por la cabeza siquiera. Estaba claro que algo se había torcido en la mente de él. Ya no había límites y en sus ojos veía un destello de maldad que despertaba su instinto de supervivencia y le aconsejaba acceder a cuanto le exigiese… con tal de seguir viva.
Ella se protegía con el hermetismo. Pero le dolía ver a los niños. Ya no podían ir a la guardería y sus días transcurrían en la misma existencia sombría que los de ella. Apáticos y agazapados, la observaban con una mirada exánime que ella interpretaba como una acusación. Anna asumía la culpa sin contemplaciones. Debería haberlos protegido. Debería haber mantenido a Lucas fuera de sus vidas, tal y como se había propuesto. Pero un solo instante de miedo, y cayó a su merced. Se convenció a sí misma de que lo hacía por los niños, por su seguridad, cuando en realidad cedió a su propia cobardía, a su costumbre de tomar siempre el camino que, al menos al principio, ofrecía menos obstáculos. En esta ocasión, sin embargo, se había equivocado de plano en su elección. Optó por el camino más estrecho, más intrincado, más intransitable que existía y, por si fuera poco, obligó a sus hijos a seguirlo.
A veces soñaba con matarlo. Adelantarse a él en lo que, ahora ya lo sabía, sería el inevitable final. En ocasiones se quedaba observándolo mientras dormía a su lado, durante aquellas horas interminables en que yacía despierta por las noches, incapaz de relajarse lo suficiente como para hallar refugio en el sueño. Entonces sentía el placer de imaginarse cómo uno de los cuchillos de la cocina se hundía en su carne cortando el débil hilo que lo mantenía con vida. O recreaba una escena en que rodeaba el cuello de Lucas con la misma cuerda que le cortaba a ella las muñecas, y apretaba y apretaba…
Pero todo quedaba en sueños maravillosos. Algo, quizá su cobardía intrínseca, la hacía mantenerse inmóvil en la cama mientras en su cerebro iban y venían aquellos negros pensamientos.
A veces, por la noche, se imaginaba a la hija de Erica. Una niña a la que aún no había podido ver. La envidiaba. Aquella niña recibiría la misma calidez, los mismos cuidados que Erica le había procurado a ella cuando eran pequeñas, en su relación de madre e hija más que de hermanas. Sin embargo, entonces no supo apreciarlo. Se sentía atada y controlada. Seguramente la amargura, fruto de la falta de amor de su madre, le endureció el corazón hasta el punto de incapacitarla como receptora de lo que su hermana intentaba darle. Anna deseaba con todas sus fuerzas que Maja fuese más receptiva al inmenso océano de amor de que ella sabía capaz a Erica. No sólo por el bien de la niña, sino también por el de la propia madre. Pese a la distancia que las separaba, tanto geográfica como por edad, Anna conocía muy bien a su hermana y sabía que nadie necesitaba tanto como ella que le devolviesen amor por amor. Lo curioso era que Anna siempre la había visto como una mujer muy fuerte y la sola idea recrudecía su amargura. Ahora que ella se encontraba más débil que nunca, podía ver a su Erica tal y como era, un ser aterrado por la posibilidad de que los demás viesen en ella lo que vio su madre, lo que la hizo considerar que no eran dignas de amor. Si se le ofrecía una oportunidad más, no dudaría en abrazar a Erica y agradecerle todos aquellos años de amor incondicional. Le daría las gracias por sus desvelos, por las reprimendas, por el destello de inquietud que veía en su mirada cuando temía que estuviese cometiendo un error. Le daría las gracias por todo lo que para ella fueron entonces ataduras y limitaciones. ¡Qué irónico! Entonces no tenía la menor idea de qué era sentirse atada y limitada. Ahora sí lo sabía.
El sonido de la llave en la cerradura la hizo saltar del asiento. Los niños se quedaron paralizados en medio del juego Anna se levantó y fue a recibirlo.
Arnold lo miraba preocupado a través de sus gafas de sol oscuras. Schwarzenegger. Terminator. Quién fuera como él, chulo y duro. Una máquina sin capacidad de sentir.
Sebastian estaba tumbado en la cama con la mirada fija en el cartel. Aún oía el eco de la voz de Rune, su tono de falsa solicitud, sus desvelos untuosos y fingidos. Lo único que lo inquietaba realmente era lo que los demás pudieran decir de él ¿Qué fue lo que le preguntó…?
«Han llegado a mis oídos unas acusaciones terribles contra Kaj. En fin, a mí me cuesta creer que no sea pura infamia, pero aun así he de preguntarte: ¿Se ha comportado alguna vez de un modo indebido contigo o con alguno de los otros chicos? Me refiero si os miraba en la ducha o algo así.»
Sebastian no pudo por menos de reírse para sus adentros ante la ingenuidad de Rune. «Si os miraba en la ducha.» ¿Qué importancia habría tenido eso? Lo que le impedía vivir tranquilo era lo otro. Ahora que todo saldría a la luz… Sabía muy bien cómo funcionaban los tipos como él. Sacaban fotos, las guardaban y se las intercambiaban, y por bien que las escondieran, ahora se harían públicas.
En menos de una mañana, toda la escuela lo sabría. Las chicas lo mirarían, lo señalarían entre risitas, y los chicos le gastarían bromas de maricas y lo ridiculizarían imitando movimientos afeminados cuando él pasase cerca. Nadie tendría compasión. Nadie vería lo grande que era el agujero que llevaba en el pecho.