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Giró un poco la cabeza a la izquierda para ver el cartel de Clint Eastwood en Harry el Sucio. Una pistola así era lo que necesitaba. O, mejor aún, una metralleta. Y habría hecho lo que los chicos ésos de Estados Unidos, recorrer la escuela con un abrigo largo y negro disparándoles a todos los que encontrase a su paso, sobre todo a los chulos, los que peor se portarían con él. Pero sabía que no era más que una idea absurda. Sebastian era incapaz de hacerle daño a nadie. En realidad, ellos no tenían la culpa. El único culpable era él y el único a quien quería hacer daño era a sí mismo. Él podría haberle puesto fin. En el fondo, ¿acaso dijo que no alguna vez? Nunca así, abiertamente. En cierto modo, esperaba que Kaj se diese cuenta de cuánto lo atormentaba aquello, de cuánto daño le hacía, y que lo hubiese dejado por propia iniciativa.

Todo era tan complicado… Porque había una parte de Sebastian a la que le gustaba Kaj. Se portó bien con él y, al principio, le inspiró ese sentimiento de relación paterno filial que nunca tuvo con Rune. Con Kaj podía hablar de los estudios, de las chicas, de su madre y de Rune, y Kaj lo escuchaba con el brazo sobre su hombro. Pero al cabo de un tiempo, la cosa empezó a degenerar.

No había ruido en casa. Rune se había marchado al trabajo, satisfecho de ver confirmada su suposición de que todas las acusaciones contra Kaj eran totalmente infundadas. Se lo imaginaba en la cafetería lamentándose de que la policía difundiese tales calumnias sin fundamento.

Sebastian se levantó de la cama y salió de su habitación. Se detuvo en el umbral y se dio la vuelta. Los observó a todos y cada uno de ellos, asintiendo como si los saludase. Clint, Sylvester, Arnold, Jean-Claude y Dolph. Ellos representaban todo lo que él no poseía.

Por un instante creyó que los cinco le devolvían el saludo.

La adrenalina aún le bombeaba en las venas después del encuentro con su padre y estaba tan encendido que fue a ver a la siguiente persona que figuraba en la lista de aquellos con los que tenía alguna cuenta que ajustar.

Bajó por Galärbacken y frenó en seco al ver que Jeanette estaba en su tienda, atareadísima con los preparativos de la próxima fiesta de Todos los Santos. Aparcó el coche y entró en el establecimiento. Por primera vez desde que la conoció, no sintió ningún cosquilleo allí debajo al verla, sino una repugnancia amarga y metálica, tanto por ella como por sí mismo.

– ¿Qué coño crees que estás haciendo?

Niclas cerró de un portazo tal que el cartel de «Abierto» se quedó aleteando contra el cristal. Jeanette se dio media vuelta y lo miró con frialdad.

– No sé de qué hablas -le respondió antes de darle de nuevo la espalda.

Y siguió vaciando una caja con objetos decorativos que debía marcar y colocar en los estantes.

– Por supuesto que lo sabes. Sabes exactamente de qué hablo. Fuiste a la policía y les contaste no sé qué cuento de que yo te obligué a mentir para darme una coartada ¿Cómo puede alguien caer tan bajo? ¿Es por venganza o sólo porque disfrutas creando problemas? ¿Pero tú qué te has creído? Perdí a mi hija hace sólo una semana, ¿y no entiendes que no quiera seguir contigo a espaldas de mi mujer?

– Me prometiste cosas -respondió Jeanette mirándolo con encono-. Me prometiste que estaríamos juntos, que te separarías de Charlotte y que tú y yo tendríamos hijos. Me prometiste un montón de cosas, Niclas.

– Ya, ¿y por qué crees que lo hice? Porque a ti te encantaba oírlo. Porque te abrías de piernas con sumo gusto cuando oías mis promesas de matrimonio y de futuro. Porque quería pasar un rato contigo en la cama de vez en cuando. No puedes haber sido tan tonta como para habértelo creído. Tú conoces este juego tan bien como yo. Quiero decir que ya llevas un buen repertorio de hombres casados.

Se lo dijo con toda la crueldad de que fue capaz y, aunque se dio cuenta de que cada palabra era una bofetada para ella, no se inmutó. Ya había sobrepasado el límite y no tenía la menor intención de ser considerado ni de tener en cuenta sus sentimientos. Ahora sólo valía la verdad pura y simple, y después de lo que Jeanette había hecho, se merecía oírla a las claras.

– ¡Eres un cerdo asqueroso! -exclamó ella al tiempo que cogía uno de los objetos que estaba desembalando.

Un segundo después, una figura de porcelana pasaba silbando junto a la cabeza de Niclas, pero fue a estrellarse contra la luna del escaparate, que se hizo añicos con estruendo ensordecedor. Siguió un silencio tan profundo que casi resonaba. Niclas y Jeanette se miraban como dos combatientes embargados de odio mutuo respirando con esfuerzo. Después, Niclas se dio media vuelta y salió de la tienda tranquilamente, sólo se oyó el crujido del vidrio bajo sus pies.

Él la miraba indefenso mientras ella hacía la maleta. De no haber estado tan decidida, aquella visión la habría sorprendido tanto que habría dejado lo que estaba haciendo. Jamás había visto a Arne indefenso. Pero la ira le ayudaba a conseguir que sus manos continuasen doblando ropa y poniéndola en la maleta más grande que tenían. Aunque aún no sabía cómo la sacaría de la casa ni adonde iría con ella. Tampoco importaba. No pensaba quedarse ni un minuto más bajo el mismo techo que él. Por fin se le había caído la venda de los ojos. Esa sensación de disonancia que siempre había experimentado, la sensación de que quizá las cosas no fuesen como Arne decía, había desaparecido por completo. Arne no era todopoderoso, no era perfecto. Sólo era un hombre débil y patético que disfrutaba imponiéndose a los demás. Y su fe en Dios… no debía de ser muy profunda. Ahora comprendía que solía utilizar la palabra de Dios de un modo que, curiosamente, siempre se adaptaba a lo que él pensaba. Si Dios era como el dios de Arne, ella no quería saber nada de Él.

– Pero, Asta, no lo entiendo ¿Por qué tienes que hacer una cosa así?

Le hablaba con voz lastimera, como un niño, y ella ni se molestó en responderle. Arne se quedó en el umbral retorciéndose las manos y viendo cómo la ropa de Asta iba desapareciendo de los cajones y los armarios. Y es que no pensaba volver, así que más le valía llevárselo todo.

– ¿Y adónde piensas ir? ¡No tienes adonde ir!

Su tono era ya suplicante, pero lo insólito de la situación le produjo escalofríos. Intentaba no pensar en todos los años que había malgastado y, por suerte, lo consiguió, porque era una mujer práctica. A lo hecho, pecho. Pero a partir de ahora no estaba dispuesta a perder un solo día más de su vida.

Claramente consciente de que la situación se le iba de las manos, Arne probó un método más eficaz: tomar el control alzando la voz.

– ¡Asta, ya está bien! ¡Vuelve a guardar tus cosas!

Ella paró un instante y le lanzó una mirada que reflejaba cuarenta años de represión. Hizo acopio de toda su ira, de todo su odio, y se lo arrojó a la cara. Para su satisfacción, comprobó que Arne retrocedía y se encogía ante su mirada, y cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más silencioso, más apocado. Era la voz de un hombre consciente de que había perdido el control para siempre.

– Yo no quería… Quiero decir que claro que no debería haberle hablado así a la niña, ahora lo comprendo. Pero no tenía el menor respeto y cuando fue tan maleducada conmigo, pude oír la voz de Dios diciéndome que tenía que actuar y…

Asta lo interrumpió bruscamente.

– Arne Antonsson, Dios no te ha hablado ni te hablará nunca. Tú eres demasiado tonto y demasiado sordo. Y en cuanto a esa historia que llevo cuarenta años escuchando, ese cuento de que no pudiste hacerte sacerdote porque tu padre se gastó el dinero en borracheras, has de saber que no era dinero lo que faltaba. Tu madre sabía ahorrar y no dejaba que tu padre gastase más de lo necesario. Ahora bien, antes de morir, me contó que no pensaba tirar a la basura su dinero enviándote a un seminario. Puede que fuese una mujer malvada, pero era perspicaz y sabía que tú no tenías vocación de sacerdote.