– ¿Qué ha pasado? -quiso saber Patrik.
– El padrastro llegó a casa y se encontró al hijo en el garaje. Se ha ahorcado.
Uno de los muchachos de la ambulancia señaló la puerta del garaje. Alguien la había bajado de modo que no se viera el interior desde la calle.
Patrik miró al hombrecillo que estaba a unos metros y pensó que lo que aquel individuo acababa de ver, no debería verlo nadie nunca. El pobre temblaba como si tuviese escalofríos y Patrik sabía que esos temblores eran uno de los síntomas de la conmoción. Pero eso era cosa del personal de la ambulancia.
– ¿Podemos entrar?
– Sí, queríamos que dieseis el visto bueno antes de bajarlo. Lleva colgado un par de horas, así que no había razón para darse prisa. Por cierto, fuimos nosotros quienes bajamos la puerta del garaje. No nos pareció lógico dejarlo ahí, a la vista de todos.
Patrik le dio una palmadita en la espalda.
– Teniendo en cuenta la relación con una investigación de asesinato en curso, he llamado a los chicos de la policía científica, así que está bien que no lo hayáis descolgado. Estarán al llegar y seguro que prefieren que no haya mucha gente transitando por el garaje. Sugiero que entremos sólo Martin y yo, mientras vosotros esperáis fuera. Por cierto, ¿tenéis controlada esa situación? -preguntó señalando al padrastro de la víctima.
– Sí, Johnny se encarga de él. Está conmocionado, pero seguro que se encontrará en condiciones de hablar dentro de un rato. Dice que encontró una carta en la habitación del chico, pero al salir no llevaba nada en las manos, así que seguirá dentro.
– Bien -dijo Patrik antes de encaminarse hacia el garaje.
Hizo una mueca y se armó de valor cuando se agachó para coger el tirador y subir la puerta.
El espectáculo era tan terrible como esperaba. A su espalda oyó un grito ahogado de Martin.
Por un instante, tuvo la impresión de que el chico los miraba fijamente y se vio obligado a sacar fuerzas de flaqueza para no darse la vuelta y echar a correr. Los hipidos que oyó a su espalda le hicieron caer en la cuenta de que debería haber puesto sobre aviso a su joven colega, si es que había alguna manera de prevenir a alguien de semejante visión. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Se dio la vuelta justo a tiempo de verlo salir corriendo del garaje para vomitar en un arbusto.
Oyó acercarse otro coche que se detuvo junto a la ambulancia y al de policía, y supuso que eran los muchachos de la científica. Procuró moverse con cuidado para no irritar al equipo y, ante todo, para no destruir sin querer ninguna prueba, por si la cosa no era lo que parecía. Sin embargo, nada de lo que veía en el lugar de los hechos contradecía la hipótesis del suicidio. La gruesa cuerda que colgaba de un gancho clavado al techo estaba enrollada alrededor del cuello del chico y, a sus pies, había una silla volcada en el suelo. Parecía una silla de cocina. La habría sacado de la casa. Tenía un cojín estampado de arándanos rojos cuya frescura se oponía en fuerte contraste a la macabra escena.
Patrik oyó a su espalda una voz familiar.
– Pobre diablo, con lo joven que era.
Torbjorn Ruud, el jefe del equipo de la policía científica de Uddevalla, entró en el garaje y se quedó mirando a Sebastian.
– Catorce años -aclaró Patrik
Ambos quedaron unos minutos en silencio, reflexionando sobre lo absurdo que resultaba que un niño de catorce años hallase la vida tan insoportable como para considerar que la única salida era la muerte.
– ¿Existe alguna razón para creer que no fue un suicidio? -preguntó Torbjorn mientras preparaba la cámara que llevaba en la mano.
– No, en realidad no -respondió Patrik-. Incluso dejó una carta, aunque aun no la he visto. En ella menciona el nombre de una persona que también aparece en una investigación de asesinato, así que no quería dejar nada al azar.
– ¿El asesinato de la niña? -preguntó Torbjorn.
Patrik asintió.
– Vale, en ese caso lo trataremos como un posible asesinato. Dile a alguno de los del equipo que vaya a buscar la carta enseguida, antes de que pase por demasiadas manos.
– Sí, ahora mismo -respondió Patrik aliviado al ver que se le ofrecía la posibilidad de alejarse del garaje.
Se dirigió a Martin que, un tanto avergonzado, se limpiaba la boca con una servilleta.
– Lo siento -se disculpó al tiempo que miraba abatido sus zapatos llenos de salpicaduras del almuerzo.
– No te preocupes. A mí también me ha pasado en alguna ocasión -confesó Patrik-. A partir de ahora, los de la científica y los chicos de la ambulancia se encargarán de él. Voy a echarle un vistazo a la carta. Tú intenta hablar un poco con el padre.
Martin asintió y se agachó para limpiarse los zapatos lo mejor que pudo. Patrik le hizo una seña a uno de los policías de Uddevalla. La colega tomó su maletín y se fue con él sin decir una palabra.
Un silencio siniestro reinaba en la casa. El padre del chico los siguió con la vista cuando entraron. Patrik miró a su alrededor.
– Yo diría que está en el piso de arriba -dijo la colega.
Según creía recordar, se llamaba Eva. Fue una de las que examinaron el baño de los Florin.
– Sí, aquí abajo no hay nada que se parezca a la habitación de un adolescente, así que supongo que tienes razón.
Mientras subían la escalera, a Patrik le vino a la memoria la casa en la que él había crecido. Ambas parecían construidas en la misma época y reconocía el estilo: el tejido en lugar del papel de las paredes y la escalera de pino claro con un ancho pasamanos.
Eva tenía razón. Al final de la escalera había una puerta abierta que daba paso a lo que, sin duda, era la habitación de un adolescente. La puerta, las paredes e incluso el techo estaban cubiertos de pósters y no era preciso ser un genio para hallar un tema común. El muchacho adoraba a los héroes de películas de acción. Allí estaban todos los que pegaban primero y preguntaban después. Sobre todo hombres, naturalmente, aunque le había concedido el honor de ocupar un puesto en su colección a una mujer: Angelina Jolie, Lara Croft. Aunque Patrik sospechaba que Sebastian la puso allí por otras razones, aparte de su valentía. En concreto, dos razones. Y la verdad, no se lo reprochaba.
El folio de papel blanco que había sobre la mesa le hizo recordar la gravedad del asunto y, junto con la colega, se dirigió al escritorio. Eva se puso un par de guantes y cogió una bolsa de plástico del espacioso maletín. Con mucho cuidado, sujetando la carta por una esquina con el índice y el pulgar, la metió en la bolsa y se la dio a Patrik. Ya podía leerla sin destruir posibles pruebas.
Patrik ojeó la carta en silencio. El dolor que destilaba su contenido lo sacudió hasta tal extremo que estuvo a punto de perder el equilibrio. Carraspeó un poco para mantener la calma y, una vez terminada la lectura, se la dio a Eva. La carta era auténtica, sin duda.
Patrik se sentía indignado y resuelto. No podía ofrecerle a Sebastian un Schwarzenegger que hiciese justicia con sus gafas de sol, pero sí podía brindarle a Patrik Hedström. Y esperaba que fuese suficiente.
En ese momento sonó su móvil. Patrik respondió un tanto ausente, aún presa de la rabia que le provocaba la absurda muerte del chico. Se sorprendió un poco al oír la voz de Dan. El amigo de Erica no lo llamaba nunca directamente. La sorpresa no tardó en tornarse en estupefacción.
Puesto que la adrenalina seguía bombeándole por las venas, Niclas pensó que podía aprovechar para enfrentarse a todos los problemas de una vez. La mayoría de las cosas que había hecho mal en su vida se debían justo a eso: a su miedo al conflicto, a lo débil que era a la hora de la verdad. Empezaba a tomar conciencia de que a Charlotte le debía lo que aún quedaba de bueno en su vida.
Cuando aparcó ante la casa, se obligó a permanecer sentado en el coche unos minutos sólo para respirar. Necesitaba reflexionar sobre lo que le diría a su esposa. Tenía que encontrar las palabras adecuadas. Desde que tuvo que confesarle que había tenido una aventura con Jeanette, sintió que el abismo que los separaba crecía cada minuto que pasaban juntos. Las grietas ya existían antes de su confesión y antes de la muerte de Sara, de modo que no era difícil que se ensancharan. Dentro de poco, sería demasiado tarde. Y el secreto que compartían no los unía precisamente, sino que aceleraba el proceso de distanciamiento. Por ahí tenían que empezar, se decía. Si no comenzaban a ser totalmente sinceros el uno con el otro, no tendrían salvación. Y por primera vez en mucho tiempo, quizá por primerísima vez, estaba seguro de que eso era lo que quería.