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Salió del coche muy despacio. Aún había una parte de él que le decía que huyera, que volviese a refugiarse en el centro médico y a enterrarse en el trabajo, que encontrase a otra mujer a la que abrazar, que volviese al terreno conocido. Pero refrenó ese instinto, apremió el paso y entró en la casa.

Oyó el murmullo de voces en el piso de arriba y comprendió que Lilian estaba con Stig. Menos mal. No sentía el menor deseo de exponerse una vez más a su bombardeo de preguntas y cerró la puerta sin hacer ruido para que no lo oyesen.

Charlotte lo miró sorprendida al verlo entrar al sótano.

– ¿Cómo? ¿Estás en casa?

– Sí, creo que debemos hablar.

– ¿No hemos hablado suficiente? -respondió ella con indiferencia sin dejar de doblar ropa.

Albin estaba jugando en el suelo, a su lado. Charlotte estaba exhausta y abatida. Niclas sabía que no paraba de dar vueltas en la cama por las noches y que apenas dormía unas horas, aunque él fingía no darse cuenta. No hablaba con ella ni le acariciaba la mejilla ni la abrazaba. Charlotte tenía unas profundas ojeras y había adelgazado mucho. Tantas veces como había pensado que podría esmerarse un poco y adelgazar unos kilos… Ahora daría cualquier cosa por verla recuperar su redondez de antes.

Niclas se sentó a su lado en la cama y le tomó la mano. Al ver su expresión de asombro, se dio cuenta de que era algo que hacía muy de tarde en tarde. Incluso se sintió extraño y torpe, y, por un instante, volvió a sentir deseos de salir huyendo. Pero retuvo la mano de Charlotte entre las suyas y le dijo:

– Lo siento tanto, Charlotte. Todo. Todos los años que he estado ausente, tanto física como psíquicamente. Todo aquello de lo que te he acusado mentalmente, pero que en realidad era culpa mía. Las veces que te he engañado, la proximidad física que te hurté a ti para ofrecérsela a otras, no haber encontrado un modo de sacar a nuestra familia de esta casa, no haberte escuchado, no haberte amado lo suficiente. Lo siento todo y más. Pero no puedo cambiar el pasado, sólo prometerte que a partir de ahora todo será distinto. ¿Me crees? Por favor, Charlotte, necesito oír que me crees.

Ella alzó la vista. Con los ojos anegados de lágrimas, lo miró serena.

– Sí, te creo. Por Sara, te creo.

Él asintió, incapaz de continuar. Después carraspeó y añadió:

– Bien, pues hay algo que debemos hacer. Lo he pensado y creo que no podemos vivir con ese secreto. Lo que vive en la oscuridad, se convierte en un monstruo.

Tras un instante de reflexión, Charlotte asintió. Luego lanzó un suspiro y apoyó la cabeza en su hombro. Niclas la sintió caer en su interior.

Y así permanecieron.

Tardó cinco minutos en llegar a casa. Se quedó un buen rato fuertemente abrazado a Erica y a Maja antes de estrecharle la mano a Dan en señal de gratitud.

– ¡Vaya una suerte que estuvieras aquí! -le dijo mientras, mentalmente, incluía al amigo de Erica en la lista de las personas a las que debía estar agradecido.

– Ya, bueno, lo que yo no comprendo es a quién se le ocurre hacer algo así ni por qué.

Patrik se sentó en el sofá al lado de Erica, sin soltarle la mano. La miró como dudando y, finalmente, respondió:

– Lo más probable es que esté relacionado con el asesinato de Sara.

Erica se sobresaltó:

– ¿Cómo? ¿Por qué dices eso? ¿Por qué iba a…?

Patrik señaló el buzo de Maja, que estaba en el suelo.

– Eso parece ceniza -se le quebró la voz y tuvo que aclararse la garganta para poder continuar-. Sara tenía ceniza en los pulmones y, además, se ha producido un… -buscó la palabra adecuada- ataque contra un niño pequeño. También con ceniza.

– ¿Pero…? -Erica no daba crédito, aquello le parecía un despropósito.

– Sí, ya lo sé -dijo Patrik con voz cansada y frotándose los ojos con la mano-. Nosotros tampoco lo entendemos. Hemos enviado la ceniza que encontramos en la ropa del otro bebé para que la analicen y comprueben si tiene la misma composición química que la encontrada en el cadáver de Sara, pero aún no tenemos los resultados. Y ahora quisiera enviar también la ropa de Maja.

Erica asintió en silencio. El miedo había cedido a un estado de conmoción, de una especie de sopor. Patrik la abrazó fuerte.

– Llamaré para avisar de que me quedo en casa el resto del día. Pero quiero enviar la ropa de Maja para que puedan empezar con el análisis lo antes posible. Cogeremos al que lo hizo -afirmó tajante, como si fuese una promesa que se hacía tanto a sí mismo como a Erica.

Cierto que su hija estaba ilesa, pero la crueldad psíquica que aquel acto revelaba le infundía la inquietante sensación de que la persona a la que buscaban estaba muy pero que muy perturbada.

– ¿Puedes quedarte hasta que vuelva? -le preguntó a Dan.

– Por supuesto. Me quedaré cuanto haga falta.

Patrik le dio un beso a Erica en la mejilla y acarició a Maja. Luego, recogió el buzo de la pequeña, se puso la cazadora y se marchó. Quería volver a casa cuanto antes.

27.

Gotemburgo, 1954.

Aquella niña no tenía remedio. Agnes suspiraba para sus adentros. Tantas esperanzas como había puesto en ella, tantos sueños. Cuando era pequeña era tan linda. Y al tener el cabello oscuro, bien podían tomarla por su hija. Agnes decidió llamarla Mary. Por un lado, les recordaría a todos su viaje a los Estados Unidos y el estatus que confería el haber estado en el extranjero. Por otro, era un nombre precioso para una niña adorable.

Pero transcurridos un par de años, algo cambió. Empezó a engordar por todas partes y la grasa se extendía como una manta sobre sus bellos rasgos. Agnes lo encontraba repugnante. Ya a la edad de cuatro años, le temblaban los muslos y le colgaban las mejillas como a un San Bernardo, pero por ningún medio conseguía que dejase de comer. Y vaya si Agnes lo había intentado, nada funcionaba. Escondía la comida y le puso cerraduras a la despensa, pero Mary husmeaba como una rata en busca de algo que llevarse a la boca y ahora, con diez años cumplidos, era una montaña sebosa. Las horas que le hacía pasar en el sótano no parecían disuadirla en absoluto. Al contrario, siempre salía más hambrienta que nunca.

Para Agnes era sencillamente incomprensible. Ella siempre le había concedido muchísima importancia a su aspecto, sobre todo porque le permitía conseguir las cosas que quería. El que alguien se estropease conscientemente de ese modo, de forma voluntaria, era algo que escapaba a su entendimiento.

A veces lamentaba su idea de llevarse a la niña del muelle de Nueva York. Pero sólo parcialmente. De hecho, había funcionado tal y como ella lo planeó. Nadie pudo resistirse a la imagen de la rica viuda y su adorable pequeña, y no tardó más de tres meses en encontrar al hombre destinado a procurarle el estilo de vida que ella merecía. Áke había ido a Fjällbacka para pasar una semana de vacaciones en el mes de julio, pero Agnes lo atrapó con tal eficacia que, dos meses después de conocerla, le propuso matrimonio. Ella aceptó con elegante arrobo y timidez, y tras una sencilla ceremonia, se trasladó con su hija a Gotemburgo, donde Áke poseía un gran apartamento en Vasagatan. Agnes volvió a poner en alquiler la casa de Fjällbacka y suspiró aliviada al verse libre del aislamiento que le habían impuesto los meses transcurridos en el pueblo. Tampoco le agradaba mucho el empeño de la gente en recordar. Pese a haber pasado tantos años, Anders y los niños seguían vivos en la memoria de los lugareños y Agnes no se explicaba qué los movía a andar siempre hablando de lo sucedido. Una señora incluso tuvo la desfachatez de preguntarle cómo era capaz de vivir en el mismo lugar en que había fallecido toda su familia. A aquellas alturas ya había pescado a Áke, así que se permitió el lujo de ignorar el comentario y darse media vuelta. Seguro que la gente hablaría de ello, pero ya no le importaba lo más mínimo. Había alcanzado su objetivo.