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Áke tenía un alto puesto en una compañía de seguros y le ofrecería una vida cómoda. Cierto que no parecía muy proclive a relacionarse en sociedad, pero ya se encargaría ella de cambiarlo. Después de tantos años, Agnes añoraba convertirse en el centro de atención de la fiesta. Habría baile, champán, hermosos vestidos y joyas, y nadie volvería a arrebatarle nunca esos placeres. De forma metódica y eficaz, fue borrando los recuerdos de su pasado hasta el punto de que por lo general sólo los notaba como un sueño lejano e incómodo.

Pero una vez más la vida le jugó una mala pasada. Las fiestas fueron pocas y no podía decir que nadase en joyas. Áke resulto ser bastante tacaño y Agnes tenía que luchar por cada céntimo. Además, mostró una decepción más que antiestética cuando, seis meses después de la boda, recibieron un telegrama con la noticia de que la fortuna que había heredado de su adinerado y difunto marido se había esfumado en una mala inversión del administrador elegido por ella. Ni que decir tiene que aquel telegrama se lo envió Agnes a sí misma, pero se sentía muy orgullosa de la representación teatral que puso en marcha cuando llegó la noticia y que incluyó un dramático desmayo final. No había contado con que Áke reaccionase como lo hizo, lo que la llevó a pensar que su supuesta riqueza pesó más de lo que ella creía a la hora de pedir su mano. Pero lo hecho, hecho estaba por lo que se refería a ambos, y ahora intentaban soportarse el uno al otro de la mejor manera.

Al principio sintió una leve irritación ante su ruindad y su falta absoluta de iniciativa. Lo que más le gustaba era quedarse en casa noche tras noche, cenar lo que le ponían en la mesa, leer el periódico y quizá un par de capítulos de algún libro, y después ponerse su pijama de vejete y meterse en la cama poco antes de las nueve. Durante los primeros años de casados, él la buscaba a tientas en la cama noche sí noche también, pero ahora eso solo sucedía un par de veces al mes, para alivio suyo, siempre con la luz apagada y sin quitarse siquiera la camisa del pijama. En cualquier caso, Agnes había notado que, al día siguiente, podía sacarle cierta cantidad de dinero para su uso personal con más facilidad y ella jamás dejaba pasar esas ocasiones.

Sin embargo, a medida que se sucedían los años, su enojo creció hasta convertirse en odio y empezó a buscar una herramienta adecuada que usar contra él. Cuando se dio cuenta de que Áke se sentía cada vez más unido a la niña, dio por terminada la búsqueda. Sabía que él detestaba los castigos que le imponía, pero también que era demasiado débil y tenía demasiada aversión a los conflictos como para atreverse a defender a Mary. A partir de entonces no halló satisfacción mayor en la vida que, de forma lenta pero segura, volver a la niña en su contra.

Agnes era perfectamente consciente de lo mucho que Mary añoraba gozar de un poco de atención y ternura. Si al mismo tiempo que se las ofrecía le iba inoculando su veneno envuelto en mentiras sobre Áke, no tenía más que esperar a que se difundiese y arraigase en su corazón. Después, podría dejarlo actuar tranquilamente.

El pobre Áke ignoraba qué había hecho mal. Un buen día empezó a notar que la niña se apartaba de él paulatinamente y a ver claramente el desprecio reflejado en su mirada. Claro que sospechaba que Agnes era la responsable, pero no era capaz de señalar exactamente qué hacía para que Mary fuese abrigando tal odio hacia su persona. Hablaba con ella siempre que podía e incluso intentaba comprar su afecto dándole algún dulce de vez en cuando, puesto que sabía cuánto le gustaban.

Pero nada funcionaba. Mary se apartaba sin remisión, cada vez más fría con él; y el resentimiento contra su esposa crecía en proporción a la distancia que la niña le imponía. Habían pasado ocho años desde que se casó y Áke sabía que había cometido un gran error, pero no tenía fuerzas para repararlo. Y aunque la niña no quería saber nada de él, sabía que ella era su última oportunidad de una vida segura. Si Mary desaparecía, no quería ni imaginar qué podría ocurrírsele a su esposa. Ya había dejado de hacerse ilusiones.

Agnes era consciente de todo aquello. A veces, su intuición daba miedo, pues era capaz de leer el pensamiento de la gente como si fuese un libro abierto.

Sentada ante el tocador, se disponía a arreglarse. Sin que Áke lo supiese, ya llevaba medio año teniendo una apasionada aventura con uno de sus mejores amigos. Se recogió el cabello negro, aún sin una sola cana, y se dio unas gotas de perfume detrás de la oreja, en las muñecas y en el escote. Se había puesto un conjunto de ropa interior de encaje negro que demostraba que su figura aún podía despertar la envidia de muchas jovencitas.

Ansiaba aquel encuentro que, como de costumbre, tendría lugar en el hotel Eggers. Per-Erik era un hombre de verdad, no como Áke, y para satisfacción de Agnes, ya había empezado a hablar de separarse de su esposa. No es que ella fuese tan ingenua como para creer sin reservas en ese tipo de afirmaciones de hombres casados, pero sabía que él apreciaba sus habilidades en la cama mucho más de lo recomendable, y su esposa, bajita y regordeta, no podía compararse con ella.

Quedaba, pues, el problema de Áke. El cerebro de Agnes trabajaba a toda máquina. Al mirarse en el espejo, vio el rostro rollizo de su hija que la observaba ansiosa con sus grandes ojos.

* * *

Pese a haberse duchado y cambiado de ropa, Martin aún creía percibir el olor a vómito en la nariz. El suicidio, seguido de la llamada de Patrik y la noticia de que alguien había atacado a Maja, lo conmocionaron y lo llenaron de impotencia. Eran tantos los cabos, tantas las cosas que sucedían simultáneamente, que por más que lo intentaba no lograba imaginar cómo pondría orden en aquella maraña.

Dudó un instante ante la puerta de Patrik. Teniendo en cuenta lo sucedido el día anterior, no estaba seguro de que hubiese acudido al trabajo. Sin embargo, un ruido procedente del interior le indicó que, pese a todo, su colega se encontraba en su puesto.

Llamó discretamente.

– Entra -dijo Patrik en voz alta.

– No estaba seguro de verte hoy aquí -dijo Martin ya dentro-. Creí que preferirías quedarte en casa con Erica y Maja.

– Pues sí que lo habría preferido -admitió Patrik-. Pero más ganas tengo aún de pillar al psicópata que se dedica a hacer esto.

– ¿Y a Erica no le importa quedarse sola en casa? -inquirió Martin con cierto temor de que su pregunta no fuese muy adecuada.

– Sí, ya lo sé, yo también habría preferido que alguien se quedase con ellas, pero Erica insistió en que estaría bien. De todos modos, he llamado a su amigo Dan, el que estaba en casa ayer cuando ocurrió el incidente, y me ha prometido pasarse y ver cómo estaban.

– ¿Pudieron extraer huellas? -preguntó Martin.

– No, por desgracia -negó Patrik-. Estaba lloviendo, así que se borró todo. Pero he enviado el buzo de Maja lleno de ceniza; ya veremos qué resultado da. Desde mi punto de vista, es una formalidad: sería una casualidad increíble que no guardase relación con el resto.

– ¿Pero por qué Maja?

– ¿Quién sabe? -respondió Patrik-. Probablemente, una advertencia para mí. Por algo que he hecho o he dejado de hacer durante el desarrollo del caso. ¡Bah, no sé! -exclamó en un arrebato de frustración-. Pero lo más importante ahora es seguir trabajando a tope para resolverlo cuanto antes. Mientras tanto, ninguno de nosotros dormirá tranquilo.