Una vez en la sacristía, perdió la esperanza de que Arne se hallase en su casa. Harald oyó su voz y pensó que, seguramente, estaría recriminando a los pobres turistas de turno, víctimas del sacristán más conservador del reino de Suecia. Por un instante, Harald estuvo tentado de salir de puntillas, pero, con un suspiro, se dijo que más valía hacer lo cristianamente correcto: entrar y salvar a los desafortunados visitantes.
Sin embargo, no se veía un solo turista y sí a Arne en el pulpito, diciendo misa con voz atronadora ante los bancos vacíos. Harald se quedó perplejo preguntándose con desasosiego qué locura había hecho presa en su sacristán.
Con proverbial entrega, Arne hacía molinetes como si estuviese dando el sermón del monte de los Olivos, y sólo se detuvo un segundo cuando vio entrar a Harald. No obstante, enseguida continuó como si nada, y entonces Harald vio que, además, había un montón de folios en el suelo, debajo del pulpito. Halló la explicación a tal despliegue al ver que Arne, con rotunda vehemencia, iba arrancando las hojas del libro de salmos y arrojándolas al aire.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Harald alteradísimo, adelantándose hacia el pulpito con paso decidido.
– Algo que debería haberse hecho hace mucho tiempo -respondió Arne provocador-. Estoy eliminando tanta horrenda modernidad. Va en contra de Dios -apostilló sin dejar de destrozar el libro-. No me explico por qué todo lo antiguo ha de cambiarse. Antes todo era mucho mejor. Ahora se relaja la moral, la gente baila los jueves como si fueran domingos, por no hablar de cómo copulan a diestro y siniestro fuera del sacramento del matrimonio.
Tenía el cabello revuelto y Harald se preguntó una vez más si el pobre Arne habría perdido el juicio por completo. No entendía qué podía haber desatado semejante arrebato. Verdad era que el sacristán llevaba años refunfuñando más o menos esas mismas opiniones con indignación, pero jamás se había atrevido a algo así.
– Arne, ¿por qué no te serenas un poco? Baja del púlpito para que podamos hablar, anda.
– Hablar y nada más que hablar, no hacemos otra cosa -replicó Arne desde las alturas del pulpito-. Es justo lo que digo yo: ¡ya es hora de actuar! Y qué mejor lugar que éste para empezar a actuar -añadió mientras las hojas seguían volando para caer al suelo como copos de nieve desproporcionados.
Harald perdió la paciencia y montó en cólera. ¿Cómo se atrevía a hacer el vándalo en su hermosa iglesia? ¡Había que poner coto a tanto despropósito!
– ¡Baja de ahí ahora mismo, Arne! -vociferó con energía.
El sacristán se detuvo en seco. Jamás había oído al pastor levantar su voz, por lo general tan dulce, y no pudo por menos de sorprenderse.
– Te doy diez segundos para que bajes. De lo contrario, subiré yo mismo a buscarte, pese a lo fuerte que eres -prosiguió Harald.
Estaba rojo de una ira que subrayaba su mirada encendida, signo incuestionable de que la amenaza era seria.
La rebeldía se esfumó del espíritu de Arne con la misma rapidez con que se había presentado y el sacristán no tardó en obedecer dócilmente las órdenes del pastor.
– Eso es -dijo Harald, ya en tono más dulce, cuando se acercó a Arne y le puso la mano en el hombro-. Vamos a mi casa, nos tomamos un café con alguno de los excelentes bollos que Signe ha tenido la amabilidad de preparar y hablamos de todo esto, tú y yo solos.
Y así, empezaron a alejarse del altar. El hombre más bajito rodeando los hombros del grandullón con el brazo. Como una desigual pareja de novios.
Cuando salió del coche, se sentía un poco mareada. No había dormido mucho la noche anterior. Las cosas horribles de las que acusaban a Kaj la mantuvieron despierta hasta las primeras horas de la mañana.
Lo peor, no obstante, era la ausencia de la menor sombra de duda por su parte. Cuando oyó al policía leer las acusaciones, enseguida supo que eran verdad. Muchas piezas encajaron de pronto. Muchos enigmas de su vida común hallaron una explicación.
Sentía tanto asco que se le revolvió el estómago y se apoyó en el coche para escupir la bilis en el asfalto. Llevaba toda la mañana reprimiendo las ganas de vomitar. Cuando llegó al trabajo por la mañana, su jefe le dijo que, dadas las circunstancias, no tenía que quedarse si no quería. Pero ella susurró su resolución de permanecer en su puesto. La sola idea de estar en casa todo el día le resultaba insufrible. Prefería soportar las miradas de la gente que seguir allí, en la casa de aquel hombre, sentarse en su sofá, preparar la cena en su cocina. Saber que él la había tocado, aunque ya hiciese mucho, mucho tiempo, la impulsaba a desear arrancarse la piel a tiras.
Pero finalmente no le quedó otra salida. Después de intentar mantenerse en pie durante una hora, su jefe le dijo que se marchara a casa asegurándole que no aceptaría un no por respuesta. Con un nudo en el estómago, cogió el coche y se fue. Al bajar por Galärbacken iba a paso de tortuga. El conductor del vehículo que la seguía tocó el claxon irritado, pero a Monica no le importaba.
De no haber sido por Morgan, habría hecho la maleta y se habría marchado a casa de su hermana. Pero a él no podía abandonarlo. Él no sería feliz en un lugar distinto de su cabaña y el hecho de que se hubiesen llevado sus ordenadores ya suponía una revolución en su mundo. El día anterior se lo había encontrado andando de acá para allá entre sus diarios, nervioso, perdido al verse privado de aquello que constituía su anclaje a la realidad. Esperaba que se los devolviesen pronto.
Monica sacó la llave de la casa y se disponía a abrir la puerta, pero se detuvo. Aún no estaba preparada para entrar. De repente, sintió un inmenso deseo de ver a su hijo, se guardó la llave en el bolsillo, bajó la escalinata y se encaminó a la cabaña de Morgan. Seguramente se irritaría al verla irrumpir en su rutina presentándose así sin más, pero por una vez a Monica la trajo sin cuidado. Recordó cómo olía de pequeño y cómo ese olor la impulsaba a mover montañas, de ser preciso, sólo por él. Y ahora sentía la necesidad de volver a olerle la nuca, pese a lo mayor que era ya, abrazarlo y convertirlo en su seguridad, en lugar de la fuente de preocupaciones que había sido todos aquellos años.
Dio unos golpecitos discretos, pero se dio cuenta enseguida de que estaba cerrada con llave. Fue tanteando con los dedos por el listón del quicio de la puerta hasta dar con la llave.
¿Dónde estaría? Morgan no salía nunca solo. Era algo que jamás había ocurrido antes; nunca se había marchado sin ella o, al menos, sin explicar adonde iba exactamente. El temor la llenaba de angustia, pues casi esperaba verlo muerto en el suelo. Era algo que siempre la había aterrorizado: que Morgan dejase un día de hablar de la muerte para, en cambio, buscarla por su propia mano. Quién sabía si la pérdida de los ordenadores y la intromisión en su mundo lo habían llevado a ese lugar del que nadie regresa.
Pero la cabaña estaba vacía. Monica miró a su alrededor y enseguida vio una nota sobre uno de los montones de revistas que había junto a la puerta. Reconoció la caligrafía de Morgan antes de distinguir lo que decía. Se le paró el corazón. No obstante, se calmó en cuanto leyó el contenido y no tomó conciencia del grado de tensión que sufría hasta que se relajó.