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«Los ordenadores están listos. Me voy con la policía para recuperarlos», decía la nota. Desde luego, aquélla no era la carta de un suicida, como había temido, pero había algo que no encajaba. ¿Por qué fue a buscarlo la policía para devolverle los ordenadores? ¿No habría sido más lógico que los trajesen y los dejasen en la cabaña?

Monica tomó la decisión sobre la marcha. Se apresuró a volver al coche y salió a toda velocidad. Recorrió el trayecto hasta Tanumshede pisando a fondo el acelerador y con las manos sudorosas, convulsamente aferradas al volante. Cuando dejó atrás el cruce del albergue Tanums Gestgifveri, oyó las sirenas de una ambulancia que la adelantó a gran velocidad. De forma inconsciente, pisó más aún el acelerador y pasó Hedemyr casi volando. A la altura del comercio del señor Li, se vio obligada a detenerse. El cinturón de seguridad le bloqueó el movimiento bruscamente. La ambulancia se detuvo justo delante de la comisaría de policía y se habían formado dos colas de coches, una en cada sentido, a causa de lo que parecía un accidente de tráfico. Se asomó y vio un fardo oscuro en el suelo. No tuvo que ver más para saber qué era.

Como a cámara lenta, se quitó el cinturón, abrió la puerta del coche y salió dejándolo abierto de par en par. Con la sensación de estar aproximándose a un desastre inminente, se acercó despacio, muy despacio, al lugar del accidente.

La sangre fue lo primero que vio: ese líquido rojo que había manado de su cabeza sobre el asfalto extendiéndose en un amplio círculo en torno a su cabello. Después, los ojos desorbitados, muertos.

Un hombre se le acercaba con los brazos extendidos, dispuesto a impedirle el paso. Movía la boca, decía algo, pero ella no lo oía. Ignoró sus intenciones y siguió caminando. Rota de dolor, se arrodilló junto a Morgan. Tomó la cabeza de su hijo, la puso sobre su rodilla y se abrazó a ella fuertemente, sin reparar en la sangre que seguía brotando y empapándole los pantalones. Después, oyó el alarido. Se preguntó quién emitiría un grito tan desgarrador, tan angustiado. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que era ella misma.

Recorrieron todo el trayecto a Uddevalla conduciendo a una velocidad algo superior a la permitida. Albin estaba con Veronika y Frida, les aseguró Lilian, de modo que salieron directamente desde la comisaría hacia el hospital. Charlotte esperaba que no fuese demasiado tarde. Por el tono de su madre, tuvo la impresión de que la vida de Stig pendía de un hilo y se sorprendió a sí misma cruzando las manos como si elevara una plegaria, pese a que no era creyente.

Stig era el hombre más amable y cálido que había conocido en su vida. Ahora comprendía el cariño que había aprendido a tenerle desde que se habían mudado a la casa donde vivían él y Lilian. Claro que ella ya lo conocía, pero sólo de visita, y no tuvo ocasión de conocerlo de verdad hasta que se instalaron con ellos. Gran parte de su afecto por Stig se debía, claro está, a su buena relación con Sara. Él supo despertarle facetas cuya existencia Charlotte intuía, pero que no había sido capaz de desvelar. Sara nunca era descarada con Stig. Con él, nunca sufría accesos de ira, no saltaba como una loca incapaz de controlar su energía. Cuando estaba con Stig, se sentaba tranquilamente en el borde de la cama, le cogía la mano y le contaba cómo le había ido en el colegio. A Charlotte siempre le impresionó el comportamiento que Sara tenía en compañía de Stig y ahora lamentaba no habérselo dicho. Cayó en la cuenta de que, desde la muerte de Sara, apenas había hablado con él. Se abandonó de tal modo a su propio dolor que no se le ocurrió pensar en el de Stig, que debió de sentirse desesperado en el piso de arriba, postrado y enfermo, con la sola compañía de sus propios pensamientos. Y ahora se decía que, al menos, debería haber subido a charlar.

En cuanto se detuvo el coche, Charlotte se bajó y salió corriendo hacia la entrada sin esperar a Niclas. Él conocía el hospital mucho mejor que ella, de modo que no tardaría en alcanzarla.

– ¡Charlotte!

Lilian se acercó con los brazos extendidos cuando la vio entrar en la sala de espera. Su madre lloraba desconsoladamente y todo el mundo la miraba. El efecto que produce en sus semejantes una persona llorando es el mismo que el que provoca el espectáculo de un accidente de tráfico: nadie puede evitar mirar.

Charlotte le dio unas palmaditas torpes en la espalda. Lilian nunca había sido proclive al contacto físico, que le resultaba incómodo.

– ¡Oh, Charlotte, es horrible! Subí a llevarle el té y me lo encontré inconsciente. Intenté despabilarlo llamándolo y zarandeándolo, pero no reaccionó. Y nadie sabe decirme qué le pasa. Lo tienen ahí en una de las consultas de urgencias, pero no me dejan entrar. ¿No deberían permitirme estar con éclass="underline" ¿No crees que deberían? ¡Dios mío? ¿Y si se muere?

Lilian gritaba tanto que se la oía en toda la sala de espera y, por un instante, Charlotte sintió vergüenza de que todo el mundo las mirase. Pero enseguida se dijo que la marcada inclinación de su madre por el dramatismo no hacía menos auténtico su dolor.

– Siéntate, iré a buscar un poco de café. Niclas no tardará en venir y lo informarán enseguida, por algo son sus antiguos colegas.

– ¿Tú crees? -preguntó Lilian aferrándose al brazo de su hija.

– Estoy segura -respondió Charlotte soltándose despacio.

Ella misma estaba sorprendida del aplomo y la serenidad con que se conducía. La pérdida de Sara le había embotado los sentimientos de modo que, pese a su preocupación por Stig, era capaz de pensar con sentido práctico.

Se alegró al ver que Niclas se dirigía a la sala de espera y salió a su encuentro en la puerta.

– Mi madre está muy alterada. Voy a buscar unos cafés y le he prometido que intentarías averiguar qué pasa con Stig.

Niclas asintió y le acarició la mejilla. Lo inusual del gesto la hizo dar un respingo. En efecto, no recordaba que la hubiese tocado nunca con tanta ternura.

– ¿Y tú cómo estás? -le preguntó con sincera preocupación.

Pese a lo triste de la situación, Charlotte sintió una cálida alegría en el pecho.

– Bien -respondió con una sonrisa para indicarle que no se vendría abajo.

– ¿Seguro?

– Seguro. Ve a hablar con tus colegas, a ver si nos informan de algo.

Niclas siguió su sugerencia y, al cabo de un rato, mientras Lilian y Charlotte aguardaban tomándose el café, volvió y se sentó a su lado.

– ¿Y bien? ¿Has averiguado algo? -preguntó Charlotte haciendo un esfuerzo mental para que sus palabras tuviesen un eco positivo.

Por desgracia, su esfuerzo fue en vano. Niclas explicó sereno:

– Lo siento, hemos de prepararnos para lo peor. Hacen lo que pueden, pero no es seguro que Stig sobreviva al día de hoy. Lo único que podemos hacer es esperar.

Lilian se arrojó jadeante sobre el hombro de Niclas que, con la misma torpeza que su esposa, intentó consolarla dándole palmaditas. Charlotte tuvo una sensación de déjà vu: Lilian reaccionó del mismo modo cuando su padre murió, hasta el punto de que los médicos tuvieron que administrarle tranquilizantes para que no sufriera un colapso. Era todo tan injusto… Ya tenía bastante con haber perdido a un marido. Charlotte se dirigió a Niclas.

– ¿No te han sabido decir qué le pasa?

– Están haciéndole montones de pruebas y seguro que terminarán averiguando qué tiene. De momento, lo más importante es mantenerlo con vida el tiempo suficiente como para administrarle el tratamiento adecuado. Ahora mismo puede ser cualquier cosa, desde cáncer hasta una enfermedad vírica. Lo único que me dijeron es que debería haber ingresado en el hospital mucho antes.

Charlotte vio su rostro ensombrecido por la culpa y apoyó la cabeza en su hombro.

– Tú no eres más que una persona, Niclas. Y Stig no quería que lo trajésemos al hospital de ninguna manera. Además, cuando tú lo examinabas, parecía menos grave, ¿no? De vez en cuando estaba bastante bien y él mismo decía que no le dolía demasiado.