Si bien Belo-kiu-kiuni no puede reconocer personalmente a uno solo de sus innumerables hijos, muestra con este acto salivar que ha identificado sus olores. Éste es suyo.
El diálogo antenar puede iniciarse.
Bien venido al sexo del Nido. Me dejaste, pero no puedes evitar volver.
Frase ritual de una madre a sus hijos. Una vez la ha comunicado, husmea las feromonas de los once segmentos con una flema que impresiona al joven 327… La reina ya ha comprendido los motivos de su visita… La primera expedición enviada al Oeste ha sido totalmente aniquilada. En los alrededores del lugar de la catástrofe había olores de hormigas enanas. Probablemente han debido de descubrir un arma secreta.
Como explorador, ha sido la pata.
En el lugar, ha sido el ojo,
y de regreso es el estímulo nervioso.
Ciertamente. Sólo que el problema es que no consigue estimular el Nido. Sus efluvios no convencen a nadie. Y él considera que sólo ella, Belo-kiu-kiuni, puede saber cómo conseguir que el mensaje circule y dar la alerta.
Madre le husmea con redoblada atención. Capta las menores moléculas volátiles de sus articulaciones y sus patas. Sí, hay huellas de muerte, y también de misterio… Podría ser la guerra… Y muy bien pudiera no serlo.
Ella le hace ver que en todo caso no tiene poder político alguno. En el Nido, las decisiones se toman mediante concertación permanente, a través de la formación de grupos de trabajo dedicados a proyectos libremente elegidos. Si él no es capaz de generar uno de esos centros nerviosos, o sea de montar un grupo de trabajo, su experiencia no le servirá de nada a nadie.
La reina no puede ni tan siquiera ayudarle.
El macho 327 insiste. Por una vez que tiene una interlocutora que parece dispuesta a escucharle hasta el final, emite con todas sus fuerzas sus moléculas más seductoras. En su opinión, esta catástrofe debiera ser el problema prioritario. Habría que enviar inmediatamente espías para tratar de averiguar qué es ese arma secreta. Belo-kiu-kiuni le responde que el Nido rebosa «problemas prioritarios» No sólo no ha terminado por completo el despertar primaveral, sino que la piel de la Ciudad está aún en obras. Mientras no se haya colocado la última capa de ramitas, resulta problemático lanzarse a hacer la guerra. Por otra parte, en el Nido hay escasez de proteínas y azúcares. Y, finalmente, hay que pensar ya en preparar la fiesta del Renacimiento. Todo eso requiere la energía vital de cada hormiga. Incluso las espías están con exceso de trabajo. Y eso explicaría por qué su mensaje de angustia no se pueda atender.
Pasa un momento. Sólo se oye cómo los labios de las obreras lamen el caparazón de la Madre. Ésta, por su parte, ha vuelto a sus manejos con la planta carnívora. La reina se contorsiona hasta colocar el abdomen bajo el tórax. Sus dos patas anteriores quedan colgando. Retira velozmente la pata cuando las mandíbulas vegetales se cierran, y luego toma a 327 como testigo del arma formidable que eso podría ser.
Podríamos levantar un muro de plantas carnívoras para proteger toda la frontera noroeste. El único problema es que por el momento estos pequeños monstruos no saben hacer la distinción entre la gente de la Ciudad y los extranjeros.
327 vuelve sobre la cuestión que le preocupa. Belo-kiu-kiuni le pregunta cuántos individuos murieron en el «accidente» Veintiocho. ¿Todos eran de la subclase de las guerreras exploradoras? Sí; él era el único macho de la expedición. La reina, entonces, se concentra y pone sucesivamente veintiocho perlas, que son tantas como las hermanas liquidadas.
Veintiocho hormigas han muerto, y esos veintiocho huevos las remplazarán.
UN DÍA FATALMENTE. Un día, fatalmente, unos dedos se posarán en estas páginas, unos ojos se deslizarán sobre estas palabras, unos cerebros interpretarán su significado.
No quiero que ese momento llegue demasiado pronto. Las consecuencias podrían ser terribles. Y en el momento en que escribo estas frases aún lucho para preservar mi secreto.
Sin embargo, un día se hará necesario que se sepa lo que ha ocurrido. Incluso los secretos más profundamente escondidos acaban por emerger a la superficie del lago. El tiempo es el peor enemigo.
Quienquiera que seas, en primer lugar te saludo. En el momento en que me lees, yo estoy ya probablemente muerto hace diez años, o cien. Al menos, así lo espero.
Lamento a veces haber accedido a este conocimiento. Pero soy humano, y aunque mi solidaridad con mi especie está en este momento en su estadio más bajo, conozco todas las obligaciones que me impone el solo hecho de haber nacido un día entre vosotros, hombres de este universo.
He de transmitir mi historia.
Todas las historias se parecen, vistas de cerca. Al principio, hay un ser en devenir que duerme. Sufre una crisis. Esta crisis le obliga a reaccionar. Según su comportamiento, morirá o evolucionará.
La primera historia que voy a contarte es la de nuestro universo. Porque vivimos en él. Y porque todas las cosas, pequeñas y grandes, responden a las mismas leyes y conocen los mismos lazos de interdependencia.
Por ejemplo, tú que das vuelta a esta página, frotas con tu índice un determinado punto de la celulosa del papel. De este contacto resulta un calentamiento mínimo. Un calentamiento pese a ello muy real. En relación con lo infinitamente pequeño, este calentamiento provoca el salto de un electrón que abandona su átomo y percute a continuación contra otra partícula.
Pero esta partícula es, de hecho, «relativamente» en cuanto a sí misma, inmensa. Tanto es así que el choque con el electrón es para ella un auténtico cataclismo. Antes era inerte, vacía, fría. A causa de tu «volver la página», ha entrado en crisis. Chispas gigantescas la recorren. Tan sólo con este gesto, has provocado algo cuyas consecuencias no conocerás nunca. Quizás hayan nacido mundos, con gentes en su superficie, y esas gentes descubrirán la metalurgia, la cocina provenzal y los viajes interestelares. Podrán incluso revelarse como más inteligentes que nosotros. Jamás hubiesen llegado a existir si no hubiese tenido este libro entre las manos y si tu dedo no hubiese provocado un calentamiento, precisamente en ese lugar del papel.
Paralelamente, seguramente nuestro universo también ocupa su lugar en un espacio de página de un libro, en una suela de zapato o en la espuma de un vaso de cerveza de alguna otra civilización gigante.
No cabe duda de que nuestra generación no tendrá nunca los medios para comprobarlo. Pero lo que sí sabemos es que hace mucho tiempo nuestro universo, o en cualquier caso la partícula que contiene a nuestro universo, estaba fría, vacía, oscura, inmóvil. Y luego alguien o algo provocó la crisis. Alguien dio vuelta a una página, pisó una piedra, apartó la espuma de un vaso de cerveza. Y así se produjo un trauma. Nuestra partícula despertó. Sabemos que en nuestro caso fue una explosión gigantesca, a la que se le dio el nombre de Big-Bang.
Cada segundo, en lo infinitamente grande y en lo infinitamente lejano, hay quizás un universo que nace como el nuestro nació hace más de quince mil millones de años. Los demás universos no los conocemos. Pero del nuestro sabemos que empezó con la explosión del átomo más «pequeño y más simple»: el hidrógeno.
Imagina entonces este vasto espacio silencioso repentinamente despierto por una titánica deflagración. ¿Por qué le dieron vuelta a la página allí arriba? ¿Por qué alguien apartó la espuma de la cerveza? Poco importa. Lo que sí es cierto es que el hidrógeno arde, estalla, abrasa. Una inmensa luz resplandece en el espacio inmaculado. Crisis. Las cosas inmóviles adquieren movimiento. Las cosas frías se calientan. Las cosas silenciosas zumban.