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»Venid con nosotros, unos a nuestro ejército de fíeles. Todos nosotros somos soldados de Dios, hermanos míos»

Imagen de una locutora. «Esta emisión evangélica se la ha brindado el padre Mac Donald de la nueva Iglesia adventista del cuadragésimo quinto día y la empresa de supercongelados «Sweetmilk.» Se ha difundido vía satélite en mundo-visión. Y ahora, antes de nuestra serie de ciencia ficción Extraterrestre y orgulloso de serlo, vean un espacio de publicidad.

Lucie no conseguía, como Nicolás, dejar por completo de pensar viendo la televisión. Hacía ya ocho horas que Jonathan estaba allá abajo y seguía sin haber noticia alguna.

Su mano se acercó al teléfono. Les había dicho que no hiciesen nada, pero ¿y si estaba muerto? ¿Y si había quedado atrapado entre los escombros?

Aún no tenía valor para bajar. Su mano descolgó. Marcó el número de socorro de la Policía.

– ¿Policía…?

– Te pedí que no telefoneases -dijo una voz débil y átona procedente de la cocina.

– ¡Papá! ¡Papá!

Lucie colgó el aparato mientras en él seguía sonando una voz: «Diga, Diga. Hable. Dénos una dirección» Fuera.

– Sí, sí, soy yo. No debíais de inquietaros. Ya os dije que me esperaseis tranquilos.

¿Tranquilos? ¡Ésa sí que era buena!

Jonathan tenía en brazos los restos de lo que había sido Ouarzazate y que ya no era más que un montón de carne sanguinolenta. Y el mismo hombre estaba transfigurado. No parecía aterrorizado ni abrumado; incluso parecía más bien sonriente. No, no era eso. ¿Cómo decirlo? Daba la sensación de que había envejecido o de que se había puesto enfermo. Su mirada era febril, el color lívido, temblaba y parecía agotado.

Al ver el cuerpo martirizado de su perro, Nicolás se echó a llorar. Se diría que el pobre animal había sido lacerado por centenares de cortes practicados con una pequeña navaja de afeitar.

Lo depositaron encima de un periódico desplegado.

Nicolás no paraba de lamentarse por la muerte de su compañero de juegos. Se acabó. Nunca más le vería saltar contra la pared al pronunciar «gato» Nunca más le vería abrir los picaportes de las puertas con un alegre salto. Nunca más le salvaría de los grandes pastores alemanes homosexuales.

Ouarzazate ya no existía.

– Mañana le llevaremos al cementerio para perros del Pére Lachaise -concedió Jonathan. Le compraremos una tumba de cuatro mil quinientos francos, ya sabes, una en la que podamos poner su fotografía.

– ¡Sí! ¡Sí! -dijo Nicolás entre dos sollozos. Eso es lo menos que merece.

– Y luego iremos a la Protectora de Animales, y elegirás otro animal. ¿Por qué no te decides por un perrito faldero? También son muy bonitos.

Lucie no acababa de recuperarse. No sabía por qué pregunta empezar. ¿Por qué había tardado tanto? ¿Qué le había pasado al perro? ¿Qué le había pasado a él? ¿Quería comer algo? ¿Había pensado en la angustia de su familia?

– ¿Qué hay allí abajo? -acabó diciendo con voz sin inflexiones.

– Nada. Nada.

– Pero ¿te das cuenta del estado en que vuelves? Y el perro… Es como si hubiese pasado por una trituradora eléctrica. ¿Qué le ha ocurrido?

Jonathan se pasó una mano sucia por su frente.

– El notario tenía razón, allí abajo está lleno de ratas. A Ouarzazate le han destrozado unas ratas furiosas.

– ¿Y tú?

Jonathan dejó escapar una risita.

– Yo soy un animal más grande y les doy miedo.

– Pero ¡es una locura! ¿Qué has hecho ahí abajo durante ocho horas? ¿Qué hay en el fondo de esa maldita bodega?

– No sé lo que hay en el fondo. No he llegado hasta el final.

– ¡Que no has ido hasta el final!

– No. Es que es muy, muy profunda.

– En ocho horas no has llegado hasta el final de… de nuestra bodega.

– No. Me detuve al ver el perro. Había sangre por todas partes. Ouarzazate debió pelear encarnizadamente. Es increíble que un perro tan pequeño pudiese resistir tanto tiempo.

– Pero ¿hasta dónde llegaste? ¿Hasta medio camino?

– ¿Cómo podría saberlo? En cualquier caso, ya no podía seguir. También yo tenía miedo. Ya sabes que no puedo soportar la oscuridad ni la violencia. Nadie en mi lugar hubiese seguido adelante. No se puede seguir indefinidamente en terreno desconocido. Y también pensé en ti, en vosotros. No puedes saber cómo es aquello… Es tan sombrío. Es la muerte.

Al acabar esta frase le dio una especie de tic en la comisura izquierda de la boca. Lucie nunca le había visto así y comprendió que no tenía que seguir atosigándole. Le rodeó la cintura y besó sus labios fríos.

– Tranquilízate, ya se ha acabado. Vamos a clausurar esa puerta y no hablaremos más de ello.

Él se echó atrás.

– No. La cosa no ha acabado. Allí abajo dejé que me detuviese esa zona roja. Todo el mundo se hubiese detenido. Siempre nos horroriza la violencia, incluso cuando se ejerce contra animales. Pero yo no puedo quedarme así, quizá muy cerca del final…

– ¡No me dirás que piensas volver!

– Sí. Edmond pasó, y yo pasaré también.

– ¿Edmond? ¿Tu tío Edmond?

– Hizo algo ahí abajo, y quiero saber qué es.

Lucie ahogó un gemido.

– Por favor, por amor a mí y a Nicolás, no vuelvas a bajar.

– No tengo elección.

Tuvo otra vez aquel tic de la boca.

– Siempre he hecho las cosas a medias. Siempre me he detenido cuando la razón me decía que el peligro estaba cerca. Y mira en lo que me he convertido. En un hombre que no ha conocido el peligro, pero que tampoco ha tenido éxito en la vida. A fuerza de recorrer el camino sólo hasta la mitad, nunca he llegado al fondo de las cosas. Hubiese debido de quedarme en la cerrajería, dejar que me agrediesen y pasar por encima de los chichones. Hubiese sido un bautismo, hubiese conocido la violencia y hubiese aprendido a dominarla. En lugar de eso, a fuerza de evitar los problemas, ahora soy como un bebé sin experiencia.

– Deliras.

– No. No deliro. No se puede vivir eternamente en un capullo. Y con esta bodega tengo una ocasión única para dar el paso adelante. Si no lo hago, nunca más podré mirarme en el espejo, porque en él sólo vería a un gallina. Por otra parte, tú misma has sido quien me ha empujado a bajar, acuérdate.

Se quitó la camisa llena de sangre.

– No insistas; mi decisión es irrevocables.

– Está bien. Pues entonces iré contigo -declaró Lucie empuñando la linterna.

– ¡No! Tú te quedarás aquí.

Jonathan la asió con firmeza por las muñecas.

– ¡Déjame! ¿Qué te pasa?

– Perdona, pero has de comprender que esa bodega es algo que sólo me concierne a mí. Es mi lanzamiento, mi camino. Y nadie ha de mezclarse en ello, ¿me entiendes?

Tras ellos, Nicolás seguía llorando sobre tos despojos de Ouarzazate. Jonathan soltó las muñecas de Lucie y se acercó a su hijo.

– ¡Vamos! ¡Recupérate, muchacho!

– Estoy harto. Ouarzi ha muerto y vosotros no hacéis más que discutir.

Jonathan pensó en hacer algo para distraerle. Cogió una caja de cerillas, sacó seis y las puso encima de la mesa.

– Mira. Fíjate en esto. Voy a enseñarte un enigma. Es posible formar cuatro triángulos equiláteros con estas seis cerillas. Piénsalo bien, has de poder encontrar cómo se hace.

El chico, sorprendido, se secó las lágrimas y sorbió. Empezó inmediatamente a disponer las cerillas de diferentes maneras.

– Y aún tengo un consejo que darte. Para encontrar la solución, hay que pensar de una manera diferente. Si uno piensa como de costumbre, no se consigue nada.

Nicolás consiguió formar tres triángulos. No cuatro. Alzó sus grandes ojos azules y parpadeó.

– ¿Has encontrado tú la solución, papá?

– No, aún no. Pero siento que no tardaré mucho en encontrarla.

Jonathan había tranquilizado momentáneamente a su hijo, pero no a su mujer. Lucie le lanzaba miradas irritadas. Y por la noche discutieron con bastante violencia. Pero Jonathan no quería hablar de la bodega ni de sus misterios.