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Al día siguiente se levantó temprano y se pasó la mañana instalando en la entrada de la bodega una puerta de hierro provista de un gran candado. Y colgó la única llave de su propio cuello.

La salvación llega en la forma inesperada de un temblor de tierra.

Primero son las paredes las que sufren una gran sacudida lateral. La arena empieza a caer en cascada desde los techos. Una segunda sacudida sigue a la primera casi inmediatamente, y luego una tercera, una cuarta… Las sordas sacudidas se suceden cada vez más de prisa, cada vez más cerca del insólito trío. Ya es un enorme rugido que no se detiene y que hace que todo vibre.

Reanimado por esta trepidación, el joven macho vuelve a acelerar los latidos de su corazón, da dos dentelladas que sorprenden a sus verdugos y se lanza por el túnel destruido. Agita sus alas aún embrionarias para acelerar su huida y hacer más largos sus saltos por encima de los escombros.

Cada sacudida le obliga a detenerse y esperar, pegado al suelo, el final de las avalanchas de tierra. Paneles enteros de unos corredores caen en medio de otros corredores. Puentes, arcos y criptas se vienen abajo, arrastrando en su caída millones de siluetas desconcertadas.

Los olores de alerta prioritaria saltan y se extienden. En su primera fase, las feromonas excitadoras llenan las galerías superiores. Todos los que huelen ese olor se ponen inmediatamente a temblar, a correr en todas direcciones y a producir feromonas aún más excitantes. Así, el enloquecimiento se transforma en una bola de nieve.

La nube de alerta se extiende como la niebla, deslizándose en todas las arterias de la región afectada y llegando hasta las arterias principales. El objeto extraño infiltrado en el cuerpo del nido produce lo que el joven macho ha intentado vanamente desencadenar: toxinas de dolor. De repente, la sangre negra que forman las muchedumbres de belokanianos empieza a circular más de prisa. El populacho evacua los huevos próximos a la zona siniestrada. Los soldados se agrupan en unidades de combate.

Cuando el 327 se encuentra en un gran cruce semiobstruido por la tierra y la multitud, las sacudidas se interrumpen. Sigue un silencio angustioso. Todo el mundo se queda inmóvil, en espera del desarrollo de los acontecimientos. Las antenas erguidas vibran. Hay que esperar.

De repente, el toc-toc lancinante de hace un momento se ve remplazado por una especie de sordo bufido. Todos perciben que la cubierta de ramitas de la Ciudad acaba de ser perforada. Algo inmenso se introduce en la cúpula, rompe las paredes, se desliza a través de las ramitas.

Un fino tentáculo brota en pleno corredor. Azota el aire y recorre el suelo a una velocidad loca, en busca del mayor número posible de ciudadanos. Cuando los soldados se precipitan sobre él para tratar de morderlo con sus mandíbulas, un gran grumo negro se forma en su extremidad. La lengua se desliza hacia arriba y desaparece, llevando a la multitud hasta una garganta, y luego aparece de nuevo, aún más larga, más ávida, terrorífica.

La segunda fase de la alerta se desencadena en ese momento. Las obreras baten en el suelo con sus abdómenes para advertir a los soldados de los niveles inferiores, que aún no saben nada del drama.

Toda la ciudad resuena con los golpes de ese tam-tam primario. Se diría que el «organismo Ciudad» alienta: tac-tac-tac, toc-toc-toc.

El extraño responde, martilleando la cúpula para introducirse más profundamente. Todos se pegan a las paredes intentado escapar de esa serpiente roja desencadenada que registra las galerías. Cuando un lengüetazo resulta ser demasiado escaso, la serpiente se estira aún más. Y primero un pico y después una cabeza gigantesca aparecen.

Es un pájaro carpintero. El terror de la primavera… Esos glotones pájaros insectívoros perforan los techos de las ciudades de las hormigas llegando a hacer agujeros de hasta sesenta centímetros de profundidad, y se atracan con sus poblaciones.

Hay que lanzar la alerta en la tercera fase. Algunas obreras, que se han vuelto prácticamente locas con la sobreexcitación no expresada en actos, empiezan a bailar la danza del miedo. Sus movimientos son muy bruscos: saltos, entrechocar de mandíbulas, esputos… Otros individuos, completamente histéricos, corren por la galerías y muerden todo lo que se mueve. Un efecto perverso del miedo: la Ciudad, al no conseguir destruir el objeto agresor, acaba autodestruyéndose.

El cataclismo está localizado en el decimoquinto nivel superior oeste, pero como la alerta ya ha pasado por sus tres fases toda la Ciudad está ahora en pie de guerra. Las obreras bajan a lo más profundo del subsuelo para poner los huevos al abrigo. Se cruzan en hileras apresuradas de soldados, todos ellos con las mandíbulas dispuestas.

Al cabo de innumerables generaciones, la Ciudad hormiga ha aprendido a defenderse de tales percances. Entre movimientos desordenados, las hormigas pertenecientes a la clase de las artilleras forman en comandos y se distribuyen las operaciones prioritarias.

Rodean al pájaro carpintero en su zona más vulnerable: el cuello. Luego se vuelven, en posición de tirar a corta distancia. Sus abdómenes apuntan al pájaro. ¡Fuego! Propulsan con todas las fuerzas de sus esfínteres chorros de ácido fórmico superconcentrado.

El pájaro tiene la repentina y penosa sensación de que le han ceñido el cuello con una bufanda de espinas. Se debate, quiere soltarse. Pero ha ido demasiado lejos. Sus alas están aprisionadas en la tierra y las briznas de la cúpula. Lanza de nuevo la lengua para matar al máximo número posible de adversarios.

Una nueva oleada de soldados toma el relevo. ¡Fuego! El pájaro carpintero se sobresalta. Esta vez es ya un acerico. Golpea nerviosamente con el pico. ¡Fuego! El ácido brota de nuevo. El pájaro tiembla, empieza a tener dificultades para respirar. ¡Fuego! El ácido roe sus nervios y él está completamente inmovilizado.

Cesan los disparos. Soldados de grandes mandíbulas acuden de todas partes y muerden las heridas que ha producido el ácido fórmico. Una legión se dirige al exterior, corre por lo que queda de la cúpula, ve la cola del animal y empieza a perforar la parte más olorosa: el ano. Esos soldados geniales pronto han ampliado la abertura y se introducen en las tripas del pájaro.

El primer equipo ha conseguido perforar la piel de la garganta. Cuando el primer flujo de sangre roja empieza a brotar, se interrumpen las emisiones de feromonas de alerta. La partida ya se considera ganada. La garganta está suficientemente abierta y por ella se introducen batallones enteros de hormigas. Aún hay hormigas vivas en la laringe del animal. Las salvan.

Luego, los soldados penetran en el interior de la cabeza, buscando los orificios que les permitan llegar hasta el cerebro. Una obrera encuentra un paso: la carótida. Pero aún hay que dar con la adecuada, la que va del corazón al cerebro, y no a la inversa. ¡Ahí está! Cuatro soldados entran en el conducto y se lanzan al líquido rojo. Llevadas por la corriente sanguínea, pronto se ven propulsadas hasta el mismo centro de los hemisferios cerebrales. Ya están a pie de obra para trabajar sobre la materia gris.

El pájaro carpintero, loco de dolor, se revuelve de derecha a izquierda, pero no tiene medio ninguno para hacer frente a todos esos invasores que le destrozan por dentro. Un pelotón de hormigas se introduce en sus pulmones y vierte ácido en ellos. El pájaro tose atrozmente.

Otras, todo un cuerpo de ejército, entran por el esófago para ir a reunirse en el sistema digestivo con sus colegas procedentes del ano. Estas suben con rapidez por el gran colon, asolando en el camino todos los órganos vitales que pasan al alcance de sus mandíbulas. Socavan la carne viva como acostumbran a hacerlo con la tierra, y toman por asalto, uno tras otro, hígado, molleja, corazón, bazo y páncreas, como otras tantas plazas fuertes.

A veces brota intempestivamente sangre o linfa, ahogando a algunos individuos. Pero eso sólo les ocurre a los incapaces que no saben dónde ni cómo cortar limpiamente.

Los demás avanzan metódicamente entre las carnes rojas y negras. Saben desenvolverse antes de verse aplastados por un espasmo. Evitan tocar las zonas llenas de bilis o de ácidos digestivos.

Los dos ejércitos se encuentran finalmente a la altura de los riñones. El pájaro aún no está muerto. Su corazón, estriado por las mandíbulas, sigue enviando sangre por los conductos perforados.

Sin esperar el último suspiro de su víctima, se forman cadenas de obreras, que se pasan de pata en pata trozos de carne aún palpitante. Nada se resiste a las pequeñas cirujanas. Cuando empiezan a dar cuenta del cerebro, el pájaro carpintero tiene una convulsión, la última.

Toda la ciudad corre a descuartizar al monstruo. Los corredores bullen llenos de hormigas que llevan, ésta una pluma, aquélla un poco de vellón como recuerdo.

Los equipos de albañiles ya han entrado en acción. Reconstruirán la cúpula y los túneles dañados.

Al verlo de lejos, se diría que el hormiguero está comiéndose un pájaro. Tras tragarlo, lo digiere, distribuyendo la carne y la grasa, las plumas y la piel entre todos aquellos lugares donde serán útiles para la Ciudad.