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– ¿Por qué me ha confesado usted su «cobardía», entonces? No tenía necesidad de contarme todo eso.

– Bueno… Desde que murió, me digo que nos comportamos mal con él. Usted es su sobrino, y al contarle estas cosas me siento un poco aliviado…

Al fondo se ve una fortaleza de madera, Es la Ciudad prohibida.

Ese edificio es en realidad un tocón de pino a cuyo alrededor se ha levantado la cúpula. El tocón sirve como corazón y columna vertebral de Bel-o-kan. Corazón, ya que contiene el alojamiento regio y la reserva de alimentos preciosos. Columna vertebral, ya que permite que la Ciudad resista a las tempestades y las lluvias.

Visto más de cerca, el muro de la Ciudad prohibida aparece incrustado con complejos motivos. Son como inscripciones de una escritura bárbara. Son los pasadizos perforados antaño por las primeras ocupantes del tocón; las termitas.

Cuando la Belo-kiu-kiuni fundadora aterrizó en la región, cinco mil años antes, tropezó de inmediato con ellas. La guerra fue muy larga, de una duración de mil años, pero los belokanianos acabaron ganándola. Descubrieron entonces con maravilla una ciudad «dura», con pasadizos de madera que nunca se podían hundir. El tocón de pino les abría nuevas perspectivas urbanísticas y arquitectónicas.

En lo alto estaba la superficie llana y levantada; abajo, las profundas raíces dispersándose en la tierra. Era i-de-al. Sin embargo, el tocón pronto fue insuficiente para dar abrigo a la creciente población de hormigas rojas. Entonces, perforaron el subsuelo, prolongando las raíces. Y acumularon ramitas entrelazadas sobre el árbol decapitado para ampliar la cumbre.

La Ciudad prohibida está ahora casi desierta. Aparte de la Madre y de la guardia de élite, todo el mundo vive en la periferia.

327 se acerca al tocón con pasos prudentes e irregulares. Las vibraciones regulares se perciben como la presencia de alguien que camina, mientras que unos sonidos irregulares pueden pasar por ligeros desprendimientos. Sólo le cabe esperar que ningún soldado se cruce en su camino. Empieza a subir. Ya no está más que a doscientas cabezas de la Ciudad prohibida. Empieza a distinguir las decenas de salidas que agujerean el tocón; más concretamente, las cabezas de las hormigas «porteras» que bloquean el acceso.

Modeladas no se sabe por qué perversión genética, estas porteras están provistas de una gran cabeza redonda y plana que les da el aspecto de un gran clavo que se ajusta exactamente al contorno del orificio que han de vigilar.

Esas puertas vivas ya habían dado pruebas de su eficacia en el pasado. Con ocasión de la guerra de las fresas, setecientos ochenta años antes, la ciudad fue invadida por las hormigas amarillas. Todos los belokanianos supervivientes se refugiaron en la Ciudad prohibida, y las hormigas porteras, que entraron andando hacia atrás, cerraron herméticamente las puertas.

Le hicieron falta dos días a las hormigas amarillas para conseguir forzar esos cerrojos. Las porteras no sólo bloqueaban los agujeros sino que mordían también con sus grandes mandíbulas. Un centenar de hormigas amarillas tenían que unirse para luchar contra una sola portera. Consiguieron por fin pasar perforando la quitina de las cabezas. Pero el sacrificio de las «puertas vivientes» no fue en vano. Las demás ciudades de la Federación habían tenido tiempo para preparar refuerzos y la ciudad fue liberada horas más tarde.

El macho 327 no tiene por supuesto la intención de enfrentarse solo con una portera sino que piensa aprovechar la apertura de una de esas puertas, por ejemplo para dejar salir a una nodriza cargada con huevos de la Madre. Entonces podría lanzarse al interior antes de que volviese a cerrarse.

Y he aquí que precisamente se mueve una cabeza, y luego se abre el paso… y sale una centinela. No puede intentarlo, porque la centinela volvería en seguida sobre sus pasos y le mataría.

Otra vez se mueve la cabeza de la portera. 327 flexiona sus patas, listo para saltar. Pero ¡no! Ha sido una falsa alarma; la portera se limitaba a cambiar de posición. Debe de provocar calambres mantener el cuello de esa manera en un collar de madera.

Pues tanto peor. No tiene paciencia, y se lanza hacia el obstáculo. En cuanto llega al alcance de la antena, la portera se da cuenta de la ausencia de feromonas pasaportes. Retrocede un poco para bloquear mejor el orificio, y luego lanza moléculas de alerta.

¡Cuerpo extraño en la Ciudad prohibida! ¡Cuerpo extraño en la Ciudad prohibida! repite como una sirena.

Mueve sus pinzas para intimidar al indeseable. Con gusto se adelantaría para luchar con él, pero la consigna es muy clara: obstrucción ante todo.

Ha de actuar de prisa. El macho tiene una ventaja a su favor: ve en la oscuridad, mientras que la portera es ciega. Se lanza adelante, evita las mandíbulas que golpean al azar y salta para llegar a las raíces. Las corta una tras otra. Brota la sangre transparente. Los dos muñones continúan agitándose, inofensivos.

Sin embargo, 327 sigue sin poder pasar. El cadáver de su adversaria bloquea el agujero. Las patas, tetanizadas, siguen por reflejo apretándose contra la madera. ¿Qué hacer? Apoya el abdomen en la frente de la portera y dispara. El cuerpo se estremece; la quitina, corroída por el ácido fórmico, empieza a fundirse despidiendo un humo gris. Pero la cabeza es gruesa y tiene que disparar cuatro veces antes de poder abrirse camino a través del cráneo aplastado.

Ya puede pasar. Al otro lado descubre un tórax y un abdomen atrofiados. La hormiga no era más que una puerta, sólo una puerta.

COMPETIDORAS. Cuando aparecieron las primeras hormigas, cincuenta millones de años más tarde, sólo pensaban en mantenerse con vida. Eran descendientes lejanas de una avispa salvaje y solitaria, y carecían de grandes mandíbulas y de aguijón. Eran pequeñas y desmedradas, pero no tontas, y pronto comprendieron que les convenía imitar a las termitas. Tenían que unirse.

Crearon sus pueblos; construyeron groseras ciudades. Las termitas pronto se sintieron inquietas ante esta competencia. Según ellas, en la Tierra sólo había lugar para una única especie de insectos sociales.

Las guerras eran ya inevitables. En todos los lugares del mundo, en las islas, en las montañas y los árboles, los ejércitos de las ciudades termitas guerrearon contra los jóvenes ejércitos de las ciudades hormigas.

Era algo nunca visto en el reino animal. Millones de mandíbulas golpeaban a diestro y siniestro por un objetivo distinto del nutritivo. Un objetivo «político»

Al principio, las termitas, con más experiencia, vencían en todas las batallas. Pero las hormigas se adaptaron. Copiaron las armas termitas e inventaron otras nuevas. Las guerras mundiales termitas-hormigas abarcaron todo el planeta, desde los años cincuenta millones hasta los años treinta millones. Más o menos en esta época, al descubrir las armas de chorro de ácido fórmico, adquirieron una ventaja decisiva.

Aún en nuestros días prosiguen las batallas entre las dos especies enemigas, pero es raro que las legiones termitas venzan.

EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

– Le conoció usted en África, ¿no es cierto?

– Sí -respondió el profesor. Edmond tenía un gran pesar. Creo recordar que su mujer había muerto. Edmond se lanzó como loco al estudio de los insectos.

– ¿Por qué los insectos?

– ¿Y por qué no? Los insectos ejercen una fascinación ancestral. Nuestros antepasados más lejanos temían ya a los mosquitos que les transmitían fiebres, a las pulgas que les provocaban picazones, a las arañas que les picaban, al gorgojo que devoraba sus reservas de alimentos. Eso ha dejado una huella.