Jonathan estaba en el laboratorio 326 del centro CNRS de entomología de Fontainebleau, en compañía del profesor Daniel Rosenfeld, un agradable anciano peinado con cola de caballo, sonriente y voluble.
– El insecto desorienta, es más pequeño y más frágil que nosotros, y sin embargo hace befa de nosotros e incluso nos amenaza. Además, pensándolo bien, todos acabamos en el estómago de los insectos. Unas larvas de mosca son las que se regalan con nuestros despojos…
– No había pensado en ello.
– Al insecto se le ha considerado durante mucho tiempo encarnación del mal. Belcebú, uno de los secuaces de Satán, se representa con cabeza de mosca. Y eso no es por casualidad.
– Las hormigas tienen mejor reputación que las moscas.
– Depende. Cada cultura habla de ellas de forma diferente. En el Talmud, aparecen como símbolo de la honestidad. Para el budismo tibetano representan lo irrisorio de la actividad materialista. Para las gentes de Costa de Marfil, una mujer encinta a la que muerda una hormiga dará a luz un niño con cabeza de hormiga. Algunos polinesios, por el contrario, las consideran minúsculas divinidades.
– Edmond trabajó antes de eso con bacterias, ¿por qué lo dejó?
– Las bacterias no le apasionaban ni la milésima parte de lo que le apasionaron sus estudios sobre los insectos, especialmente las hormigas. Y cuando digo «sus estudios», hablo de un empeño total. Fue él quien lanzó la requisitoria contra los hormigueros-juguete, esas cajas de plástico puestas a la venta en todos los grandes almacenes, con una reina y seiscientas obreras. También luchó por la utilización de las hormigas como insecticidas. Quería que se instalasen sistemáticamente ciudades de hormigas rojas en los bosques, para limpiarlos de parásitos. No era ninguna tontería. En el pasado ya se había utilizado a las hormigas para combatir a la procesionaria del pino en Italia y a la panfílida del abeto en Polonia, dos insectos que arrasan los árboles.
– Enfrentar unos insectos contra otros, ¿es ésa la idea?
– Bueno, él decía que eso era «inmiscuirse en su diplomacia» Se hicieron tantas tonterías en el siglo pasado con los insecticidas químicos. Nunca hay que atacar al insecto de frente, y aún menos hay que subestimarlo y tratar de tomarlo como se hizo con los mamíferos. El insecto plantea otra filosofía, otro espacio-tiempo, otra dimensión. Por ejemplo, el insecto tiene un recurso contra todos los venenos químicos: el mitridatismo. Ya sabe usted que si nunca hemos conseguido acabar con las invasiones de langosta es porque se adaptan a cualquier cosa. Endílgueles insecticidas y el noventa y nueve por ciento morirán, pero un uno por ciento sobrevivirá. Y es ese uno por ciento de supervivientes el que no sólo queda inmunizado, sino que hace que nazca un cien por cien de langostas vacunadas contra el insecticida. Así, hace doscientos años se cometió el error de ampliar sin límites la toxicidad de los productos. Tanto que éstos mataban a más seres humanos que a insectos. Y hemos creado cepas superresistentes capaces de consumir sin dificultad los peores venenos.
– ¿Quiere usted decir que no hay manera de luchar contra los insectos?
– Constátelo usted mismo. Sigue habiendo mosquitos, langostas, pulgón, moscas tsé-tsé y hormigas. Las hormigas son resistentes a todo. En 1945 se vio que sólo las hormigas y los escorpiones habían sobrevivido a las explosiones nucleares. ¡Incluso a eso se adaptaron!
El macho 327 ha derramado la sangre de una célula del Nido. Ha ejercido la peor violencia posible contra su propio organismo. Y eso le deja mal sabor de boca. ¿Pero es que tenía otro medio, él, la hormona informativa, para seguir adelante con su misión?
Si ha matado, fue porque intentaron matarle a él. Es una reacción en cadena. Como el cáncer. Ya que el Nido se comporta de una manera anormal con él, él se ve obligado a actuar a la reciproca. Ha de hacerse a esa idea.
Ha matado a una célula hermana. Y quizá mate a otras.
– Y ¿qué fue a hacer en África? Usted mismo dice que hay hormigas en todas partes.
– Es cierto, pero no son las mismas hormigas… Yo creo que a Edmond no le importaba nada después de la pérdida de su mujer, e incluso me pregunto si no estaría esperando que las hormigas le «suicidasen»
– ¿Cómo dice?
– Estuvieron a punto de acabar con él, ¿sabe? Las hormigas magnan de África… ¿No ha visto usted Cuando ruge la marabunta?
Jonathan meneó la cabeza negativamente.
– La marabunta es una masa de hormigas magnan dorilinias, la Annoma nigricans, que avanza por la llanura destruyéndolo todo a su paso.
El profesor Rosenfeld se puso en pie, como para hacer frente a una ola invisible.
– Primero se oye una especie de gran zumbido compuesto por todos los gritos y el piar, y batir de alas y patas de todos los animales que intentan escapar. En ese punto aún no se ve a las magnan. Luego aparecen algunas guerreras detrás de una loma. Tras esta avanzadilla pronto llegan las demás, en columnas que se pierden de vista. La loma se vuelve negra. Es como una ola de lava que funde todo lo que toca.
El profesor iba y venía gesticulando arrastrado por sus propias palabras.
– Es la sangre venenosa de África. Ácido vivo. Su número es terrorífico. Una colonia de magnan pone por término medio quinientos mil huevos al día. Se pueden llenar cubos enteros… Y ese reguero de ácido sulfúrico negro se derrama, sube por pendientes y árboles, y no hay nada que lo pare. Los pájaros, lagartos o mamíferos insectívoros que tienen la desgracia de acercarse quedan destrozados. ¡Es una visión apocalíptica! Las magnan no temen a ningún animal. Una vez vi cómo un gato demasiado curioso desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Esas hormigas cruzan incluso los ríos haciendo puentes flotantes con sus propios cadáveres… En Costa de Marfil, en la región próxima al centro de Lamto donde las estudiábamos, la población nunca ha encontrado cómo oponerse a su invasión. Cuando se anuncia que esas minúsculas Atila pasarán por el poblado, la gente huye llevándose sus bienes más preciosos. Ponen las patas de las mesas y las sillas en cubos de vinagre y se encomiendan a sus dioses. Cuando regresan ya no queda nada, es como un tifón. No queda el menor fragmento de alimento ni sustancia orgánica de la clase que sea. Ni el menor parásito tampoco. Las magnan son el mejor medio de limpiar la propia casa de arriba abajo.
– Y ¿cómo conseguían ustedes estudiarlas si son tan feroces?
– Esperábamos al mediodía. Los insectos no tienen un sistema de regulación del calor como nosotros. Cuando la temperatura es de 18°, su cuerpo está a 18°, y cuando llega la canícula su sangre hierve. No pueden soportarlo. Así pues, con los primeros rayos ardientes, las magnan excavan un nido en el que vivaquear y en él esperan una meteorología más clemente. Es como una minihibernación, aunque lo que las bloquea no es el frío, sino el calor.
– ¿Y luego…?
En realidad, Jonathan no sabía dialogar. Consideraba que la discusión existía para actuar como un sistema de vasos comunicantes. Hay uno que sabe, el vaso lleno, y uno que no sabe, el vaso vacío, por lo general él mismo. El que no sabe abre los oídos todo lo posible y estimula de vez en cuando el ardor de su interlocutor diciendo «¿y luego?» y «hábleme de eso», y con inclinaciones de cabeza.
Si había otros medios de comunicación, él no los conocía. Por otra parte, observando a la gente, le parecía que lo que hacían era entregarse a monólogos paralelos en los que cada cual sólo buscaba utilizar al otro como un psicoanalista gratuito. Así las cosas, prefería su propia técnica. Quizá aparentaba no tener conocimiento ninguno, pero por lo menos estaba aprendiendo constantemente. ¿No dice un proverbio chino, el que hace una pregunta es tonto cinco minutos, el que no hace ninguna lo es toda la vida?