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¿Y luego? ¡Pues que fuimos para allá! Y fue algo notable, créame. Queríamos dar con la maldita reina. El famoso animalito que pone medio millón de huevos diarios. Queríamos verla y fotografiarla. Nos calzamos gruesas botas de pocero: Edmond no tuvo suerte, calzaba el cuarenta y tres y sólo había del cuarenta… Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. A las doce y media trazamos en el suelo la forma probable del nido y empezamos a cavar alrededor hasta un metro de profundidad. A la una y media llegamos a las cámaras exteriores. Una especie de líquido negro y crepitante empezó a fluir. Millares de soldados paroxísticos abrían y cerraban las mandíbulas, que en esta especie son cortantes como hojas de afeitar. Se pegaban a nuestras botas mientras nosotros seguíamos adelante a fuerza de pico y pala hacia la cámara nupcial. Y por fin encontramos nuestro tesoro. La reina. Un insecto diez veces más grande que nuestras reinas europeas. La fotografiamos desde todos los ángulos mientras ella seguramente debía de gritar el God save the Queen en su lengua odorífera… El efecto no tardó en producirse. Llegaron guerreras de todas partes, aglomerándose sobre nuestros pies. Algunas subían incluso escalando a sus congéneres que estaban ya sobre nuestras botas de goma. Desde ahí, pasaban a meterse bajo nuestros pantalones y camisas. Todos nos convertimos en Gulliver, pero nuestros liliputienses sólo pensaban en hacer de nosotros tiras comestibles. Sobre todo había que procurar que no se introdujesen por ninguno de nuestros orificios naturales; nariz, boca, ano, tímpano. Porque si no, estábamos listos: las hormigas perforan desde dentro.

Jonathan se mantenía en silencio, más bien impresionado. Y en cuanto al profesor, éste parecía revivir la escena con gestos que tenían la energía de los del hombre joven que ya no era.

– Nos dábamos grandes palmadas quitándonoslas de encima. A ellas les guiaba nuestro aliento y nuestra transpiración. Todos habíamos hecho ejercicios de yoga para respirar despacio y controlar el miedo. Tratábamos de olvidar, de no pensar en aquellas tenazas de las guerreras que trataban de matarnos. Tomamos dos rollos de fotos, algunas de ellas con flash. Cuando acabamos, saltamos todos fuera de la zanja.

Todos, menos Edmond. Las hormigas le habían cubierto hasta la cabeza, y se disponían a comérselo. Le sacamos rápidamente arrastrándole por los brazos. Le desnudamos y le arrancamos todas las mandíbulas y cabezas que tenía hincadas en el cuerpo. Todos habíamos pasado por el peligro de morir, aunque no en la misma medida que él, que iba sin botas. Y, sobre todo, Edmond había sentido terror, había emitido feromonas de terror.

– Es horrible.

– Es sorprendente que saliese con vida. Pero eso no le hizo aborrecer a las hormigas. Por el contrarío, las estudió aún con mayor entusiasmo.

– ¿Y luego?

– Edmond volvió a París. Y ya no hubo más noticias suyas. Ni siquiera telefoneó una sola vez al bueno de Rosenfeld. Finalmente vi en los periódicos que había muerto. Que descanse en paz.

Apartó la cortina de la ventana para examinar un viejo termómetro fijo en el marco esmaltado.

– Hummm, 30° en pleno mes de abril, es increíble. Cada año hace más calor. Si las cosas siguen así, dentro de diez años Francia se habrá convertido en un país tropical.

– ¿Así estamos?

– No nos damos cuenta porque es algo progresivo. Pero nosotros, los entomólogos, lo vemos en detalles muy concretos; encontramos especies de insectos típicas de las zonas ecuatoriales en la cuenca de París, ¿No se ha fijado usted en que las mariposas son cada vez más tornasoladas?

– Pues sí, incluso vi una ayer, roja y negra, posada en un automóvil…

– Seguro que era una zigenia de cinco manchas. Es una mariposa venenosa que hasta ahora sólo se encontraba en Madagascar. Si esto sigue así… ¿Se imagina usted a las magnan en París? La ola de pánico… Seria algo divertido…

Después de limpiarse las antenas y de comer algunos trozos tibios de la portera, el macho sin olor trota por los corredores de madera. Los aposentos maternos están por allí; los siente. Por suerte, la temperatura es de 25°, y con esta temperatura no hay mucha gente en la Ciudad prohibida. Debería de poder infiltrarse con facilidad.

De repente, percibe el olor de dos guerreras que llegan en sentido inverso. Una es grande y la otra pequeña. Y la pequeña tiene un par de patas menos…

Se olfatean recíprocamente sus efluvios a distancia.

¡Increíble, es él!

¡Increíble, son ellas!

El macho 327 echa a correr a toda prisa con la esperanza de dejarlas atrás. Da vueltas y vueltas en ese laberinto de tres dimensiones. Sale de la Ciudad prohibida. Las porteras no le retienen, ya que están programadas sólo para contener la afluencia desde el exterior al interior. Sus patas pisan ahora la tierra blanda. Toma curva tras curva.

Pero las otras dos son también muy rápidas y no dejan que se les distancie. Y es entonces cuando el macho tropieza con una obrera cargada con un tallo y la hace caer al suelo. No lo ha hecho a propósito, pero la carrera de las dos asesinas con olor de roca se ve frenada con ello.

Hay que aprovechar ese respiro. Se esconde rápidamente en una anfractuosidad. La coja se acerca. 327 se hunde un poco más en su escondite.

– ¿A dónde ha ido? -Ha vuelto a bajar.

Lucie toma del brazo a Augusta y la lleva a la puerta de la bodega.

– Está ahí dentro desde ayer por la noche. -¿Y no ha vuelto a subir?

– No. No sé lo que ocurre ahí abajo, pero se ha prohibido formalmente que llame a la Policía… Ya ha bajado muchas veces y ha vuelto.

Augusta estaba atónita.

– ¡Es un insensato! Su tío le había prohibido formalmente…

– Ahora entra llevando montones de herramientas, piezas de acero, grandes planchas de hormigón. Y lo que está haciendo con eso ahí abajo…

Lucie toma su cabeza entre las manos. Ya no puede más, Siente que va a pasar otra vez por una depresión.

– ¿Y no se puede bajar a buscarle?

– No. Ha instalado un cerrojo y lo cierra desde dentro.

Augusta se sienta, desconcertada.

– Bueno, bueno; si llego a saber que el recuerdo de Edmond iba a crear tantos problemas…

ESPECIALISTA: En las grandes ciudades hormigas modernas, el reparto de tareas, repetido a lo largo de millones de años, ha generado mutaciones genéticas.

Así, algunas hormigas nacen con enormes mandíbulas cizallas para actuar como soldados, otras tienen mandíbulas trituradoras para producir harina de cereales, otras están equipadas con glándulas salivares super-desarrolladas para mojar y desinfectar a las jóvenes larvas.

Es algo parecido a lo que entre nosotros sería si los soldados naciesen con dedos con forma de puñal, los campesinos con los pies en forma de resorte para saltar a coger los frutos de los árboles y las nodrizas con diez pares de pechos.

Pero de todas las mutaciones «profesionales», la más espectacular es la relacionada con el amor.

En efecto, para que la masa de atareadas obreras no se distraiga a causa de las pulsiones eróticas, nacen asexuadas. Todas las energías reproductoras se concentran en especialistas: machos y hembras, príncipes y princesas de esta civilización paralela.

Éstos nacen y están equipados tan sólo para el amor. Y se benefician de multitud de artilugios destinados a ayudarles, en la cópula. La cosa va desde las alas a los ocelos infrarrojos, pasando por las antenas emisoras-receptoras de emociones abstractas.

EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Su escondrijo no es un punto ciego, sino que lleva a una pequeña gruta. 327 entra en ella. Las guerreras con olor de roca pasan sin detectarle. Sólo que la gruta no está vacía. En el interior hay alguien cálido y oloroso. Y ese alguien emite.