El problema era que sólo había una salida. Así, cuando su ciudad fue rodeada por las legiones de hormigas escupidoras de engrudo, se vio confinada en su propio palacio. Las escupidoras de engrudo no tuvieron entonces dificultad ninguna para capturarla y ahogarla en su innoble goma de secado rápido. La reina Ha-yekte-duni, había caído, fue vengada a continuación y su ciudad liberada, pero ese horrible y estúpido final pesó durante mucho tiempo en los espíritus belokanianos.
Ya que las hormigas tenían la extraordinaria suerte de poder modificar a fuerza de mandíbulas la forma de sus habitáculos, todas se pusieron a perforar cada una su propio pasadizo secreto. Que una hormiga se haga su propio agujero tiene un pase, pero que lo hagan un millón de hormigas, entonces es una catástrofe. Los corredores «oficiales» se venían abajo a fuerza de sufrir la labor de zapa de los pasadizos «privados» Una hormiga tomaba por su pasadizo secreto y se encontraba desembocando en un verdadero laberinto formado por «los de las demás» Hasta el punto de que zonas enteras se habían vuelto quebradizas, comprometiendo el futuro mismo del Bel-o-kan.
La Madre había llamado al orden. Nadie podía ponerse a perforar por su propia cuenta. Pero ¿cómo controlar cada aposento?
La hembra 56 remueve un cascote, descubriendo un orificio sombrío. Ahí está; 327 examina el escondite y lo considera perfecto. Falta encontrar el tercer cómplice. Salen, cerrando con cuidado. La hembra 56 emite:
Será el primero que aparezca. Déjame hacer a mí.
Pronto se cruzan con una gran soldado asexuada que arrastra un trozo de mariposa. La hembra se dirige a ella con mensajes emotivos que hablan de una gran amenaza para el Nido. Maneja el lenguaje de las emociones con un delicado virtuosismo que deja pasmado al macho. En cuanto la soldado, abandona inmediatamente su caza para conversar.
¿Una gran amenaza para el Nido? ¿Dónde, quién, cómo, por qué?
La hembra le explica sucintamente la catástrofe de la primera expedición de la primavera. Su forma de expresarse exhala deliciosos efluvios. Tiene ya la gracia y el carisma de una reina. La guerrera queda rápidamente conquistada.
¿Cuándo partimos? ¿Cuántos soldados hacen falta para combatir contra las enanas?
La soldado se presenta. Es la 103.583 asexuada de la puesta del verano. Gran cráneo reluciente, amplias mandíbulas, ojos prácticamente inexistentes, patas cortas; es una aliada de peso. También es una entusiasta de nacimiento.
La hembra 56 ha de refrenar su ímpetu.
Le dice que hay espías en el mismo seno del Nido, que muy bien pudieran ser mercenarias vendidas a las enanas para impedir que los belokanianos descubran el misterio del arma secreta.
Se las reconoce por un olor característico a roca. Hay que actuar con rapidez-Contad conmigo.
Se reparten las zonas de influencia. 327 intentará convencer a las nodrizas del solario. Por lo general, suelen ser bastante inocentes.
103.683 tratará de reunir soldados. Si consigue formar una legión, será algo formidable.
También puedo preguntarles a los batidores, tratar de recoger otros testimonios acerca de ese arma secreta de las enanas.
Por su parte, la 56 visitará los criaderos y los establos en busca de apoyos estratégicos.
De regreso aquí para informar a 23°-tiempo.
En la televisión aparecía esta vez, en el marco de la serie «Culturas del mundo», un reportaje sobre las costumbres japonesas.
«Los japoneses, que son un pueblo insular, están acostumbrados a vivir en una autarquía desde hace siglos. Para ellos, la Humanidad se divide en dos grupos: los japoneses y los demás, extranjeros de costumbres incomprensibles, los bárbaros, a los que entre ellos llaman Gai jin. Los japoneses siempre han sido nacionalistas muy puntillosos. Cuando un japonés se instala, por ejemplo, en Europa, queda automáticamente excluido del grupo. Si vuelve un año más tarde, sus padres, su familia, ya no le reconocerán como uno de los suyos. Vivir con los Gai jin es impregnarse del espíritu de «los demás», es convertirse en Gai jin. Incluso sus amistades de infancia se dirigirán a él como si fuese un turista cualquiera.
En la pantalla se veían desfilar distintos templos y lugares sagrados de Shinto. La locución siguió:
«Su visión de la vida y de la muerte es distinta de la nuestra. Aquí, la muerte de un individuo no tiene mucha importancia. Lo que es inquietante es la desaparición de una célula productora. Para familiarizarse con la muerte, a los japoneses les gusta cultivar el arte de la lucha. Los jóvenes aprenden el kendo desde la niñez…»
Dos luchadores aparecieron en el centro de la pantalla, vestidos como antiguos samurais, Sus torsos estaban cubiertos por negras placas articuladas. Llevaban en la cabeza un casco ovalado adornado con dos largas plumas al nivel de las orejas. Se lanzaron el uno contra el otro profiriendo un grito de guerra y luego empezaron a fintar con sus largos sables.
Más imágenes: un hombre sentado sobre sus talones acerca a su vientre con las dos manos un sable corto.
«El suicidio ritual, Seppuku, es otro elemento característico de la cultura japonesa. Ciertamente nos resulta difícil comprender este…»
– ¡La televisión, siempre la televisión! ¡Embrutece! Nos mete a todos las mismas imágenes en la cabeza. Y hablan de cualquier cosa. ¿Es que aún no estáis hartos? -exclamó Jonathan, que hacía unas horas que estaba de regreso.
– Déjale. Le tranquiliza. Desde que el perro murió no se siente muy bien -dijo Lucie mecánicamente.
Jonathan le acarició la barbilla a su hijo.
– ¿No te encuentras bien, muchacho?
– Chssst. Estoy escuchando.
– ¡Hombre! ¡Mira cómo nos habla ahora!
– Cómo te habla a ti. Hay que tener en cuenta que le ves muy a menudo. No te sorprendas si está un poco distante contigo.
– Oye, Nicolás, ¿has conseguido hacer los cuatro triángulos con las cerillas?
– No. Me pone nervioso. Estoy escuchando.
– Bueno, pues si te pone nervioso…
Jonathan, con aire pensativo, empezó a manipular las cerillas que había encima de la mesa.
– ¡Lástima! Es algo… instructivo.
Nicolás no le oía; su cerebro estaba absolutamente inmerso en la televisión. Jonathan se dirigió a su habitación.
– ¿Qué haces? -le preguntó Lucie.
– Ya lo ves. Me preparo. Voy a volver.
– ¿Cómo? ¡Oh, no!
– No tengo elección.
– Jonathan, dímelo ahora, ¿qué hay allá abajo que tanto te fascina? Después de todo, soy tu mujer.
Él no contestó. Tenía la mirada huidiza, Y seguía con aquel tic tan molesto.
– ¿Has matado a las ratas? -le preguntó Lucie.
– Basta con mi presencia. Se mantienen a distancia. Y si no les enseño esto.
Blandió un gran cuchillo de cocina que había estado afilando durante un buen rato. Tomó con la otra mano la linterna halógena y se dirigió a la puerta de la bodega con un saco al hombro, un saco en el que había abundantes provisiones así como sus herramientas de cerrajero. Apenas murmuró:
– Hasta luego, Nicolás. Hasta luego, Lucie.
Lucie no sabía qué hacer. Cogió a Jonathan por un brazo.
– ¡No puedes marcharte así! Es demasiado fácil. ¡Tienes que hablar conmigo!
– ¡Por favor!
– Pero ¿cómo tengo que decírtelo? Desde que bajaste a esa maldita bodega no eres el mismo. Ya no tenemos dinero y tú te has comprado por lo menos cinco mil francos de material y libros sobre las hormigas.
– Me interesa la cerrajería, y también las hormigas. Tengo derecho a eso.