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– Quizá, ¿quién sabe? En cualquier caso parece pensar que se va a transformar en otra cosa a fuerza de bajar a la bodega.

– ¿Es que no está bien aquí?

– No, hijo; le da vergüenza ser un parado. Cree que es mejor ser sol. Un sol subterráneo.

– Papá cree que es el rey de las hormigas.

Lucie sonrió.

– Ya se le pasará. ¿Sabes? Él también es un niño. Y a los niños siempre les fascinan los hormigueros. ¿Tú nunca has jugado con las hormigas?

– Sí, mamá.

Lucie le ahuecó la almohada y le dio un beso.

– Ahora tienes que dormir. Buenas noches.

– Buenas noches, mamá.

Lucie vio las cerillas en la mesita de noche. Debía de haber estado intentando formar los cuatro triángulos. Lucie volvió a la sala y volvió a coger el libro de arquitectura que hablaba de la historia de la casa.

Muchos científicos habían vivido en ella. Sobre todo científicos protestantes. Miguel Servet, por ejemplo, había estado unos años.

Un párrafo le llamó especialmente la atención. Según lo que decía, durante las guerras de religión se había excavado un paso subterráneo para que los protestantes pudieran huir fuera de la ciudad. Un subterráneo de una profundidad y una longitud poco corrientes.

Los tres insectos se instalan formando triángulo para llevar a cabo una CA. Así no hará falta que cuenten sus aventuras, sabrán instantáneamente todo lo que ha ocurrido como si fuesen un solo cuerpo que se hubiese dividido en tres.

Unen las antenas. Los pensamientos empiezan a circular, a fusionarse. Cada cerebro actúa como un transistor que conduce enriqueciéndolo el mensaje eléctrico que él mismo recibe, Tres espíritus hormigas así unidos trascienden las simples sumas de sus talentos.

Pero de repente el encanto se rompe. 103.683 ha sentido un olor parásito. Las paredes tienen antenas. Más concretamente, dos antenas que pasan más allá del orificio de entrada de la estancia de 56. Alguien les está escuchando…

Es medianoche. Hacía ya dos horas que Jonathan no había vuelto a subir. Lucie paseaba nerviosa por la sala. Fue a ver a Nicolás, que dormía profundamente, cuando su mirada se vio atraída por algo. Las cerillas. Tuvo en ese momento la intuición de que podía haber un principio de respuesta para el enigma de la bodega en el enigma de las cerillas. Cuatro triángulos equiláteros formados con seis palitos…

«Hay que pensar de manera diferente, si se piensa como de costumbre no se llega a ninguna parte», decía y repetía Jonathan. Tomó las cerillas y volvió a la sala, donde estuvo jugando con ellas un buen rato. Por fin, agotada por la angustia, fue a acostarse.

Esa noche tuvo un sueño extraño. En primer lugar vio al tío Edmond, o por lo menos un personaje que correspondía a la descripción que de él le había hecho su marido. Estaba en una especie de larga cola que se prolongaba en pleno desierto, entre guijarros. Unos soldados mexicanos estaban junto a la cola y vigilaban que «todo fuese bien» A lo lejos se veía una docena de horcas donde colgaban a la gente. Cuando ya estaban rígidos, los descolgaban y ahorcaban a otros. Y la fila iba avanzando…

Tras Edmond estaban Jonathan, ella misma, y luego un hombre gordo con garitas muy pequeñas. Todos los condenados a muerte conversaban tan tranquilamente, como si no pasase nada.

Cuando por fin les pasaron la cuerda por el cuello y les colgaron, a los cuatro juntos, no hicieron más que esperar tontamente. El tío Edmond se decidió a hablar en primer lugar, con voz ronca -y con motivo.

– ¿Qué estamos haciendo aquí?

– No lo sé… Vivimos. Hemos nacido, de manera que vivimos el mayor tiempo posible. Pero creo que la cosa se está acabando -repuso Jonathan.

– Querido sobrino, eres un pesimista. Es cierto que estamos en la horca y rodeados por soldados mexicanos, pero no es más que un albur de la vida, no un fin, sólo un albur. Además, esta situación tiene por la fuerza arreglo. ¿Estáis bien atados, vosotros, los de ahí atrás?

– Pues no -dijo el hombre grueso. Yo puedo deshacerme de estas ligaduras.

Y lo hizo.

– Bueno, pues liberémonos entonces.

– ¿Cómo?

– Colúmpiese hasta que llegue a mis manos.

El hombre se contorsionó y llegó a convertirse en una péndulo viviente. Cuando hubo soltado las ligaduras de Edmond, todos fueron quedando libres, uno tras otro, utilizando la misma técnica.

Luego, el tío dijo:

– Haced lo mismo que yo.

Y dando saltitos fue avanzando de cuerda en cuerda hacia la última horca de la hilera. Los demás le imitaron.

– ¡No podemos seguir adelante! Ya no hay nada más después de esta viga y nos descubrirán.

– Mirad, hay un agujerito en la viga. Vamos.

Edmond saltó entonces hacia la viga, se volvió minúsculo y desapareció en el interior. Jonathan y luego el señor gordo hicieron lo mismo. Lucie se dijo que ella no lo conseguiría nunca, y sin embargo se lanzó hacia el tarugo de madera y ¡entró por el agujero!

En el interior, había una escalera de caracol. Subieron por ella de cuatro en cuatro. Ya se oían los gritos de los soldados que se habían dado cuenta de su fuga. «¡Los gringos, los gringos, cuidado» Y ruido de botas y de fusiles. Iban a darles caza.

La escalera desembocaba en una habitación de hotel moderna y con vistas al mar. Entraron y cerraron la puerta. Era la habitación 8. Con el golpe de la puerta al cerrarse, el 8 vertical pasó a ser un 8 horizontal, símbolo del infinito. La habitación era lujosa y en ella se sentían al resguardo de los soldadotes.

Entonces, cuando todo el mundo respiraba con alivio, Lucie le saltó de repente a la garganta de su marido.

– ¡Hemos de pensar en Nicolás! ¡Hemos de pensar en Nicolás!

Y le dejó sin sentido con un antiguo jarrón en el que aparecía pintado Hércules niño ahogando a la Serpiente. Jonathan cayó en la alfombra, donde se transformó… en un langostino sin caparazón que se retorcía de una manera ridícula.

El tío Edmond se dirigió a ella.

– Lo siente, ¿verdad?

– No le entiendo.

– Pues comprenderá -dijo el hombre, sonriendo. Sígame.

La precedió al balcón, de cara al mar, y chasqueó los dedos. Seis cerillas encendidas bajaron inmediatamente de las nubes y se alinearon en su mano.

– Escúcheme bien -dijo el hombre. Siempre se piensa de la misma manera. Siempre aprendemos el mundo de la misma manera banal. Es como si sólo tomasen fotografías con un gran angular. Eso da una visión de la realidad, pero no es la única. HAY… QUE… PENSAR… DE OTRA… MANERA…

Las cerillas giraron en el espacio un momento y luego se reunieron en el suelo. Se arrastraban, como si estuviesen vivas, para formar…

Al día siguiente, con fiebre, Lucie compraba un soplete. Consiguió por fin acabar con la cerradura. Cuando se disponía a franquear el umbral de la bodega, Nicolás, aún medio dormido, apareció en la cocina.

– ¡Mamá! ¡A dónde vas?

– Voy a buscar a tu padre. Se toma por una nube capaz de cruzar las montañas. Voy a ver si no está exagerando un poco. Ya te contaré…

– No, mamá, no te vayas, no te vayas… Me quedaré solo.

– No te preocupes, Nicolás, volveré a subir, no tardaré mucho. Espérame…

Iluminó la abertura de la bodega. El lugar estaba en tinieblas, tan oscuro…

Iluminó la abertura de la bodega. El lugar estaba en tinieblas, tan oscuro…

¿Quién hay ahí?

Las dos antenas avanzan, desvelando una cabeza, luego un tórax y un abdomen. Es la pequeña coja con olor a roca.

Quieren echársele encima, pero tras ella se perfilan las mandíbulas de un centenar de soldados armadas para la batalla. Todas huelen a roca.

¡Huyamos por el pasadizo secreto! dice la hembra 56.

Aparta el cierre y descubre el subterráneo, Luego, batiendo las alas, se eleva hasta rozar el techo, desde donde dispara ácido contra los primeros intrusos. Sus dos compañeros huyen, mientras un mensaje brutal espolea a la tropa de guerreras.