Cuando era sólo una larva, 56 había oído hablar a la madre de este insecto:
No hay sensación que pueda igualarse a la que acompaña la absorción del néctar de la lomechuse una vez se ha probado. Fruto de todos los deseos físicos, su secreción anula las voluntades más decididas.
Tomar esta sustancia suspende el dolor, el miedo la inteligencia. Las hormigas que tienen la suerte de sobrevivir a su proveedora de veneno abandonan irresistiblemente la Ciudad en busca de nuevas dosis. Ya ni comen ni descansan, y caminan hasta el agotamiento. Luego, si no encuentran una lomechuse se quedan inmóviles en una brizna de hierba y se abandonan a la muerte, recorridas por las mil mordeduras de la carencia.
En su infancia, 56 preguntó un día por qué se toleraba la entrada de esa calamidad pública en la Ciudad, cuando las termitas y las abejas la masacraban sin ningún miramiento. Entonces, la Madre le respondió que hay dos formas de hacer frente a un problema: o bien se le impide que se acerque, o bien se deja uno atravesar por él. La segunda no es forzosamente la peor manera. Las secreciones de la lomechuse, bien dosificadas o mezcladas con otras sustancias, se convierten en excelentes medicinas.
El macho es el primero que se adelanta hacia el insecto. Subyugado por la belleza de los aromas que emana la lomechuse, le lame los pelos del abdomen. Éstos supuran jugos alucinógenos. Un hecho turbador: el abdomen de la envenenadora, con sus dos largos pelos, tiene exactamente la misma configuración que una cabeza de hormiga con sus dos antenas.
La hembra 56 se lanza también hacia el insecto, pero no tiene tiempo de empezar a gozar. Un chorro de ácido silba. 103.683 ha desenvainado y disparado. La lomechuse quemada se retuerce de dolor.
La soldado comenta sobriamente su intervención.
No es normal encontrar a este insecto a esta profundidad. Las lomechuses no saben hacer agujeros en el suelo. Alguien la ha traído por propia voluntad para impedirnos ir más lejos. Por aquí hay algo que descubrir.
Los otros dos, avergonzados, no pueden menos que admirar la lucidez de su compañera. Los tres buscan durante mucho tiempo. Apartan los granos de arena, husmean por los más pequeños rincones de la estancia. Hay pocos indicios. Sin embargo, acaban reconociendo un olor conocido. El ligero olor a roca de los asesinos. Es apenas perceptible, sólo dos o tres moléculas, pero con eso basta. Y procede de ahí. Justo bajo esa roca pequeña. La mueven y descubren un pasadizo secreto. Otro más.
Aunque éste tiene una característica importante: no está excavado ni en la tierra ni en la madera. Está decididamente excavado en la roca granítica. Ninguna mandíbula ha podido hincarse en ese material.
El corredor es bastante amplio, pero los tres bajan con prudencia por él. Tras un corto trayecto, llegan a una amplia sala llena de alimentos. Harinas, miel, grano, carnes diversas… Hay cantidades sorprendentes de todo ello, como para alimentar a la Ciudad entera durante cinco hibernaciones. Y de todo ello se desprende el mismo olor a roca de las guerreras que les persiguen.
¿Cómo es posible que se haya dispuesto aquí una despensa tan bien provista? Y con una lomechuse para bloquear el acceso, nada menos. Tal información nunca ha circulado entre las antenas del Nido.
Los tres comen copiosamente y luego unen sus antenas para tener un conciliábulo. La cuestión resulta cada vez más tenebrosa. El arma secreta que acaba con la expedición número uno, las guerreras con un olor especial que les atacan en todas partes, la lomechuse, un escondite lleno de alimentos debajo de la Ciudad… Lo cosa va más allá de la hipótesis de un grupo de espías mercenarias al servicio de las enanas. O es que están extraordinariamente bien organizadas.
327 y sus compañeras no tienen ocasión de profundizar en su reflexión. Unas vibraciones sordas repercuten en la profundidad. Allí arriba, las obreras tamborilean con el extremo del abdomen sobre el suelo. Es algo grave. Es la segunda fase de la alerta. No pueden ignorar esa llamada. Las patas dan automáticamente media vuelta. Sus cuerpos, movidos por una fuerza irreprimible, están ya en camino para unirse al resto del Nido.
La hormiga coja, que les seguía a buena distancia, se siente aliviada. ¡Menos mal! No han descubierto nada…
Por fin, como ni su padre ni su madre volvían a subir de la bodega, Nicolás decidió avisar a la Policía. Y fue un niño hambriento y con los ojos enrojecidos el que apareció en la comisaría explicando que sus padres «habían desaparecido en la bodega», y que posiblemente habían sido devorados por las ratas o por las hormigas. Dos policías atónitos le acompañaron hasta el sótano del número 3 de la calle de los Sybarites.
INTELIGENCIA (continuación) Vuelta al experimento, pero esta vez con una cámara de vídeo.
Sujeto: una hormiga de la misma especie y del mismo nido.
– Primer día: tira de la hierbecita, la empuja y la muerde sin ningún resultado.
– Segundo día: lo mismo.
– Tercer día: ¡ya está! Ha encontrado algo; tira un poco, introduce el abdomen en el agujero, lo hincha, luego baja la presa y vuelve a empezar. Así, con pequeños empujones, saca lentamente la hierbecita.
Así que era eso…
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
La alerta la ha provocado un acontecimiento extraordinario. La-chola-kan, la ciudad hija situada más al oeste, ha sido atacada por legiones de hormigas enanas.
Así que se han decidido…
Y ahora la guerra es inevitable.
Los supervivientes, que han conseguido superar el bloqueo impuesto por las shigaepuyanas, cuentan cosas increíbles. Según ellos, lo que ocurrió fue lo siguiente:
A 17° de temperatura, una larga rama de acacia se acercó a la entrada principal de La-chola-kan. Una rama anormalmente móvil. Se hundió de golpe y destrozó el orificio… girando.
Las centinelas salieron entonces para atacar a ese objeto perforante no identificado, pero todas murieron. Entonces, todo el mundo se quedó sin hacer nada esperando a que la rama acabase con el destrozo. Pero no acababa nunca.
La rama hizo saltar la cúpula como si fuese un botón de rosa y hurgó en los corredores. Las artilleras ametrallaron la rama con fuego graneado, pero el ácido era impotente con ese vegetal destructor.
Los lacholakanianos ya no podían más de terror. Pero la cosa acabó. Hubo una pausa de 2°, y a continuación las legiones enanas llegaron a paso de carga.
La ciudad hija desventrada apenas pudo resistir el primer ataque. Las pérdidas se cuentan por decenas de millares. Los que sobrevivieron se refugiaron por fin en su tocón de pino y están consiguiendo resistir al sitio. Sin embargo, no podrán sobrevivir mucho tiempo, ya no tienen reservas de alimentos y se baten ya incluso en las arterias de madera de la Ciudad prohibida.
Ya que la La-chola-kan forma parte de la Federación, Bel-o-kan y todas las ciudades hijas vecinas deben socorrerla. El zafarrancho de combate se decreta incluso antes de que las antenas hayan recibido el final de las primeras narraciones del drama. ¿Quién piensa ya en el descanso y en la reconstrucción? La primera guerra de la primavera acaba de empezar.
Mientras el macho 327, la hembra 56 y la soldado 103.683 suben lo más de prisa que pueden de nivel en nivel, a su alrededor todo se mueve.
Las nodrizas bajan los huevos, las larvas y las ninfas al nivel -43. Las ordeñadoras de los pulgones esconden su ganado en el último nivel de la Ciudad. Las agriculturas preparan alimentos picados para que puedan servir como raciones de combate. En las salas de las castas militares, las artilleras colman sus abdómenes con ácido fórmico. Las cortadoras aguzan sus mandíbulas. Las mercenarias se agrupan en legiones compactas. Las hormigas sexuadas se atrincheran en sus estancias.