Bajaban con prudencia. El inspector, que actuaba como los ojos del grupo, alumbraba cada rincón antes de dar un paso. Era más lento, pero también era más seguro.
El haz de la linterna barrió una inscripción grabada en la bóveda, a la altura de los ojos.
Examínate a ti mismo.
Si no te has purificado asiduamente,
Las bodas químicas te causarán daño.
Desgracia para el que se entretenga ahí abajo.
Que se abstenga el que sea demasiado ligero.
– ¿Han visto eso? -preguntó un bombero.
– Es una antigua inscripción, eso es todo -dijo tranquilizador el inspector Galin.
– Parece algo propio de brujos.
– En cualquier caso es algo muy, muy profundo.
– ¿El sentido de la frase?
– No, la escalera. Parece que hay kilómetros de escalones ahí abajo.
Siguieron descendiendo. Debían de encontrarse ya unos ciento cincuenta metros por debajo del nivel de la ciudad. Y la escalera seguía bajando siempre dando vueltas. Como una hélice de ADN. Casi les daba vértigo. Abajo, cada vez más abajo.
– Podemos seguir así indefinidamente -protestó un bombero. No estamos preparados para hacer espeleología.
– Yo creí que sólo había que sacar a alguien de una bodega -dijo otro, que llevaba la camilla hinchable. Mi mujer me esperaba a cenar a las ocho. Debe estar encantada, ya son las diez.
Galin se hizo cargo de la situación.
– Oídme, muchachos. Ahora estamos más cerca del fondo que de la superficie, de manera que hagamos un pequeño esfuerzo más. No vamos a renunciar a medio camino.
Pero no habían hecho ni la décima parte del camino.
Al cabo de muchas horas de CA a una temperatura de alrededor de 15°, un grupo de hormigas mercenarias amarillas tiene una idea, que en seguida reconocen como la mejor todos los demás centros nerviosos.
Resulta que Bel-o-kan tiene muchos soldados mercenarios de una especie un tanto especiaclass="underline" las «rompedoras de grano» Tienen como característica estar provistas de una voluminosa cabeza y grandes mandíbulas cortantes que les permiten romper granos incluso muy duros. No son muy eficaces en el combate, ya que sus patas son demasiado cortas bajo el cuerpo demasiado pesado.
Entonces, ¿por qué arrastrarse penosamente hasta el lugar del enfrentamiento para causar sólo ligeros destrozos? Las rojas habían acabado destinándolas a tareas hogareñas, como, por ejemplo, cortar tallos grandes.
Según las hormigas amarillas, existe sin embargo un medio para convertir a esas grandes zopencas en rayos de la guerra. Basta con hacer que las lleven seis pequeñas y ágiles obreras.
Así, las rompegranos, guiando mediante olores a sus «patas vivientes», pueden lanzarse a gran velocidad contra sus adversarias y cortarlas en trozos con sus grandes mandíbulas.
Algunos soldados saturadas de azúcar hacen pruebas en el solario.
Seis hormigas levantan a una rompegranos y corren tratando de sincronizar sus pasos. Parece funcionar muy bien.
La ciudad de Bel-o-kan acaba de inventar el tanque.
Nunca más se les volvió a ver.
Al día siguiente, aparecieron los titulares en la Prensa: «Fontainebleau.- Ocho bomberos y un inspector de Policía desaparecen misteriosamente en una bodega»
Con el alba violácea, las hormigas enanas rodean la Ciudad prohibida de La-chola-kan dispuestas para librar batalla. Las rojas, aisladas en su tocón, están hambrientas y agotadas. No deberían resistir mucho tiempo.
Los combates se reanudan. Las enanas conquistan dos barrios suplementarios después de un prolongado duelo de artillería con ácido. La madera corroída por los disparos vomita los cadáveres de los soldados sitiados.
Las últimas supervivientes rojas ya no pueden más. Las enanas se internan en la Ciudad. Los francotiradores ocultos en las anfractuosidades de los techos apenas contienen su marcha.
La cámara nupcial no debe de estar muy lejos. En su interior, la reina Lacho-la-kiuni empieza a ralentizar los latidos de su corazón. Todo está perdido.
Pero las tropas enanas más adelantadas perciben de pronto un olor de alerta. Fuera está ocurriendo algo. Las enanas vuelven sobre sus pasos.
Allá arriba, en la colina de las Amapolas que domina la Ciudad, se ve un millar de puntos negros entre las flores rojas.
Finalmente, los belokanianos han decidido atacar. Peor para ellos. Las enanas envían moscas mensajeras mercenarias para advertir a la ciudad central.
Todas las moscas llevan la misma feromona:
Nos atacan. Enviad refuerzos por el este para cogerlos entre dos fuegos. Preparad el arma secreta.
El calor del primer rayo de sol que se filtra a través de una nube ha precipitado la decisión de pasar al ataque. Son las 8.03 h. Las legiones belokanianas bajan en tromba la pendiente, rodeando las hierbas y saltando por encima de las piedras. Son millones de soldados y corren con las mandíbulas dispuestas. Resulta bastante impresionante.
Pero las enanas no tienen miedo. Habían previsto esa decisión táctica. La víspera habían estado cavando agujeros en el suelo. Se introducen en ellos, dejando asomar sólo las mandíbulas. Así, sus cuerpos quedan protegidos por la tierra.
Esa línea de enanas rompe de inmediato el asalto de las rojas. Las federadas pelean sin resultado contra esas adversarias que sólo les presentan puntos de resistencia. No hay manera de cortarles las patas o de arrancarles el abdomen.
Es entonces cuando el grueso de la infantería de Shi-gae-pu, acantonada en las proximidades bajo la protección de un círculo de setas de Satán, lanza una contraofensiva que atrapa a las rojas entre dos fuegos.
Si las belokanianas son millones, las shigaepuyanas se cuentan por decenas de millones. Hay por lo menos cinco soldados de las enanas por cada roja, sin mencionar las guerreras que hay en los agujeros individuales, que atacan con sus mandíbulas todo lo que pasa por su lado.
El combate se vuelve rápidamente en contra de los menos numerosos. Sepultadas por las enanas que aparecen por todas partes, las líneas federadas se dislocan.
A las 9.36 h, se baten en franca retirada. Las enanas exhalan ya los olores de la victoria. Su estratagema ha funcionado a la perfección. Ni siquiera han tenido que utilizar el arma secreta. Persiguen al ejército fugitivo, y consideran el sitio de La-chola-kan como cuestión ya sentenciada.
Pero con sus cortas patas, las enanas dan diez pasos donde una roja da un solo salto. Se agotan al subir a la colina de las Amapolas. Y eso es lo que habían previsto los estrategas de la Federación. Porque esa primera carga sólo servía para eso: para hacer que las tropas enanas saliesen de su escondrijo y se enfrentasen con ellas en la pendiente.
Las rojas llegan a la cima, las legiones enanas siguen persiguiéndolas en un desorden total. Y de repente, allá arriba se ve cómo se yergue un bosque de espinas. Son las pinzas gigantes de las rompegranos. Las blanden, las hacen centellear al sol, luego las bajan disponiéndolas paralelamente al sucio y caen sobre las enanas. Rompegranos, rompeenanas.
La sorpresa es total. Las shigaepuyanas, atónitas, con las antenas rígidas de pavor, caen segadas como la hierba. Las rompegranos cruzan las líneas enemigas a gran velocidad, a favor del desnivel. Bajo cada una de ellas, seis obreras se esfuerzan al máximo. Son las orugas de esas máquinas de guerra. Gracias a una perfecta comunicación antenar entre la torreta y las ruedas, el animal de treinta y seis patas y dos mandíbulas gigantes se mueve con facilidad entre la masa de sus adversarios.
Las enanas sólo pueden entrever esos mastodontes que se les vienen encima a centenares, que las destrozan, las aplastan, las machacan. Las mandíbulas hipertróficas se hunden en el amasijo, se mueven y vuelven a subir, cargadas de patas y cabezas ensangrentadas que rompen como si fuesen paja.