– Quizás era demasiado sensible…
– ¿Sensible? ¡Seguro! Un año después intentó apuñalar a uno de sus profesores con unas tijeras. Apuntó al corazón. Por suerte, sólo le estropeó la pitillera.
La abuela alzó los ojos al techo. Recuerdos dispersos caían en su memoria como copos de nieve.
– Luego la cosa se arregló un poco porque hubo algunos profesores que llegaron a apasionarle. Tenía sobresalientes en todas las materias que le interesaban, y en las demás cero. La cosa era siempre o cero o sobresaliente.
– Mamá decía que era genial.
– A tu madre le fascinaba porque él le había dicho que trataba de conseguir el «saber absoluto» Tu madre, que creía desde los diez años en las vidas anteriores, creía que era una reencarnación de Einstein o de Leonardo.
– ¿Además de ardilla?
– ¿Por qué no? «Hacen falta vidas para conformar un alma…» dijo Buda.
– ¿Pasó pruebas de CI?
– Sí, y quedó muy mal. Puntuó veintitrés sobre ciento ochenta, lo que corresponde a subnormal leve. Los profesores creían que estaba loco y que había que meterle en un centro especializado. Sin embargo, yo sabía que no estaba loco. Sólo era un poco raro. Recuerdo que una vez cuando debía tener unos once años, me desafió a hacer cuatro triángulos equiláteros sólo con seis cerillas. No es fácil. Prueba y ya lo verás.
La abuela fue a la cocina, echó un vistazo a la cacerola y volvió con seis cerillas. Jonathan dudó un momento. Parecía posible. Dispuso de diferentes maneras los seis palitos, pero después de intentarlo un buen rato tuvo que renunciar.
– ¿Cuál es la solución?
La abuela Augusta se concentró.
– Bueno, en realidad creo que no me lo dijo nunca. Todo lo que recuerdo es la frase que me dijo para ayudarme a dar con la solución: «Hay que pensar de forma diferente, si se piensa como de costumbre no se consigue nada» ¡Imagínate, un chiquillo de once años diciendo cosas semejantes! Ah, creo que oigo el pito de la olla. Ya debe de estar caliente el agua.
Volvió con dos tazas llenas con un líquido amarillento y aromático.
– ¿Sabes? Me gusta que te intereses por tu tío. En estos tiempos la gente se muere y olvidamos incluso que nació.
Jonathan dejó las cerillas y bebió delicadamente unos sorbos de la tisana.
– ¿Qué pasó después?
– Ya no sé nada más. En cuanto empezó sus estudios universitarios ya no tuvimos más noticias suyas. Por tu madre me enteré vagamente de que había acabado el doctorado con brillantez, que trabajó para una empresa de productos alimenticios, que la dejó para ir a África, y luego que volvió y estuvo viviendo en la calle de los Sybarites, donde nadie supo nada de él hasta que murió.
– ¿Cómo murió?
– ¿No lo sabes? Es una historia increíble. Todos los periódicos hablaron de ello. Figúrate que le mataron unas avispas.
– ¿Unas avispas? ¿Cómo fue eso?
– Paseaba solo por el bosque. Debió tropezar con un avispero por puro descuido. Y todas las avispas se lanzaron sobre él. Dijo el forense que nunca había visto tantas picaduras en una misma persona, que tenia clavados veinte mil aguijones. Murió con 0,3 gramos de veneno en cada litro de sangre. Algo nunca visto.
– ¿Está enterrado en alguna tumba?
– No. Había pedido que le enterrasen debajo de un pino en el bosque.
– ¿Tienes una foto suya?
– Mira allí, en esa pared, encima de la cómoda. A la derecha, Suzy, tu madre (¿la habías visto alguna vez tan joven?) Y a la izquierda, Edmond.
Tenía la frente despejada, un bigotito puntiagudo, orejas sin lóbulo como Kafka que subían por encima del nivel de las cejas. Sonreía con malicia. Un verdadero diablillo.
A su lado, Suzy estaba resplandeciente vestida de blanco. Se casó unos años después, pero siempre mantuvo como único apellido Wells. Como si no quisiese que su compañero dejase la huella de su nombre en la progenie.
Acercándose más, Jonathan vio que Edmond tenía dos dedos abiertos sobre la cabeza de su hermana.
– Era muy travieso, ¿verdad?
La abuela Augusta no respondió. Un velo de tristeza le había oscurecido la mirada al volver a ver la cara de su hija. Suzy había muerto seis años después. Un camión de quince toneladas conducido por un chófer borracho había enviado su coche a un barranco. La agonía había durado dos días. Suzy había preguntado por Edmond, pero Edmond no compareció. Estaba fuera otra vez.
– ¿Conoces a alguien más que pudiera hablarme de Edmond?
– Bueno… Había un amigo de infancia al que veía a menudo. Incluso fueron juntos a la universidad. Jason Bragel. Aún debo de tener su teléfono.
Augusta consultó rápidamente su ordenador y le dio a Jonathan la dirección de ese amigo. Miró a su nieto con afecto. Era el último superviviente de la familia de los Wells. Un buen chico.
– Anda, acaba eso, se te va a enfriar. También tengo unas magdalenas, si te apetece. Las hago yo misma con huevos de codorniz.
– No, gracias, tengo que marcharme. Pasa un día a visitarnos, ya hemos terminado de trasladar las cosas.
– De acuerdo; pero espera, no te vayas a ir sin la carta.
Registró afanosamente el armario y las cajas y por fin encontró un sobre blanco en el que había una anotación hecha con una escritura febriclass="underline" «Para Jonathan Wells» La solapa del sobre estaba protegida con muchas capas de cinta adhesiva para evitar cualquier apertura intempestiva. Jonathan lo abrió con cuidado. Una hojita de papel manoseada, como la de un cuaderno escolar, salió del interior. Leyó la única frase que había allí escrita:
«SOBRE TODO NO IR NUNCA LA BODEGA»
Las antenas de la hormiga tiemblan. Es como un automóvil que ha estado mucho tiempo bajo la nieve y al que se intenta volver a poner en marcha. El macho insiste muchas veces. Las unta con la saliva caliente.
Vida. Eso es, el motor vuelve a ponerse en marcha. Ya ha pasado una estación. Todo vuelve a empezar como si la hormiga nunca hubiese experimentado la «pequeña muerte La frota aún más para transmitirle calorías. Ahora está bien. Mientras él sigue con su tarea, la hormiga orienta las antenas en su dirección. Le roza. Quiere saber quién es.
Toca su primer segmento a partir del cráneo y lee su edad: ciento setenta y tres días. Por el segundo segmento, la obrera ciega averigua su casta: macho reproductor. Por el tercero, su especie y su ciudad: hormiga roja del bosque procedente de la ciudad madre de Bel-o-kan. Por el cuarto segmento, reconoce el número de puesta que le sirve de denominación: es el 327° macho puesto al principio del otoño.
La hormiga detiene aquí su descodificación olfativa. Los otros segmentos no son emisores. El quinto sirve para percibir las moléculas de las pistas. El sexto se utiliza para los diálogos sencillos. El séptimo permite mantener diálogos complejos de orden sexual. El octavo se destina a los diálogos con la Madre. Los tres últimos, finalmente, sirven como mazas.
Ya ha hecho el recorrido de los once segmentos de la segunda mitad de la antena. Pero no tiene nada que decirle al macho. Se separa de él y va a calentarse a su vez en el techo de la Ciudad.