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Entre los que han sobrevivido a la batalla, la 103.683 ha salido bien librada. Sólo ha perdido una pata. Una futesa, teniendo seis a su disposición. Es algo que apenas vale la pena mencionar. La hembra 56 y el macho 327, que como sexuados no han podido participar en la batalla, la llevan a un rincón. Contacto antenar.

¿No ha habido problemas por aquí?

No. Las guerreras con olor a rocas estaban todas ellas en el combate. Nos quedamos encerrados en la Ciudad prohibida, por si las enanas llegaban hasta aquí. ¿Y allí? ¿Has visto el arma secreta?

No.

¿Cómo que no? Se había hablado de una rama de acacia móvil…

La 103.683 explica que la única arma a la que se han enfrentado ha sido la terrible alternaría, aunque consiguieron atajarla.

No pudo ser eso lo que acabó con la primera expedición, dice el macho. La alternaría tarda mucho tiempo en matar. Además, está seguro de algo: ninguno de los cadáveres que él examinó mostraba la menor huella de esas esporas mortales. Pues entonces, ¿qué?

Desconcertados, deciden prolongar la CA. Verdaderamente les gustaría ver las cosas más claras. Y hay un nuevo intercambio de ideas y opiniones.

¿Por qué las enanas no han recurrido al arma que había destruido de forma tan radical a las veintiocho exploradoras? Y, sin embargo, lo intentaron todo para lograr la victoria. Si un arma semejante estaba entre sus patas, ¡bien se hubiesen servido de ella! ¿Y si no la tenían? Si aparecen siempre antes o después de que actúe el arma secreta, quizá sea por pura casualidad…

Esta hipótesis se adecuaría bastante bien a las características del ataque a La-chola-kan. Y en cuanto a la primera expedición, alguien ha podido muy bien dejar huellas de enanas para lanzar al Nido sobre una pista falsa. Y ¿quién podría tener interés en hacer algo así? Si las enanas no son las responsables de todos los reveses, ¿a quién culpar? ¡Pues a las otras! Al segundo enemigo implacable, el enemigo hereditario: ¡las termitas!

Esa sospecha no tiene nada de fantástico. Hace algún tiempo que unos soldados aislados de la gran termitera del Este cruzan el río y multiplican sus incursiones en las zonas de caza federadas. Sí, lo más seguro es que sean las termitas. Se las han arreglado para lanzar a enanas y rojas las una contra las otras. Y, así, se desembarazan de las dos. Y, una vez debilitadas sus enemigas, ya no tienen que hacer más que apoderarse de los hormigueros.

¿Y las guerreras con olor a rocas? Serán espías mercenarias al servicio de las termitas, eso es todo.

Cuanto más se concreta su común idea a fuerza de darle vueltas en los tres cerebros, más evidente les parece que son las termitas del Este las que poseen la misteriosa «arma secreta»

Pero los efluvios generalizados del Nido intervienen en sus pensamientos y les apartan de ellos. La Ciudad ha decidido aprovechar el momento de entreguerras y adelantar la celebración del Renacimiento, que tendrá lugar mañana.

¡Todas las castas a sus puestos! ¡Hembras y machos, a las salas de las calabazas para llenarse de azúcar! ¡Artilleras, recargad el abdomen en las salas de química orgánica!

Antes de dejar a sus compañeros, la soldado 103.683 emite una feromona:

¡Buena cópula! No os preocupéis, yo seguiré por mi cuenta con la investigación. Cuando estéis en el cielo, yo estaré camino de la gran tennitera del Este.

Apenas se han separado cuando las dos asesinas, la grande y la pequeña coja, hacen su aparición. Arañan las paredes y se hacen con las feromonas volátiles de su conversación.

Tras el trágico fracaso del inspector Galin y los bomberos, Nicolás había entrado en un orfelinato situado a unos cientos de metros tan sólo de la calle de los Sybarites.

Aparte de los simples huérfanos, se hacinaban allí los niños abandonados o maltratados por sus padres. Los seres humanos son, en efecto, una de las pocas especies capaces de abandonar o maltratar a su progenie. Los pequeños humanos pasaban allí unos años de prueba, educándoseles a fuerza de patadas en el trasero. Crecían, se endurecían. La mayoría de ellos entraban a continuación en el Ejército profesional.

El primer día, Nicolás permaneció postrado en el balcón mirando el bosque. Al día siguiente recuperó la saludable rutina de la televisión. El aparato estaba instalado en el refectorio, y los celadores, encantados de desembarazarse de los «mierdosos», les dejaban embrutecerse allí durante horas. Por la noche, Jean y Philippe, otros dos huérfanos, le preguntaron en el dormitorio:

– Y a ti, ¿qué te ha pasado?

– Nada.

– Vamos, cuéntanoslo. Aquí no se viene porque si a tu edad. Y antes que nada, ¿cuántos años tienes?

– Yo lo sé. Al parecer, a sus padres se los han comido las hormigas.

– ¿Quién os ha contado esa estupidez?

– Alguien; te lo diremos si nos cuentas lo que les ha pasado a tus padres.

– Que os zurzan.

Jean, el más corpulento, agarró a Nicolás por los hombros mientras Philippe le retorcía el brazo echándoselo atrás.

Nicolás se soltó con un empujón y golpeó a Jean en el cuello con el canto de la mano (había visto cómo lo hacían en la televisión, en una película china) El otro empezó a toser. Philippe volvió a la carga intentando estrangular a Nicolás, que le golpeó entonces en el estómago con el codo. Una vez desembarazado de su agresor, que estaba de rodillas y doblado en dos, Nicolás hizo otra vez frente a Jean, escupiéndole en la cara. Este se le vino encima y le mordió una pierna hasta hacerle sangre. Los tres jóvenes humanos rodaron debajo de las camas, golpeándose como gitanos. Nicolás quedó finalmente debajo.

– ¡Dinos lo que les ha pasado a tus padres o te haremos comer hormigas!

A Jean se le había ocurrido eso en el calor de la pelea. Y no se sentía nada descontento de la frase. Mientras mantenía al nuevo de espaldas en el suelo, Philippe corrió a buscar algunos himenópteros, que no escaseaban en aquel lugar, volvió y los agitó ante la cara de Nicolás.

– ¡Mira! ¡Fíjate en lo gordas que están!

(Como si las hormigas, cuyo cuerpo está rodeado por un rígido caparazón, pudiesen tener capas de grasa.)

Luego, le pellizcó la nariz para obligarle a abrir la boca, en la que arrojó con repugnancia tres jóvenes obreras que verdaderamente tenían otras cosas que hacer. Y Nicolás tuvo entonces la mayor sorpresa de su vida. Estaban deliciosas.

Los otros, sorprendidos al ver que no escupía el infame alimento, quisieron probarlo a su vez.

La sala de las garrafas de melado es una de las más recientes innovaciones de Bel-o-kan. La tecnología de las «garrafas» la tomaron de las hormigas del Sur, que después de los grandes calores no dejan de moverse hacia el Norte.

Es cosa bien sabida que con ocasión de una guerra victoriosa contra estas hormigas, la Federación descubrió su sala de calabazas. La guerra es la mejor fuente y el mejor vector de circulación de inventos en el mundo de las sociedades de insectos.

En un primer momento, las legionarias belokanianas quedaron horrorizadas al ver, ¿qué? Unas obreras condenadas a pasar toda su vida suspendidas del techo, cabeza abajo y con el abdomen tan hinchado que era dos veces más grueso que el de una reina. Las sudistas explicaron que esas hormigas «sacrificadas» eran garrafas vivientes, capaces de mantener frescas increíbles cantidades de néctar, rocío o melado.

En resumen, había bastado llevar al extremo la idea del «buche social» para desembocar en la de «hormiga cisterna» -y llevarla a la práctica. Las hormigas acudían a cosquillear el abdomen de esos refrigeradores vivientes y éstos entregaban entonces gota a gota, o incluso a chorro, sus preciosos jugos.