Las dos soldados, siempre tan flemáticas, no relajan la presa. En cuanto a La-chola-kan, todo el mundo se ha olvidado ya de eso; la victoria ha acabado con la curiosidad. Y, por otra parte, basta con olfatear por los corredores, no queda el más mínimo olor de toxinas. Todos están tranquilos en estas vísperas de la celebración del Renacimiento.
Pues entonces, ¿qué quieren de ella? ¿Por qué siguen teniéndola atrapada por la cabeza?
Durante la persecución por los niveles inferiores, la coja ha descubierto una tercera hormiga. Una soldado. ¿Cuál es su número de identificación?
¡Así que por eso no la han matado inmediatamente! Como respuesta, la hembra hinca profundamente los extremos de sus antenas en los ojos de la más corpulenta, y el hecho de que ésta sea ciega de nacimiento no le evita sentir un gran dolor. Y la coja, por su parte, atónita, relaja un tanto su presa. La hembra corre y vuela para ir más de prisa. Sus alas levantan una nube de polvo que ciega a sus perseguidoras. Se apresura para llegar a la cúpula.
Acaba de ver la muerte de cerca. Y ahora va a iniciar otra vida.
Extracto del discurso contra los juguetes-hormiguero pronunciado por Edmond Wells ante la Comisión investigadora de la Asamblea Nacionaclass="underline"
«Vi ayer en las tiendas esos nuevos juguetes que se les ofrecen a los niños en la Navidad. Son unas cajas de plástico transparente y llenas de tierra con seiscientas hormigas en su interior y una reina fecunda garantizada.
»Se las ve trabajar, excavar, correr.
»Para un niño es algo fascinante. Es como si le regalasen una ciudad. Aparte de que sus habitantes son minúsculos. Son como centenares de muñequitos móviles y dotados de autonomía.
»Para no ocultar nada, he de decir que yo mismo tengo de mi propiedad dos hormigueros. Y eso sencillamente porque, en el marco de mi trabajo como biólogo, me he dedicado a estudiarlos. Los he instalado en acuarios cubiertos con cartón agujereado.
»Sin embargo, cada vez que me encuentro ante mis hormigueros, experimento una extraña sensación. Como si fuese omnipotente ante su mundo. Como si fuese su Dios…
»Si quiero privarlas de alimento, todas mis hormigas morirán; si se me ocurre crear lluvia, me basta verter con la regadera el contenido de un vaso de agua sobre la ciudad; si decido que suba la temperatura ambiente, sólo tengo que instalarlo sobre el radiador; si quiero raptar a una de ellas para examinarla al microscopio, sólo tengo que tomar las pinzas e introducirlas en el acuario; y si me da el capricho de matarlas, no encontraré resistencia ninguna por su parte. Ni siquiera comprenderán lo que les pasa.
«Señores, éste es un poder exorbitante que nos ha sido dado sobre estos seres, sólo porque son de morfología reducida.
»Yo no abuso de eso. Aunque imagino a un niño… y él también puede hacer cualquier cosa con ellas.
»A veces se me ocurre una idea tonta. Al ver esas ciudades de arena, me pregunto: ¿y si fuese nuestra propia ciudad? ¿Y si nosotros también estuviésemos instalados en un acuario-prisión, vigilados por otra especie de gigantes?
»¿Y si Adán y Eva hubiesen sido dos cobayas experimentales depositados en un decorado artificial, para que se les pudiese ver?
»¿Y si el destierro del paraíso del que habla la Biblia no hubiese sido más que un cambio de acuario-prisión?
»¿Y si el diluvio, después de todo, no hubiese sido más que un vaso de agua vertido por un Dios negligente o curioso?
»Me dirán ustedes que eso es imposible. Vaya usted a saber… La única diferencia pudiera ser que mis hormigas están encerradas entre paredes de cristal, y nosotros por una fuerza física: la atracción de la Tierra.
»En todo caso, mis hormigas consiguen perforar el cartón, y muchas de ellas ya se han escapado. Y asimismo nosotros hemos conseguido lanzar cohetes que escapan a la atracción gravitacional.
«Volvamos a las ciudades del acuario. Acabo de decirles que soy un dios magnánimo, misericordioso, e incluso un tanto supersticioso. Nunca hago sufrir a mis súbditos. No les hago lo que a mí no me gustaría que me hiciesen.
«Pero los millares de hormigas vendidas en Navidad transformarán a los niños en otros tantos diosecitos. ¿Serán tan magnánimos y misericordiosos ellos como yo?
»Lo más seguro es que la mayoría comprenda que son responsables de una ciudad y que eso les da unos derechos, pero también unos deberes divinos: alimentarlas, mantenerlas a una temperatura adecuada, y no matarlas por capricho.
»Sin embargo, los niños, y pienso especialmente en los que son muy pequeños y aún no son responsables, experimentan contrariedades: fracasos escolares, regaños de sus padres, peleas con los compañeros. En un acceso de cólera pueden muy bien olvidar sus deberes de "jóvenes dioses" y no me atrevo a imaginar entonces la suerte que correrán sus administradas.
»No les pido que voten esta ley que prohíbe los hormigueros-juguete en nombre de la piedad hacia las hormigas o de sus derechos como animales. Los animales no tienen ningún derecho: los hacemos nacer para sacrificarlos en aras de nuestro consumo. Les pido que la voten teniendo en cuenta que quizá nosotros mismos somos estudiados y vivimos prisioneros de una estructura gigante. ¿Quisieran ustedes que la Tierra se le regalase un día como regalo de Navidad a un joven dios irresponsable?»
El sol está en el cénit.
Los retrasados, machos y hembras, se apresuran por las arterias que afloran a la piel de la Ciudad. Unas obreras les empujan, les lamen, les dan ánimos.
La hembra 56 se sumerge a tiempo en esa multitud festiva en la que se confunden todos los olores pasaporte. Aquí nadie llegará a identificar sus efluvios. Dejándose llevar por la oleada de sus hermanas, sube cada vez más arriba, recorriendo sectores desconocidos hasta ese momento.
De repente, tras el ángulo de un corredor, encuentra algo que aún no había visto nunca. La luz del día. Al principio no es más que un halo en las paredes, pero pronto se convierte en una claridad cegadora. Ahí está por fin esa fuerza misteriosa que le habían descrito las nodrizas. La cálida, suave, hermosa luz. La promesa de un nuevo mundo fabuloso. A fuerza de absorber fotones en sus globos oculares, se siente ebria. Como si hubiese abusado del melado fermentado del nivel treinta y dos.
La princesa 56 sigue avanzando. El suelo está salpicado de manchas de un blanco intenso. Chapotea en los cálidos fotones. Para alguien que ha pasado su infancia bajo tierra el contraste resulta violento.
Otro giro. Una pincelada de pura luz la golpea, crece hasta ser un círculo deslumbrante y luego un velo de plata. El bombardeo de luz la obliga a retroceder. Siente que los granos luminosos le entran en los ojos, le queman los nervios ópticos, le arañan los tres cerebros. Tres cerebros… antigua herencia de los ancestros gusanos que tenían un ganglio nervioso en cada anillo y un sistema nervioso para cada parte del cuerpo.
Sigue adelante contra el viento de fotones. A lo lejos ve las siluetas de sus hermanas que se dejan abrazar por el astro solar. Son como fantasmas.
Sigue avanzando. Su quitina se vuelve tibia. Esa luz que han tratado mil veces de describirle está más allá de cualquier lenguaje, hay que vivirla. Dedica un pensamiento a todas las obreras de la subcasta de las «porteras» que permanecen toda su vida encerradas en la Ciudad y nunca sabrán lo que es el exterior y su sol.
Entra en el muro luminoso y se siente proyectada al otro lado, fuera de la Ciudad. Sus ojos facetados se van habituando poco a poco, aunque la hembra experimenta los pinchazos del aire salvaje. Un aire frío, movedizo y perfumado, todo lo contrario de la atmósfera controlada del mundo en el que ha estado viviendo.
Sus antenas se agitan. Le cuesta orientarlas a su voluntad. Una corriente de aire más rápida se las pega a la cara. Sus alas restallan.