Los pequeños crustáceos huyen ante el monstruo. Éste se sumerge y luego sube dirigiéndose a la reina, que se encoge en su hoja, aterrorizada.
Con toda la energía de sus aletas, la trucha se lanza adelante hendiendo la superficie. Mientras una gran onda agita la hormiga, la trucha va como suspendida en el aire. Abre una boca armada con finos dientes y se zampa un moscardón que revoloteaba por allí. Luego se retuerce con un latigazo de la cola y vuelve a su universo cristalino… desencadenando una gran ola que hunde a la hormiga.
Y ya unas ranas saltan al agua para disputare a esa reina y su caviar. Ésta consigue volver a la superficie, pero un remolino la aspira de nuevo hacia las inhospitalarias profundidades. Las ranas la siguen. El frío la inmoviliza. Pierde el conocimiento.
Nicolás estaba viendo la televisión en el refectorio, con sus dos nuevos amigos Jean y Philippe. A su alrededor, otros huérfanos de rostro sonrosado se acunaban con la ininterrumpida sucesión de imágenes.
El guión de la película penetraba por sus ojos y sus oídos hasta las memorias de sus cerebros a una velocidad de 500 kilómetros por hora. Un cerebro humano puede almacenar hasta sesenta mil millones de informaciones. Para cuando la memoria está saturada, se lleva a cabo una limpieza automática y las informaciones que se consideran menos interesantes se olvidan. No quedan entonces más que los recuerdos traumáticos y la pena por las alegrías pasadas.
Inmediatamente después de la narración, ese día había un debate sobre los insectos. La mayoría de los jóvenes humanos se dispersaron; la ciencia hablada no era para ellos muy excitante.
– Profesor Leduc, se le considera a usted, junto con el profesor Rosenfeld, el más importante especialista europeo en hormigas. ¿Qué le llevó a estudiar a las hormigas?
– Un día, al abrir el armario de la cocina, tropecé con una colonia de esos insectos. Me quedé horas mirando cómo trabajaban. Eso fue para mí una lección de vida y de humildad. Así que traté de saber más sobre ellas… Y eso es todo.
(Ríe.)
– ¿Qué diferencia hay entre usted y ese otro científico eminente que es el profesor Rosenfeld?
– ¡Ah, si, el profesor Rosenfeld! ¿Aún no se ha retirado? (Ríe otra vez.) No, en serio, no somos del mismo parecer. ¿Sabe usted? Hay muchas maneras de «comprender» a esos insectos… Antes se creía que todas las especies sociales (termitas, abejas, hormigas) eran monárquicas. Era sencillo, pero era falso. Se ha visto que entre las hormigas la reina no tenía en realidad más facultad que la de poner huevos. Existe incluso una multitud de formas de gobierno hormiga: monarquía, oligarquía, triunvirato de guerreras, democracia, anarquía, etc. Incluso a veces, cuando los ciudadanos no están satisfechos de su gobierno, se rebelan y asistimos a «guerras civiles» en el mismo interior de las ciudades.
– ¡Fantástico!
– En mi opinión, y en la de la escuela llamada «alemana» a la que pertenezco, la organización del mundo de las hormigas se basa prioritariamente en una jerarquía de castas y en el dominio de individuos alfa más dotados que la media que dirigen grupos de obreras… Para Rosenfeld, que está vinculado a la escuela llamada «italiana», las hormigas son todas ellas visceralmente anarquistas, no hay individuos alfa, individuos más dotados que la media. Y sólo para resolver problemas prácticos aparecen a veces espontáneamente los líderes. Pero éstos son temporales.
– No lo entiendo muy bien.
– Digamos que la escuela italiana considera que no importa qué hormiga puede ser jefe, a partir del momento en que tiene una idea original que interese a las demás. Mientras que la escuela alemana es del parecer que siempre son ciertas hormigas con «carácter de jefe» las que asumen las misiones.
– ¿Tan diferentes son las dos escuelas?
– Ya ha ocurrido que con ocasión de los grandes congresos internacionales la cosa derivase en un pugilato, si es eso lo que usted quiere decir.
– Se trata de la misma antigua rivalidad entre el espíritu sajón y el latino, ¿no?
– No. Esta pugna es más bien comparable a la que enfrenta a los defensores de lo «innato» y los de lo «adquirido» ¿Se nace idiota o se convierte uno en idiota? Ésta es una de las preguntas a las que tratamos de dar respuesta estudiando las sociedades de las hormigas.
– Las hormigas nos brindan la magnífica oportunidad de permitirnos ver cómo funciona una sociedad. Una sociedad compuesta por muchos millones de individuos. Es como observar un mundo. Que yo sepa, no existen ciudades de muchos millones de conejos ni de ratas…
Un codazo.
– ¿Tú lo entiendes, Nicolás?
Pero Nicolás no escuchaba. Esa cara, esos ojos ambarinos, los había visto antes. ¿Dónde fue? ¿Cuándo? Buscó en su memoria. Exacto. Ahora se acordaba. Era el hombre de las encuadernaciones. Había pretendido llamarse Gougne, pero no era otro que el mismísimo Leduc de la televisión.
Su descubrimiento hundió a Nicolás en un abismo de reflexiones. Si el profesor le había mentido, lo había hecho para tratar de apropiarse de la enciclopedia. Su contenido debía ser precioso para el estudio de las hormigas. Y debía de estar allí abajo. Forzosamente tenía que estar en la bodega. Y eso era lo que todos anhelaban: papá, mamá y ese Leduc.
Había que ir a buscar la maldita enciclopedia, y así todo quedaría claro.
Se levantó.
– ¿A dónde vas?
No contestó.
– Creía que las hormigas te interesaban.
Anduvo hasta la puerta, y luego corrió a su habitación. No iba a necesitar muchas cosas. Sólo su chaqueta de cuero de siempre, su navaja y sus gruesos zapatos de suela de crepé.
Los celadores no le prestaron atención cuando cruzó el gran vestíbulo.
Y así se fue del orfanato.
Desde lejos, de Guayei-Tyoloy no se ve más que una especie de cráter redondeado, como una topera. El «puesto avanzado» es un minihormiguero, ocupado por un centenar de individuos. Sólo funciona desde abril a octubre y permanece vacío todo el otoño y todo el invierno.
Aquí, como entre las hormigas primitivas, no hay reina, ni obreras, ni soldados. Todo el mundo lo es todo a la vez.
Nadie se molesta ni en criticar el ritmo febril de las grandes ciudades. Se burlan de los embotellamientos, del hundimiento de los corredores, de los túneles secretos que convierten una ciudad en una manzana agusanada, de las obreras superespecializadas que ya no saben cazar, de las porteras ciegas emparedadas de por vida en sus agujeros…
La 103.683 inspecciona el puesto. Guayei-Tyoloy está compuesto por un granero y una amplia sala principal. Esta estancia tiene un agujero en el techo por el que se deslizan los rayos de sol que revelan decenas de trofeos de caza, cutículas vacías que cuelgan en las paredes. Las corrientes de aire silban entre ellos.
La 103.683 se acerca a esos cadáveres multicolores. Una autóctona se dirige a ella y le acaricia las antenas. Le señala esos seres soberbios muertos debido a toda clase de mañas mirmeceanas. Los animales están recubiertos de ácido fórmico, sustancia que permite también conservar los cadáveres.
Aquí y allá, alineados cuidadosamente, hay toda clase de mariposas y de insectos de tamaños, formas y colores diversos. Y, sin embargo, en la colección falta un animal muy conocido: la reina termita.
La 103.683 pregunta si tienen problemas con las vecinas termitas. La autóctona levanta las antenas para mostrar su sorpresa. Deja de mascullar entre sus mandíbulas y se produce un pesado silencio olfativo.
¿Termitas?
Sus antenas bajan. Ya no tiene nada más que emitir. Y además tiene trabajo, algo a medio acabar. Ya ha perdido bastante el tiempo. Adiós. Se vuelve, dispuesta a abandonarla. Pero la 103.683 insiste.