Y luego, tras los efluvios más diversos, la conversación va a parar a la caza del lagarto. Las guayeityolotianas cuentan que hace poco que se había visto a tres lagartos que aterrorizaban a los rebaños de pulgones de Zubi-zubi-kan. Éstos debieron de acabar con dos rebaños de millares de animales y con todas las pastoras que estaban con ellos.
Hubo un período en que cundió el pánico. Las pastoras ya no llevaban el ganado más que por los lugares protegidos practicados en la carne de las ramas. Pero gracias a la artillería ácida, habían logrado rechazar a los tres dragones. Dos se habían retirado lejos de allí. El tercero, herido, se había instalado sobre una piedra a cincuenta mil cabezas de distancia. Las legiones zubizubikanianas le habían cortado ya la cola. Había que aprovecharse rápidamente de ello y acabar con el animal antes de que recuperase sus fuerzas.
¿Es cierto que las colas de los lagartos vuelven a crecer? pregunta una exploradora. Le contestan afirmativamente.
Pero no es la misma cola la que vuelve a crecer. Como dice la Madre; nunca se vuelve a encontrar exactamente lo mismo que se ha perdido. La segunda cola no tiene vértebras, es mucho más blanda.
Una guayeityolotiana aporta otros informes. Los lagartos son muy sensibles a los cambios meteorológicos, más aún que las hormigas. Si han almacenado mucha energía solar, la rapidez de sus reacciones es fantástica. Por el contrario, cuando tienen frío, todos sus gestos se vuelven lentos. Para la ofensiva de mañana habrá que prever el ataque sobre la base de este fenómeno. Lo ideal sería cargar contra el saurio a partir del alba. La noche le habrá enfriado y estará aletargado.
¡Pero también nosotras estaremos frías! indica muy oportuna una belokaniana.
No, si utilizamos las técnicas de resistencia al frío de las enanas, replica una cazadora. Nos llenaremos de azúcares y alcohol para mantener la energía y untaremos nuestros caparazones con baba para evitar que las calorías escapen demasiado de prisa de nuestros cuerpos.
La 103.683 atiende a estas palabras con antena distraída. Por su parte, piensa en el misterio de la termitera, en las desapariciones inexplicadas que le mencionó la anciana guerrera.
La primera guayeityolotiana, la que le mostró los trofeos y se negó a hablar de las termitas, se dirige a ella.
¿Has estado hablando con la 4.000?
La 103.683 afirma.
Pues no tengas en cuenta lo que te ha dicho. Es como si hubieses estado hablando con un cadáver. Hace unos días la picó un icneumón…
¡Un icneumón! La 103.683 siente un estremecimiento de horror. El icneumón es una avispa provista de un largo aguijón que por las noches perfora los nidos de las hormigas hasta dar con un cuerpo caliente. Entonces, lo horada y pone en él sus huevos.
Se trata de una de las peores pesadillas de las larvas hormigas: una jeringa que aparece por el techo y que tantea en busca de carnes blandas para depositar en ellas a sus hijos.
Estos últimos crecen a continuación en el organismo que les acoge, antes de convertirse en voraces larvas que roen al animal vivo en su interior.
Esa misma noche, la 103.683 sueña con una terrible trompa que la persigue para inocularle sus carnívoros hijos.
La contraseña de entrada no había cambiado. Nicolás había guardado consigo las llaves y no tuvo que hacer más que romper los precintos que había puesto la Policía para entrar en el apartamento. Desde que desaparecieran los bomberos nadie había tocado nada. Incluso la puerta de la bodega había quedado abierta de par en par.
A falta de una linterna de bolsillo, se dedicó a la tarea de confeccionar una antorcha. Consiguió romper una pata de una mesa y ató a ella una densa corona de papeles arrugados a los que prendió fuego. La madera se inflamó sin problemas con una llama pequeña pero homogénea, hecha para mantenerse a pesar de las corrientes de aire.
Inmediatamente se hundió por la escalera de caracol, en una mano la antorcha y en la otra su navaja. Decidido, con las mandíbulas apretadas, se sentía como un héroe.
Bajó, y bajó… Y no acababa de bajar y dar vueltas. La cosa se prolongaba ya lo que a él le parecían horas, y tenia hambre, y frío, pero sentía en su interior la rabia de vencer.
Aceleró la marcha, lleno de ansiedad, y empezó a gritar bajo la vasta bóveda, en una alternancia de llamadas a sus padres y de vibrantes gritos de guerra. Su paso era ahora de una extraordinaria firmeza, y saltaba de escalón en escalón sin ningún control consciente.
De repente se encontró ante una puerta. La empujó. Dos tribus de ratas estaban luchando y salieron huyendo ante la entrada de aquel niño que aullaba y que aparecía rodeado de pavesas.
Las ratas más viejas estaban inquietas; hacía un tiempo que las visitas de los «grandes» se multiplicaban. ¿Qué podía eso significar? ¡Siempre que éste no prendiese fuego a los escondrijos de las hembras encinta!
Nicolás prosiguió el descenso, con tanta prisa que ni siguiera cayó en la cuenta de la presencia de las ratas… Y seguían y seguían los escalones, y seguían apareciendo las raras inscripciones que por supuesto no iba a leer en esta ocasión. Y, de repente, sonó un ruido (flap, flap), y sintió un contacto. Un murciélago se había agarrado a su cabello. Sintió terror. Trató de desembarazarse de él pero el animal parecía haberse soldado a su cráneo. Trató de ahuyentarlo con la antorcha, pero no consiguió más que chamuscarse unos mechones de pelo. Gritó y echó a correr otra vez. El murciélago seguía en su cabeza como un sombrero. Y no le dejó hasta después de haberle producido una ligera herida sangrante.
Nicolás ya no sentía el cansancio. Con la respiración acezante y el corazón y las sienes latiéndole de forma que parecían ir a romperse, chocó de repente con una pared. Cayó al suelo, se levantó en seguida, con la antorcha intacta. Movió la llama ante si.
Sí, era una pared. Mejor: Nicolás reconoció las placas de cemento y acero que su padre había trasladado. Y las juntas de cemento aún estaban frescas.
– ¡Papá, mamá, contestadme si estáis ahí!
Pero no, nada, sólo el eco. Sin embargo, tenía que seguir hasta el final. Hubiese jurado que esa pared debía pivotar sobre si misma… Eso era lo que ocurría en las películas, y además no había puerta.
¿Qué era lo que ocultaba esa pared? Nicolás encontró al fin esta inscripción:
¿Cómo formar cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?
Y justo debajo había un pequeño cuadrante con teclas. No tenía cifras sino letras. Veinticuatro letras que debían permitir componer la palabra o frase que respondía a la pregunta.
– Hay que pensar de manera diferente -dijo en voz alta.
Se quedó estupefacto, ya que la frase había acudido a él por sí misma. Estuvo pensando mucho rato, sin atreverse a tocar el cuadrante. Luego, se hizo en él un extraño silencio, un silencio enorme que le vació todo pensamiento, pero que, inexplicablemente, le guió para pulsar una sucesión de ocho letras.
El suave deslizarse de un mecanismo se dejó oír y… la pared se movió. Exaltado, dispuesto a todo, Nicolás siguió adelante. Pero, poco después, la pared volvió a su lugar. La corriente de aire que el movimiento provocó apagó el resto de antorcha que aún quedaba.
Encontrándose en la oscuridad más absoluta y con el ánimo decaído, Nicolás volvió sobre sus pasos. Pero a este lado de la pared no había botones en código. No tenía posibilidad ninguna de volver atrás. Se rompió las uñas en las planchas de cemento y acero. Su padre había hecho un buen trabajo; no en balde era cerrajero.