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Unas guerreras se dejan caer desde una rama sobre la cabeza del animal. Tratan de cegarle mordisqueando sus párpados y perforando sus fosas nasales. Pero este primer comando fracasa. El lagarto se limpia la cara con una pata irritada y se zampa a las rezagadas.

Acude ya una segunda oleada de asaltantes. Casi al alcance de la lengua, hacen un giro amplio y sorprendente… antes de lanzarse brutalmente contra el muñón de la cola. Como dice Madre: Cada adversario tiene su punto débil. Encuéntralo y haz frente tan sólo a esa debilidad.

Vuelven a abrir la cicatriz, quemándola con ácido y se hunden en el interior del saurio, invadiendo sus entrañas. El animal rueda de espaldas, pedalea con sus patas posteriores, se golpea el vientre con las patas delanteras. Mil úlceras lo corroen.

Y entonces es cuando otro grupo hace pie finalmente en sus fosas nasales, inmediatamente agrandadas y horadadas a fuerza de chorros ardientes.

Por encima, atacan sus ojos. Hacen estallar esas bolas blandas, pero las cavidades oculares no son más que callejones sin salida; el hueco del nervio óptico es demasiado estrecho para que puedan seguir por él y llegar hasta el cerebro. Entonces, se reúnen los equipos que ya han llegado más lejos por las fosas nasales.

El lagarto se retuerce, se mete una pata en la boca para intentar aplastar a las hormigas que le están perforando la garganta. Demasiado tarde.

En un lugar de los pulmones, la 4.000 se ha reunido con su joven colega la 103.683. Ahí dentro reina la oscuridad, y ninguna de las dos puede ver porque las asexuadas carecen de ocelos de infrarrojos. Unen los extremos de sus antenas.

Vamos. Aprovechemos que nuestras hermanas están ocupadas para ir hacia la termitera del Este. Las demás creerán que hemos muerto en el combate.

Salen por donde entraron, por el muñón caudal, que ahora sangra en abundancia.

Mañana el saurio será cortado en miles de tiras comestibles. Algunas se cubrirán con arena y se transportarán a Zu-bi-zubi-kan, otros llegarán incluso hasta Bel-o-kan, y una vez más se inventará toda una epopeya para describir esta cacería. La civilización hormiga necesita reconfortarse con su propia fuerza. Vencer a los lagartos es algo que la tranquiliza particularmente.

MESTIZAJE: Sería falso creer que los nidos son impermeables a las presencias extrañas. Es cierto que cada insecto lleva la bandera olorosa de su ciudad, pero no por eso es «xenófobo» en el sentido en que se entiende entre los humanos.

Por ejemplo, si se mezcla en un acuario lleno de tierra un centenar de hormigas Fórmica rufa con un centenar de hormigas Lazius niger -habiendo en cada especie una reina fértil, se puede ver que después de unas escaramuzas sin muertes y de prolongadas conversaciones antenares las dos especies empiezan a construir juntas el hormiguero.

Algunos corredores están adaptados al tamaño de las rojas, y otros al tamaño de las negras, pero se entrecruzan y se mezclan de manera que el hecho queda demostrado: no existe una especie dominante que trate de encerrar a la otra en un sector reservado, un ghetto en la ciudad.

EDMOND WELLS

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

El camino que lleva a los territorios del Este aún no está limpio. Las guerreras contra las termitas impiden cualquier proceso de pacificación de la zona.

La 4.000 y la 103.683 trotan por una pista en la que han tenido lugar muchas escaramuzas. Unas soberbias mariposas venenosas giran verticalmente sobre sus antenas, lo que no deja de intranquilizarlas.

Más lejos, la 103.683 siente algo que se agita bajo su pata derecha. Acaba por identificar a unos ácaros, unos seres minúsculos armados con pinchos y antenas, pelos y ganchos, que emigran en rebaños en busca de lugares polvorientos. La 103.683 se siente divertida con esta visión. ¡Y pensar que hay seres tan pequeños como los ácaros y otros tan grandes como las hormigas en el mismo planeta!

La 4.000 se detiene ante una flor. De repente se siente muy mal. En su viejo cuerpo, que las ha pasado muy duras este día, las jóvenes larvas icneumón han acabado por despertar. Sin duda han empezado a comer, lanzándose alegremente con tenedor y cuchillo sobre los órganos internos de la pobre hormiga.

La 103.683, para acudir en su auxilio, busca en el fondo de su buche social algunas moléculas de melado de lomechuse. Al final de la pelea en los subterráneos de Bel-o-kan había recogido una cantidad ínfima de esa sustancia, para utilizarla como analgésico. La había manipulado con mucha prudencia y no había quedado contaminada por el delicioso veneno.

Los dolores de la 4.000 se calman con la ingestión de este licor. Pero pide más. La 103.683 trata de nacerla entrar en razón, pero la 4.000 insiste, está dispuesta a pelear para vaciar las entrañas de su amiga de la preciosa droga. Y cuando va a saltar a golpearla, cae en una especie de cráter arenoso. ¡Una trampa de hormiga-león!

Este animal, o con más exactitud su larva, tiene una cabeza con forma de pala que le permite excavar esos cráteres. A continuación se entierra en ellos y ya no tiene más que hacer que esperar a las visitas.

Aunque un poco tarde ya, la 4.000 comprende lo que le está pasando. En principio, cualquier hormiga es lo suficientemente ligera como para salir con bien del mal trago. Sólo que, antes incluso de que haya empezado a ascender, dos grandes mandíbulas bordeadas de pinchos salen del fondo de la cavidad y la rocían con arena.

¡Socorro!

Olvida el dolor que le provocan sus huéspedes forzosos y la carencia derivada de su contacto con el melado de la lomechuse. Tiene miedo. No quiere morir así.

Se debate con todas sus fuerzas. Pero la trampa de la hormiga-león, como la telaraña, está pensada precisamente para funcionar a partir del pánico de sus víctimas. Cuanto más gesticula la 4.000 para salir del cráter, más se inclina la pendiente y más la arrastra hacia el fondo, desde donde la hormiga-león sigue rociándola con arena fina.

La 103.683 ha comprendido en seguida que inclinarse para tenderle una pata supone un grave riesgo de caer ella también. Se aleja en busca de una brizna lo bastante larga y sólida.

A la vieja hormiga el tiempo se le hace largo, exhala un grito oloroso y patalea a más y mejor en la arena casi líquida. Su caída se ve aún más acelerada. Sólo está a cinco cabezas de las tenazas. Vistas de cerca, son verdaderamente terroríficas. Cada mandíbula está bordeada por centenares de dientecillos acerados, que a su vez muestran largos pinchos curvos. Y, en cuanto al extremo, éste acaba en un punzón capaz de perforar sin gran dificultad cualquier caparazón mirmeceano.

La 103.683 reaparece por fin al borde de la depresión, desde donde le tiende a su compañera una vellorita. ¡Rápido! Ésta levanta las patas para aferrar el tallo. Pero la hormiga-león no está dispuesta a renunciar a su presa. Lanza arena, frenética, contra las dos hormigas. Éstas no ven ni oyen nada. La hormiga-león lanza ahora piedras que caen sobre la quitina con un ruido siniestro. La 4.000, medio enterrada, sigue deslizándose hacia abajo.

La 103.683 se apuntala, con el tallo apretado entre sus mandíbulas. Espera vanamente un tirón. Y justo en el momento en que ya va a renunciar, una pata aparece sobre la arena. ¡Salvada! La 4.000 salta por fin fuera del mortal agujero.

Abajo, las ávidas pinzas chasquean con rabia y decepción. La hormiga-león necesita proteínas para metamorfosearse en adulta. ¿Cuánto tiempo tendrá que esperar hasta que otra presa resbale hasta ella?

La 4.000 y la 103.683 se lavan y se entregan a numerosas trofalaxias. Pero esta vez el melado de lomechuse no se encuentra en el menú.

– Buenos días, Bilsheim.

Y le tiende una mano blanda.

– Sí, ya lo sé, le sorprende verme aquí. Pero ya que este asunto se prolonga y se hace cada vez más pesado, y el prefecto se interesa personalmente por un final feliz, y pronto será el ministro quien se interese, he decidido ocuparme de él yo misma… Vamos, no ponga usted esa cara; estoy bromeando. ¿Qué le ha pasado a su sentido del humor?