Mientras 103.683 se queda como idiotizada, aún bajo la impresión de la belleza del espectáculo, la 4.000 se lanza al asalto de uno de los caracoles. Quiere aprovechar la fatiga poscoital para desventrar al animal más grande. Pero es demasiado tarde, ya que se han introducido otra vez en sus conchas.
La vieja exploradora no renuncia por eso. Sabe que acabarán saliendo otra vez. Se mantiene un buen rato al acecho; y, finalmente, un ojo tímido y luego un cuerno completo se deslizan fuera de la concha. El gasterópodo sale a ver cómo está el mundo alrededor de su pequeña vida.
Cuando aparece el segundo cuerno, la 4.000 se abalanza y muerde el ojo con toda la fuerza de sus mandíbulas. Quiere seccionarlo, pero el molusco se contrae, llevándose a la vez a la exploradora al interior de su concha.
¿Cómo salvarla ahora?
La 103.683 piensa. Y una idea brota de uno de sus tres cerebros. Coge una piedra con las mandíbulas y empieza a golpear la concha con todas sus fuerzas. Ha inventado el martillo, sí, pero la concha del caracol no es de madera blanda. Los golpes sólo sirven para hacer música. Hay que buscar otra cosa.
Éste es un gran día, porque la hormiga descubre ahora la palanca. Coge una ramita sólida, un granito de arena le sirve de fulcro, y empuja a continuación con todo su cuerpo para darle la vuelta al pesado animal. Ha de volver a intentarlo muchas veces. Y, finalmente, la concha vacila adelante y atrás, y luego gira.
La 103.683 trepa por las circunvoluciones, se inclina sobre el pozo que forma la concha, y se deja caer al encuentro del molusco. Tras un prolongado deslizamiento, su caída queda amortiguada por una materia oscura y gelatinosa. Sintiendo el asco que le da verse rodeada por toda esa baba, empieza a desgarrar los blandos tejidos. No puede utilizar el ácido, porque podría fundirse a sí misma.
Nuevos líquidos se mezclan entonces con la baba. Es la sangre transparente del caracol. El animal enloquecido tiene un espasmo, que proyecta a las dos hormigas hiera de su concha.
Las dos, indemnes, se acarician prolongadamente las antenas.
El caracol agonizante quisiera huir, pero pierde sus vísceras en el camino. Las dos hormigas le alcanzan y acaban con él con facilidad. Horrorizados, los otros cuatro gasterópodos, que han sacado sus cuernos-ojos para seguir la escena, se retraen hasta lo más profundo de sus conchas y ya no se moverán en todo el día.
La 103.683 y la 4.000 se atiborran de caracol esa mañana.
Lo cortan en lonjas y lo comen en forma de tibio bistec chorreante de baba. Incluso encuentran la bolsa vaginal llena de huevos. ¡Caviar de caracol! Uno de los platos favoritos de las hormigas rojas, preciosa fuente de vitaminas, grasas, azúcares y proteínas…
Con el buche social lleno hasta los bordes, inundadas de energía solar, vuelven a caminar a buen paso hacia el sudeste.
ANÁLISIS DE LAS FEROMONAS (Experimento trigésimo cuarto): He conseguido identificar algunas de las moléculas de comunicación de las hormigas utilizando un espectrómetro de masas y un cromatágrafo. He podido así realizar un análisis químico de una comunicación entre un macho y una obrera, interceptada a las 10 de la noche. El macho ha encontrado un poco de miga de pan. Y he aquí lo que ha emitido:
– Metil-6.
– Metil-4 hexanona-3. (2 emisiones.)
– Cetona.
– Octanona-3.
Y luego otra vez:
– Cetona.
– Octanona-3. (2 emisiones.)
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
En el camino encuentran otros caracoles. Todos ellos se esconden como si se hubiesen pasado las contraseñas: «Estas hormigas son peligrosas» Sin embargo, hay uno que no se esconde. Incluso muestra todo su cuerpo.
Las dos hormigas se acercan, intrigadas. El animal ha quedado completamente aplastado por algo muy pesado. Su concha está destrozada. Su cuerpo ha estallado y ha quedado esparcido en una amplia superficie.
La 103.683 piensa de inmediato en el arma secreta de las termitas. Ya deben de estar cerca de la ciudad enemiga. Examina el cadáver desde más cerca. El golpe ha sido seco, tremendo. No resulta sorprendente que con semejante arma hayan conseguido aplastar el puesto avanzado de La-chola-kan…
La 103.683 está decidida. Hay que entrar en la ciudad termita y comprender su arma, o mejor robarla. ¡Si no toda la Federación podría ser pulverizada!
Pero de repente se levanta un fuerte viento. No les da tiempo a agarrarse al suelo con las patas. La tempestad las aspira hacia el cielo. La 103.683 y la 4.000 carecen de alas… Pero aún así no dejan de volar.
Unas horas después, cuando el equipo de superficie se encuentra ya bastante amodorrado, el comunicador crepita otra vez.
– ¡Señora Doumeng! ¡Señora Doumeng! Ya está. Hemos llegado abajo.
– ¿Sí? Y ¿qué ven?
– Es un callejón sin salida. Hay una pared de cemento y acero que ha sido construida en fecha muy reciente. Parece que la cosa acaba aquí… Y hay otra inscripción.
– ¡Léala!
– ¿Cómo se forman cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?
– ¿Eso es todo?
– No. Hay unos botones con letras, seguramente para componer la respuesta.
– ¿No hay ningún corredor a un lado u otro?
– Nada.
– ¿Tampoco ve usted los cadáveres de los otros?
– No. Nada… Bien… hay huellas de pasos. Como si un montón de zapatos hubiesen estado pisoteando el suelo justo delante de la pared.
– ¿Qué hacemos? -susurró un policía. ¿Volvemos arriba?
Bilsheim examinó el obstáculo con atención. Todos esos símbolos, todas esas planchas de acero y cemento, ocultaban algún mecanismo. Y en cuanto a los otros, ¿dónde irían a parar?
A su espalda, los policías se sentaban en los escalones. Él se concentró en los botones. Habría que manipular en un orden preciso todas esas letras. Jonathan Wells era cerrajero, y habría reproducido los sistemas de seguridad de las partes de los edificios. Había que encontrar el código.
Se volvió hacia sus hombres.
– ¿Tenéis cerillas, muchachos?
En el comunicador, la voz se impacientó.
– Comisario Bilsheim, ¿qué está usted haciendo?
– Si de verdad quiere ayudarnos, intente formar cuatro triángulos con seis cerillas. Y cuando encuentre la solución vuelva a llamarme.
– ¿Se está burlando de mí, Bilsheim?
La tempestad acabó por amainar. En pocos segundos, el viento amaina. Hojas, polvo, insectos quedan de nuevo sometidos a la ley de la gravedad y vuelven a caer según sus pesos respectivos.
La 103.683 y la 4.000 han vuelto al suelo a unas decenas de cabezas la una de la otra. Se reúnen, sin una sola herida, y examinan el lugar. Es una región pedregosa que no se parece en nada al paisaje que han dejado. Aquí no hay ni un árbol, sólo algunas hierbas silvestres dispersas a merced del viento. No saben dónde están…
Cuando mal que bien recuperan sus fuerzas para abandonar ese siniestro lugar, el cielo decide manifestar de nuevo su poder. Las nubes se apelmazan, se vuelven negras. Un estallido hiende los aires liberando toda la tensión eléctrica que había acumulado.
Todos los animales han comprendido este mensaje de la Naturaleza. Las ranas se lanzan al agua, las moscas se esconden debajo de las piedras, los pájaros vuelan bajo.
Empieza a caer la lluvia. Las dos hormigas han de encontrar cuanto antes dónde guarecerse. Cada gota que cae puede ser mortal. Se apresuran hacia una eminencia que se recorta a lo lejos, sea árbol o piedra.
Poco a poco, a través de las pesadas gotas y las brumas a ras del suelo, la forma se va dibujando con más nitidez. No es ni una roca ni un arbusto. Es una verdadera catedral de tierra, y las cimas de sus numerosas torres se pierden entre las nubes.