Siguen adelante. A su alrededor la mayoría de los animales siguen aún sumidos en el sueño invernal. Algunos madrugadores asoman aquí y allá la cabeza en sus madrigueras. En cuanto ven las armaduras rojas se esconden, atemorizados. Las hormigas no tienen una reputación especialmente buena como seres acogedores. Sobre todo cuando avanzan así, armadas hasta las antenas.
Los exploradores han llegado ya al límite de las tierras conocidas. Ahí ya no hay ninguna ciudad hija, ni el menor puesto avanzado en el horizonte, ni el menor sendero excavado por unas patas puntiagudas. Apenas unas mínimas huellas de una antigua pista perfumada indica que unos belokanianos han pasado ya por allí.
Dudan. La fronda que se levanta ante ellos no está inscrita en ninguna carta olfativa. Forma un techo sombrío en el que la luz no penetra. Esa masa vegetal sembrada de presencias animales parece querer engullirles.
¿Cómo decirles que no vayan?
Colgó la chaqueta y besó a su familia.
– ¿Ya habéis acabado de desembalarlo todo?
– Sí, papá.
– Muy bien. ¿Habéis visto la cocina? Hay una puerta al fondo.
– Precisamente quería hablarte de eso -dijo Lucie. Debe de ser una bodega. He intentado abrir, pero está cerrado con llave. Hay una gran rendija, y por lo poco que se puede ver hay mucho espacio detrás. Deberías hacer saltar la cerradura. Por lo menos que sirva de algo tener un marido cerrajero.
Lucie sonrió y fue a hacerse un ovillo entre sus brazos. Lucie y Jonathan llevaban trece años viviendo juntos. Se habían conocido en el Metro. Un día, un granuja lanzó una bomba de gas lacrimógeno el vagón, por pura y simple ociosidad. Inmediatamente, todos los pasajeros cayeron al suelo llorando y tosiendo hasta saltárseles los pulmones. Lucie y Jonatahan cayeron uno encima del otro. Cuando se recuperaron del ataque de tos y del lagrimeo, Jonathan le propuso acompañarla a su casa. Luego la invitó a una de sus comunidades utópicas, una colonia parisina, próxima a la estación del Norte. Tres meses después decidían casarse.
– No.
– ¿Cómo que no?
– No, no haremos saltar la cerradura y no utilizaremos esa bodega. No hablemos más de eso, no nos acerquemos, y sobre todo no pensemos siquiera en abrir.
– ¿Bromeas? Explícate.
Jonathan no había pensado en elaborar un razonamiento lógico acerca de la prohibición de entrar en la bodega. Involuntariamente había provocado lo contrario de lo que deseaba. Su mujer y su hijo estaban ahora intrigados, ¿qué podía hacer? ¿Explicarles que había un misterio en torno al tío benefactor y que éste había querido advertirles del peligro de entrar en la bodega?
Eso no era una explicación. En el mejor de los casos, era superstición. A los seres humanos les gusta la lógica, y Lucie y Nicolás nunca olvidarían el asunto.
Balbució:
– Fue el notario quien me advirtió.
– ¿Te advirtió de qué?
– La bodega está llena de ratas.
– ¡Ratas! Entonces, seguro que pasarán por la rendija -dijo el chico.
– No os preocupéis, vamos a cegar todos los agujeros.
Jonathan estaba bastante satisfecho de su salida. Qué suerte haber tenido esa idea de las ratas.
– Bien, entonces queda claro: nadie se acercará a la bodega, ¿de acuerdo?
Fue hacia el cuarto de baño. Lucie acudió inmediatamente a reunirse con él.
– ¿Has ido a ver a tu abuela?
– Exacto.
– ¿Y eso te ha llevado toda la mañana?
– Exacto otra vez.
– No puedes dedicar tu tiempo a no hacer nada. Recuerda lo que les decías a los otros en la granja de los Pirineos: «La ociosidad es la madre de todos los vicios» Has de encontrar otro trabajo. Nuestras reservas merman.
– Acabamos de heredar un apartamento de doscientos metros cuadrados en un barrio elegante junto al bosque, y tú me hablas de trabajo. ¿Es que no sabes apreciar el momento presente?
– Sí que sé, pero también sé pensar en el futuro. Yo no tengo nada, tú estás en paro, así ¿cómo vamos a vivir dentro de un año?
– Aún tenemos reservas.
– No seas idiota, tenemos algo para ir tirando unos meses, y luego…
Lucie puso sus pequeños puños en las caderas y sacó pecho.
– Óyeme, Jonathan; has perdido tu trabajo porque no querías ir a los barrios peligrosos por la noche. De acuerdo, lo comprendo. Pero has de poder encontrar otra cosa.
– Pues claro que buscaré trabajo, déjame ahora que ordene mis ideas. Te prometo que en seguida, digamos que dentro de un mes, empezaré con los anuncios de colocación.
Pronto hizo su aparición una cabeza rubia seguida del peluche con patas…
– Papá, un señor vino hace un momento para encuadernar un libro.
– ¿Un libro? ¿Qué libro?
– No lo sé. Él hablaba de una gran enciclopedia que había escrito el tío Edmond.
– Ah, vamos, es eso… Y ¿le dejaste entrar? ¿Lo habéis encontrado?
– No, no parecía un hombre amable, y como de todas formas el libro no está…
– Estupendo, hijo; has hecho bien.
Esta noticia causó la perplejidad de Jonathan. Luego se sintió intrigado. Buscó por todo el apartamento en vano. A continuación estuvo un buen rato en la cocina, inspeccionando la puerta de la bodega, el gran cerrojo y la gran grieta. ¿A qué misterios se abría?
Hay que entrar en esa espesura.
Una de las exploradoras más viejas lanza una sugerencia. Ponerse en formación de «serpiente de cabeza grande», que es la mejor manera de avanzar en territorio no hospitalario. Consenso inmediato, todas ellas han tenido la misma idea en el mismo momento.
Por delante, cinco exploradoras dispuestas en triángulo invertido constituyen los ojos de la tropa. Con pasos mesurados, tantean el suelo, olfatean el aire, inspeccionan el musgo. Si todo está en orden, envían un mensaje olfativo que significa «nada delante» A continuación se unen a la retaguardia de la procesión para ser remplazadas por «individuos frescos» Este sistema de rotación transforma al grupo en una especie de largo animal cuyo olfato se mantiene siempre hipersensible.
«Nada delante» suena con claridad una veintena de veces. A la veintiuna lo interrumpe un ruido nauseabundo. Una de las exploradoras acaba de acercarse imprudentemente a una planta carnívora. Una dionea. Su perfume embriagador la ha atraído y su liga le ha aprisionado las patas.
A partir de ahí, está perdida. El contacto con los pelos desencadena el mecanismo de la charnela orgánica. Las dos grandes hojas articuladas se cierran inexorablemente, sus largos flecos actúan como dientes. Al cruzarse, se transforman en sólidos barrotes. Cuando su víctima está ya completamente aplastada, la fiera vegetal secreta sus enzimas más voraces, capaces de digerir los caparazones más coriáceos.
Así cae la hormiga. Todo su cuerpo se convierte en savia efervescente. Exhala un vapor de desánimo.
Pero ya no se puede hacer nada por ella. Eso forma parte de los imponderables comunes a todas las expediciones a larga distancia. Sólo hay que dejar la marca «atención, peligro» en las proximidades de la trampa natural.
Vuelven al camino oloroso olvidando el incidente. Las pistas de feromonas indican que es por ahí. Una vez han cruzado la espesura, siguen hacia el oeste. Siempre a 23° con respecto a los rayos del sol. Apenas descansan, cuando el tiempo es demasiado frío o demasiado caluroso. Han de actuar de prisa si no quieren regresar en plena guerra.
Ya ha ocurrido que unas exploradoras vieran a su regreso a la ciudad que ésta estaba rodeada por tropas enemigas. Y forzar el bloqueo nunca ha sido tarea fácil.
Ya está, han encontrado la pista feromona que indica la entrada de la cueva. Del suelo se desprende calor. Se hunden en las profundidades de la tierra rocosa.
Cuanto más bajan, con más claridad oyen en los tímpanos situados en sus tibias el sonido de un regato. Es la fuente del agua caliente. Humea, desprendiendo un fuerte olor a azufre.