Su primer discurso conocido versa sobre el tema de los pulgones:
Nos dirigimos hacia un período de desórdenes bélicos.
Las armas son cada vez más sofisticadas. Y no siempre podremos estar a la altura. Puede ser que un día la caza en el exterior se haga azarosa. Hemos de prever lo peor. Nuestra ciudad ha de extenderse lo más posible en profundidad. Y hemos de primar la cría del pulgón por encima de cualquier otra forma de abastecimiento de azúcares vitales. Ese ganado se instalará en establos situados en los niveles más bajos…
Treinta hijas suyas hacen una salida y traen de vuelta dos pulgones que están a punto de criar. Unas horas después, han conseguido ya un centenar de pulgones a los que les cortan las alas. Este principio de rebaño se instala en el nivel -23, al resguardo de las cochinillas, y se le proporciona con generosidad hojas frescas y tallos cargados de savia.
Chli-pu-ni envía exploradoras en todas direcciones. Algunas vuelven con esporas de hongos agáricos, que se plantan inmediatamente en los criaderos. Ávida de descubrimientos, la reina decide incluso realizar el sueño de su madre: planta una línea de flores carnívoras en la frontera oriental. Espera así contener un eventual ataque de las termitas y de su arma secreta.
Porque no ha olvidado el misterio del arma secreta, el asesinato del príncipe 327 y la reserva de alimentos escondida bajo el granito.
Despacha un grupo de embajadoras hacia Bel-o-kan. Oficialmente, tienen el encargo de anunciarle a la reina madre la construcción de la sexagésimo quinta ciudad y su vinculación a la Federación. Pero, a título oficioso, han de intentar proseguir la investigación en el nivel -50 de Bel-o-kan.
El timbre sonó cuando Augusta estaba colocando sus preciosas fotos color sepia en la pared gris. Comprobó que la cadena de seguridad estaba colocada y entreabrió la puerta.
Se encontró con un caballero de mediana edad y de aspecto bastante aseado. Ni siquiera había caspa en el cuello de su abrigo.
– Buenos días, señora Wells. Permítame que me presente: soy el profesor Leduc, un colega de su hijo Edmond. No voy a andarme con rodeos. Sé que usted ha perdido ya a su nieto y a su biznieto en la bodega. Y que asimismo han desaparecido ahí ocho bomberos y seis policías. Y, sin embargo, señora… quisiera bajar.
Augusta no estaba segura de haber oído bien. Subió al máximo su prótesis auditiva.
– ¿Es usted el profesor Rosenfeld?
– No. Leduc. Soy el profesor Leduc. Ya veo que ha oído usted hablar del profesor Rosenfeld. Rosenfeld, Edmond y yo somos entomólogos, los tres. Tenemos una especialidad en común: el estudio de las hormigas. Aunque precisamente Edmond había ido mucho más allá que nosotros. Sería una pena que la Humanidad no pudiese beneficiarse de ello… Quisiera bajar a su bodega.
Cuando uno oye mal, ve mejor. Augusta examinó las orejas del tal Leduc. El ser humano tiene la particularidad de mantener en sí mismo la forma de su pasado más lejano; las orejas, en este sentido, representan el feto. El lóbulo simboliza la cabeza, la arista del pabellón muestra la forma de la columna vertebral, etc. El tal Leduc debía de haber sido un feto delgado, y Augusta estimaba moderadamente los fetos delgados.
– ¿Quién espera usted encontrar en esa bodega?
– Un libro. Una enciclopedia en la que su hijo anotaba sistemáticamente todos sus trabajos. Edmond era muy reservado. Debió enterrarlo todo ahí abajo, instalando trampas para matar o rechazar a los curiosos. Pero yo estoy sobre aviso, y alguien que está sobre aviso…
… ¡puede muy bien morir! -completó Augusta.
– Déme una oportunidad.
– Entre, señor…
– Leduc. Profesor Laurent Leduc, del laboratorio 352 del CNRS.
Augusta le precedió hacia la bodega. Una inscripción hecha con grandes letras rojas aparecía en la pared que había levantado la Policía:
¡¡NO BAJÉIS NUNCA A ESTA MALDITA BODEGA!!
La anciana la señaló con el mentón.
– ¿Sabe usted lo que la gente dice de este edificio, señor Leduc? Dicen que es una de las bocas del infierno. Dicen que esta casa es carnívora y que se come a la gente que viene a rascarle el gaznate… A algunos les gustaría que la enterrasen en hormigón.
Augusta miró a Leduc de hito en hito.
– ¿No teme usted morir, señor Leduc?
– Sí -dijo el hombre, socarrón. Sí, tengo miedo de morir idiota, sin saber lo que hay en el fondo de esa bodega.
La 103.683 y la 4.000 hace horas que han abandonado el nido de las tejedoras rojas. Dos guerreras de aguijón aguzado las acompañan. Llevan juntas mucho tiempo recorriendo pistas apenas perfumadas con feromonas pistas. Han recorrido ya miles de cabezas de distancia a partir del nido tejido entre las ramas del avellano. Se han cruzado con toda clase de animales exóticos cuyos nombres ni siquiera conocen. Por las dudas, los evitan a todos.
Cuando llega la noche, hacen un agujero en la tierra lo más profundo posible y se introducen en él aprovechando el suave calor y la protección de su planeta nutricio.
Las dos guerreras que las acompañan las han llevado hasta lo alto de una colina.
¿Está lejos aún el fin del mundo?
Está por ahí.
Desde el promontorio las dos exploradoras ven un universo de sombría maleza que se prolonga, perdiéndose de vista, hacia el este. Las dos guerreras les dicen que ahí acaba su misión, que no las acompañan más lejos. Hay ciertos lugares en los que sus aromas no son bien recibidos.
Las belokanianas han de seguir rectamente hasta los campos de las segadoras. Éstas viven permanentemente en los parajes del «borde del mundo» Seguro que podrán darles información.
Antes de dejar a sus guías, las dos exploradoras les hacen entrega de las preciosas feromonas de identificación de la Federación, como precio acordado por el viaje. Luego descienden la pendiente hacia los campos cultivados por las segadoras.
ESQUELETO: ¿Qué es mejor, tener esqueleto en el interior o en el exterior del cuerpo?
Cuando el esqueleto está en el exterior, constituye una carrocería protectora. La carne está al resguardo de los peligros exteriores, pero se vuelve blanda, casi líquida. Y cuando una punta llega a pasar a pesar del caparazón, los daños son irremediables.
Cuando el esqueleto forma tan sólo una barra pequeña y rígida en el interior del cuerpo, la carne palpitante queda expuesta a cualquier agresión. Las heridas son múltiples y permanentes. Pero precisamente esta debilidad aparente fuerza al músculo a endurecerse y a la fibra a resistir. La carne evoluciona.
He visto seres humanos que habían forjado gracias a su espíritu caparazones «intelectuales» que les protegían de las contrariedades. Parecían más sólidos que la mayoría. Decían «me es igual» y se retan de todo. Pero cuando una contrariedad llegaba a traspasar su caparazón, los destrozos eran terribles.
He visto a seres humanas que sufrían por la menor contrariedad, por el menor roce, pero aun así su espíritu no se cerraba, mantenían su sensibilidad abierta a todo y aprendían con cada agresión.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
¡Las esclavistas atacan!
Pánico en Chli-pu-kan. Unas exploradoras agotadas dan la noticia en la joven ciudad.
¡Las esclavistas! ¡Las esclavistas!
Su terrible reputación las ha precedido. Así como algunas hormigas han primado una u otra vía de desarrollo -pastoreo, almacenaje, cultivo de setas o la química, las esclavistas se han especializado en el terreno exclusivo de la guerra.
Sólo eso saben hacer, pero lo practican como un arte absoluto. Todo su cuerpo se ha adaptado a ello. La menor de sus articulaciones termina en una punta retorcida, su quitina tiene el doble de espesor que la de las rojas. Su cabeza estrecha y perfectamente triangular no ofrece presa a ninguna garra. Sus mandíbulas, con la apariencia de colmillos de elefante puestos al revés, son dos sables curvos que manejan con temible habilidad.