La hierba se inclina a su paso, la tierra vibra, la arena ondula. Sus antenas apuntadas hacia delante lanzan feromonas tan picantes que se diría que vociferan.
¿Hay que encerrarse y resistir el asedio o salir y pelear? Chli-pu-kan, tiene miedo, tanto que ni siquiera quiere aventurar una sugerencia. Entonces, claro, las soldados rojas hacen lo que no hay que hacer. Se dividen. La mitad sale para hacer frente al enemigo en campo abierto; la otra mitad se queda en la Ciudad como fuerza de reserva y resistencia en caso de sitio.
Chli-pu-kan trata de recordar la batalla de las Amapolas, la única que ella conoce. Le parece que fue la artillería lo que más destrozos causó entre las tropas enemigas. Ordena inmediatamente que se sitúen en primera línea tres hileras de artilleras.
Las legiones esclavistas se lanzan ahora contra el muro de planta carnívoras. Los vegetales salvajes se inclinan a su paso, atraídos por el olor de la carne caliente. Pero son mucho más lentos, y todas las guerreras enemigas pasan antes de que ninguna dionea llegue siquiera a pellizcarlas.
¡Madre estaba equivocada!
A punto ya de producirse el encuentro, la primera línea chlipukaniana lanza una primera descarga de aproximación que no elimina más que a una veintena de asaltantes. La segunda línea no tiene tiempo siquiera de situarse; todas las artilleras son decapitadas sin que hayan podido lanzar una sola gota de ácido.
La gran especialidad de las esclavistas es atacar sólo a la cabeza. Y lo hacen muy bien. Los cráneos sin cabeza siguen a veces combatiendo a ciegas o corren aterrorizando a las supervivientes.
Al cabo de doce minutos no queda ya gran cosa de las tropas rojas. La segunda mitad del ejército bloquea todas las puertas. Como Chli-pu-kan no ha instalado aún su cúpula, aparece en la superficie como una serie de pequeños cráteres rodeados de arena triturada.
Todo el mundo está abrumado. ¡Tantos esfuerzos para construir una ciudad moderna, y verla a merced de una banda de bárbaras tan primitivas que ni siquiera saben alimentarse solas!
Ya puede Chli-pu-ni multiplicar las CA, que no encuentra cómo ofrecer resistencia. Los bloques colocados en las puertas aguantarán como mucho unos segundos. Y en cuanto al combate en las galerías, las chlipukanianas están tan preparadas para eso como para luchar al descubierto.
Fuera, las últimas soldados rojas luchan como diablos. Algunas han podido batirse en retirada, pero la mayoría han visto cerrarse las puertas a sus espaldas. Para ellas todo está perdido. Sin embargo, resisten con tanta más eficacia cuanto que ya no tienen nada que perder, y porque piensan que cuanto más dificulten el avance de los invasores, más podrán consolidarse los cerrojos de las puertas.
La última chlipukaniana cae decapitada, y su cuerpo, por un reflejo nervioso, se coloca ante una salida y se aferra con las garras, como un escudo irrisorio.
En el interior de Chli-pu-kan, todo el mundo está a la espera.
Esperan a las esclavistas con triste resignación. La fuerza física tiene finalmente una eficacia que la tecnología no ha podido superar.
Pero las esclavistas no atacan. Como Aníbal ante Roma, dudan de la victoria. Todo parece demasiado fácil. Ha de haber una trampa. Si su reputación de asesinas las precede por todas partes, las rojas también tienen su fama. En el campo esclavista se las considera hábiles en la invención de sutiles trampas. Se dice que saben establecer alianzas con mercenarias que aparecen en el momento más inesperado. También se dice que saben domar animales feroces, fabricar armas secretas que provocan dolores insoportables. Además, así como las esclavistas se encuentran a sus anchas en campo abierto, odian sentirse rodeados de paredes.
En todo caso, no hacen saltar las barricadas colocadas en las salidas. Esperan. Pueden tomarse todo el tiempo del mundo. Y en cualquier caso, la noche no caerá antes de quince horas.
Hay sorpresa en el hormiguero. ¿Por qué no atacan? A Chli-pu-ni eso no le gusta. Lo que le inquieta es que el enemigo actúe «de una manera que escapa a su facultad de comprensión», cuando no tiene ninguna necesidad de ello, ya que es el más fuerte. Algunas de sus hijas emiten tímidamente la opinión de que lo que quizá intentan es vencerlas por hambre. Tal eventualidad presta un valor renovado a las rojas: gracias a sus establos del subsuelo, a sus criaderos de setas, a sus graneros, a las hormigas cisterna rebosantes de melado, pueden soportar meses de asedio.
Pero Chli-pu-ni no piensa en un asedio. Lo que quieren las de ahí arriba es un nido para la noche. Vuelve a pensar en la sentencia de la Madre: Si el enemigo es más fuerte, actúa de manera que escapes a su capacidad de comprensión. Sí, ante esas bárbaras lo adecuado es la tecnología de punta, he ahí la salvación.
Las quinientas chlipukanianas se enlazan en una CA. Finalmente emerge un debate lleno de interés. Una pequeña obrera emite:
El error ha consistido en intentar reproducir armas o estrategias utilizadas por nuestras mayores de Bel-o-kan. No debemos copiar, hemos de inventar nuestras propias soluciones para resolver nuestros propios problemas.
En cuanto se lanza esta feromona, los ánimos se desbloquean y se toma rápidamente una decisión. Todo el mundo se pone manos a la obra.
JENÍZARO: en el siglo xiv, el sultán Murad I creó un cuerpo de ejército un tanto especial, al que llamaron los jenízaros (del turco yeni cheri, nueva milicia) El ejército jenízaro tenia una peculiaridad: estaba formado sólo por huérfanos. En efecto, los soldados turcos, cuando entraban en una ciudad armenia o eslava, recogían a los niños de muy corta edad y los encerraban en una escuela militar especial en la que no podían averiguar nada del resto del mundo. Educados tan sólo en el arte de la guerra, esos niños demostraban ser los mejores combatientes del Imperio otomano y asolaban sin vergüenza ninguna las poblaciones en que habitaban sus verdaderas familias. A los jenízaros nunca se les ocurrió atacar a sus raptores junto con sus parientes. Aunque como su fuerza no dejaba de crecer, ello acabó inquietando al sultán Mahmut II, que los hizo matar e incendió su escuela en 1826.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
El profesor Leduc llevó dos grandes maletas. De una sacó un modelo sorprendente de martillo-pilón alimentado con gasolina. Inmediatamente inició la demolición del muro levantado por los policías, hasta formar en él un agujero circular que permitía pasar al otro lado.
Cuando cesó el ruido, la abuela Augusta fue a ofrecerle una tisana, pero Leduc no se la aceptó explicando que eso podía darle ganas de orinar. Se volvió hacia la otra maleta y sacó de ella un equipo completo de espeleólogo.
– ¿Cree usted que es tan profundo?
– Para serle franco, querida señora, antes de venir a verla hice una investigación sobre este edificio. Durante el Renacimiento vivían en él unos sabios protestantes que abrieron un pasadizo secreto. Estoy casi seguro de que ese pasadizo lleva hasta el bosque de Fontainebleau. Era por ahí por donde esos protestantes escapaban de sus perseguidores.
– Pero si la gente que ha bajado por ahí ha salido en el bosque, no comprendo por qué no se ha vuelto a saber de ellos. Fueron mi hijo, mi nieto, mi nuera… y una decena larga de bomberos y guardias. Ninguna de esas personas tenia motivos para ocultarse. Tienen familia, amigos. No son Protestantes, y ya no hay guerras de religión.
– ¿Está usted segura, señora?
El hombre la miró con aire divertido.
– Las religiones han adoptado nuevos nombres. Se presentan como filosofías o como… ciencias. Pero siguen siendo igualmente dogmáticas.
Pasó a la habitación de al lado para ponerse el traje de espeleólogo. Cuando volvió a aparecer, bastante molesto con sus aparejos, con la cabeza bajo un casco rojo que llevaba una lámpara, Augusta estuvo a punto de echarse a reír.