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Él siguió hablando como si nada.

– Después de los protestantes, este apartamento lo ocuparon sectas de toda laya. Algunas practicaban antiguos cultos paganos, otras adoraban la cebolla… En fin…

– La cebolla es muy buena para la salud. Entiendo muy bien que se la adore. La salud es lo más importante que hay… Mire, estoy sorda, pronto estaré senil, y me muero cada día un poco más.

Él quiso mostrarse tranquilizador.

– No sea usted pesimista, aún tiene muy buen aspecto.

– Pues mire, ¿qué edad cree que tengo?

– No lo sé… sesenta, setenta años.

– ¡Cien años, señor mío! Hace una semana que cumplí cien años, y estoy enferma toda yo, y la vida me resulta cada día más difícil de soportar, sobre todo al haber perdido a todos los seres que amaba.

– La comprendo, señora; la vejez es una prueba difícil.

– ¿Le quedan aún muchas frases como ésa?

– Señora…

– Venga, baje usted de prisa. Si mañana no ha aparecido, llamaré a la Policía y ellos levantarán una pared que ya nadie más podrá derribar…

Constantemente corroída por las larvas de icneumón, la 4.000 no consigue conciliar el sueño, ni siquiera durante las noches más frías.

Así que lo que hace es esperar tranquilamente la muerte, dedicándose a actividades apasionantes y arriesgadas que nunca hubiese tenido el valor de abordar en otras circunstancias. Como descubrir el fin del mundo, por ejemplo.

Las dos están aún en camino hacia los campos de las segadoras. La 103.683 aprovecha para ir recordando algunas lecciones de sus nodrizas. Éstas le habían explicado que la Tierra es un cubo, y que en él sólo hay vida en la cara superior.

¿Qué verá si llega por fin al borde del mundo? ¿Ese borde? ¿Agua? ¿El vacío de otro cielo? Su compañera ocasional y ella misma sabrán entonces más que todas las exploradoras, que todas las rojas desde el principio de los tiempos.

Bajo la mirada sorprendida de la 4.000, la marcha de la 103.683 se convierte de repente en un paso decidido.

Cuando en plena tarde los esclavistas se deciden a forzar las puertas les sorprende no encontrar resistencia alguna. Sin embargo, saben muy bien que no han destruido todo el ejército rojo, ni siquiera teniendo en cuenta la corta envergadura de la ciudad. Así que no hay que fiarse…

Avanzan con gran prudencia ya que, como están acostumbradas a vivir al aire libre y gozan de una vista excelente a la luz del día, bajo el suelo están completamente ciegas. Las asexuadas rojas tampoco ven, pero por lo menos están acostumbradas a moverse en las entrañas de ese mundo de tinieblas.

Las esclavistas llegan a la Ciudad prohibida. Está desierta. Incluso hay montones de alimentos tirados en el suelo, intactos. Siguen bajando; los graneros están llenos, y había gente en las salas poco antes.

En el nivel -5, encuentran feromonas recientes. Intentan descifrar las conversaciones que han tenido lugar ahí, pero las rojas han dejado una ramita de tomillo cuyos efluvios interfieren en todos los aromas.

Nivel -6. A las esclavistas no les gusta sentirse así, encerradas bajo tierra. ¡Hay tanta oscuridad en esa ciudad! ¿Cómo pueden las hormigas soportar quedarse de forma permanente en este espacio confinado y oscuro como la muerte?

En el nivel -8 descubren feromonas aún más frescas. Aceleran la marcha. Las rojas no deben ya de estar muy lejos.

En el nivel -10 sorprenden a un grupo de obreras que trasladan huevos. Éstas echan a correr ante las invasoras. ¡Así que eso era! Por fin lo comprenden: toda la ciudad ha bajado a los niveles más profundos con la esperanza de salvar a su preciosa progenie.

Como todo vuelve a resultar coherente, las esclavistas olvidan toda prudencia y corren lanzando su conocida feromona grito de guerra por las galerías. Las obreras chlipukanianas no consiguen deshacerse de ellas, y ya van por el nivel -13.

De pronto, las portadoras de huevos desaparecen inexplicablemente. El corredor por el que iban desemboca en una inmensa sala cuyo suelo está abundantemente cubierto por charcos de melado. Las esclavistas se precipitan instintivamente a lamer el precioso fluido, que si no podría ser absorbido por la tierra.

Otras guerreras se apretujan tras ellas, pero la sala es verdaderamente gigantesca, y hay lugar y melado para todo el mundo. ¡Qué dulce es, qué azucarado está! Ésta debe de ser una de sus salas para hormigas cisterna, una esclavista ha oído hablar de ello: es una técnica al parecer moderna que consiste en obligar a una pobre obrera a pasarse toda la vida cabeza abajo y con el abdomen extremadamente tenso.

Las esclavistas se burlan una vez más de las ciudadanas mientras se atracan de melado. Pero un detalle atrae de repente la atención de una de ellas. Es sorprendente que una sala tan importante no tenga más que una entrada…

A las esclavistas no les da tiempo para seguir pensando. Las rojas han terminado de cavar. Un torrente de agua brota del techo. Las esclavistas tratan de huir por el corredor, pero éste aparece ahora obstruido por una gran piedra, Y el nivel del agua sube. Las que no han muerto debido al choque de la tromba de agua se debaten con todas sus fuerzas.

La idea se le había ocurrido a la guerrera roja que había observado que no había que copiar a los mayores. A continuación había formulado la siguiente pregunta: ¿Qué es lo específico de nuestra ciudad? La respuesta fue una sola feromona: ¡El río subterráneo del nivel -12!

Entonces habían derivado un ramal a partir del arroyo y habían canalizado esa corriente impermeabilizando el suelo con dos hojas grasas. El resto estaba relacionado más bien con la técnica de las cisternas. Habían construido un gran depósito de agua en la estancia, y luego lo habían agujereado en el centro con una rama. Evidentemente, lo más complicado era mantener la rama perforadora por encima del agua, Fueron unas hormigas colgadas del techo de la estancia las que realizaron esta proeza.

Abajo, las esclavistas gesticulan y gimen. La mayoría están ya ahogadas, pero cuando toda el agua ya se ha trasvasado a la sala inferior el nivel de flotación es bastante alto para que algunas guerreras lleguen a salir por el agujero del techo. Las rojas acaban con ellas sin problemas con disparos de ácido.

Una hora después, la sopa de esclavistas ya no se mueve. La reina Chli-pu-ni ha vencido. Entonces emite su primera sentencia histórica: Cuanto más alto es el obstáculo, más nos obliga a superarnos.

Un golpeteo sordo y regular atrajo a Augusta a la cocina justo cuando el profesor Leduc pasaba retorciéndose por el agujero de la pared. Y eso después de veinticuatro horas. Por una vez que se trataba de alguien antipático cuya desaparición le daba lo mismo, ¡tenia que volver!

Su traje de espeleólogo estaba desgarrado, pero el hombre aparecía indemne. Parecía decepcionado, eso estaba tan claro como su nariz en medio de la cara.

– ¿Qué tal?

– ¿Cómo, qué tal?

– ¿Les ha encontrado?

– No…

Augusta estaba muy afectada. Era la primera vez que alguien volvía a subir vivo y sin haberse vuelto loco de aquel agujero. Así que era posible sobrevivir a la aventura…

– Bueno, pues ¿qué hay ahí abajo? ¿Llega hasta el bosque de Fontainebleau, como usted decía?

El hombre se quitó el casco.

– Antes déme algo de beber, por favor. He agotado todas mis reservas de alimentos y no he bebido nada desde el mediodía de ayer.

La señora le dio la infusión que se mantenía caliente en un termo.

– ¿Quiere que le diga lo que hay ahí abajo? Pues hay una escalera de caracol que baja a plomo muchos centenares de metros. Hay una puerta. Hay un corredor con vetas rojas, atestado de ratas, y luego, al final de todo, hay una pared que debió levantar su nieto Jonathan. Una pared muy sólida; he intentado agujerearla con el martillo sin resultado. En realidad, debe de girar o hacerse a un lado, porque hay un sistema de botones alfabéticos en código.