– Resultaría exótico. Quizás hubiese nuevos lugares a los que ir de vacaciones.
– Lo que habría más que nada sería nuevos problemas.
Tomó el mentón de Nicolás.
– Mira, hijo, ya verás cómo cuando seas mayor pensarás como yo. El único animal verdaderamente apasionante, el único animal cuya inteligencia es de verdad diferente de la nuestra es… la mujer.
Lucie protestó por puro trámite. Los dos rieron. Nicolás se sintió molesto. Eso debía de ser el sentido del humor de los adultos… Su mano fue en busca del pelaje reconfortante del perro.
No estaba debajo de la mesa.
– ¿Dónde está Ouarzazate?
El perro no estaba en el comedor.
– Ouarzi. ¡Ouarzi!
Nicolás empezó a silbar soplando entre los dedos. Normalmente el efecto era inmediato; se oía un ladrido seguido por el ruido de las patas. Silbó otra vez. Sin resultado. Fue a buscarle por las numerosas habitaciones del piso. Sus padres se reunieron con él. El perro no aparecía. La puerta estaba cerrada. No podía haber salido por sus propios medios; los perros aún no saben utilizar las llaves.
Maquinalmente, se dirigieron todos a la cocina, y más concretamente a la puerta de la bodega. La rendija aún no estaba cegada. Y era justo lo bastante amplia como para que pudiese pasar un animal del tamaño de Ouarzazate.
– Está ahí dentro. Estoy seguro de que está ahí dentro -gimió Nicolás. Tenemos que ir a buscarle.
Como para responder a esta petición, se oyeron unos ladridos procedentes de la bodega. Parecían llegar de muy lejos. Todos se acercaron a la puerta prohibida. Jonathan se interpuso.
– Papá ya lo dijo: a la bodega no se va.
– Pero, querido -dijo Lucie, hay que ir a buscarle. Quizá le hayan atacado las ratas. Tú dijiste que había ratas.
Su rostro se quedó sin expresión.
– Peor para el perro. Iremos a comprar otro mañana.
El chico estaba atónito.
– Pero, papá, no es otro perro lo que yo quiero. Ouarzazate es mi amigo, y tú no puedes dejarle morir así.
– ¿Qué te pasa? -dijo Lucie. Déjame que vaya yo si a ti te da miedo.
– ¿Eres miedoso, papá? ¿Eres un cobarde?
Jonathan no podía soportar eso. Murmuró «está bien, iré a echar un vistazo», y fue a buscar una linterna. Iluminó la grieta. Estaba oscuro, completamente negro, de un negro que lo desdibujaba todo.
Se estremeció. Ardía en deseos de huir. Pero su mujer y su hijo le empujaban hacia el abismo. Unas ideas ácidas inundaron su cabeza. Su fobia a la oscuridad se adueñaba de todo.
– Está muerto. Estoy seguro de que está muerto. Es culpa tuya.
– Quizás esté herido -medió Lucie. Tendríamos que ir a ver.
Jonathan pensó otra vez en el mensaje de Edmond. Su tono era imperativo. Pero, ¿qué podía hacer? Un día, forzosamente, uno de ellos sucumbiría y entraría. Tenía que coger el toro por los cuernos. Era ahora o nunca. Pasó una mano por su frente sudorosa.
No. Las cosas no seguirían así. Por fin tenía una ocasión para hacer frente a sus miedos y hacer frente al peligro. ¿Que la oscuridad quería engullirle? Pues tanto mejor. Estaba dispuesto a ir hasta el fondo del asunto. De todos modos, no tenia nada que perder.
– ¡Allá voy!
Fue a buscar sus herramientas e hizo saltar la cerradura.
– Pase lo que pase, no os mováis de aquí. Sobre todo no intentéis llegar hasta mí ni llaméis a la Policía. ¡Esperadme!
– Hablas de una forma rara. Después de todo no es más que una bodega, una bodega como tantas otras.
– Yo no estoy tan seguro de eso.
Iluminado por el óvalo naranja de un sol declinante, el macho 327, último superviviente de la primera expedición de caza de la primavera, corre solo. Insoportablemente solo.
Hace tiempo ya que sus patas chapotean en charcas, en el barro y en las hojas húmedas. El viento ha secado todos sus labios. El polvo ha cubierto su cuerpo con un manto ámbar. Ya no siente sus músculos. Muchas de sus garras están rotas. Pero al final del carril olfativo sobre el que se ha lanzado distingue pronto su objetivo. Entre los montículos que son las ciudades belokanianas, una forma va creciendo con cada una de sus pisadas, la enorme pirámide de Bel-o-kan, la ciudad madre, que le atrae como un imán y le aspira.
327 llega por fin al pie del imponente hormiguero. Levanta la cabeza. Su ciudad ha crecido aún más. Se ha iniciado la construcción de la nueva capa protectora de la cúpula. La cima de la montaña de ramitas desafía a la luna. El joven macho busca un momento, encuentra a ras del suelo una entrada todavía abierta y se introduce por ella. A tiempo. Todas las obreras y los soldados que trabajan en el exterior han regresado ya. Los guardias se disponen a cubrir las salidas para que el calor del interior se mantenga. Apenas ha franqueado el umbral cuando los albañiles entran en actividad y el agujero se cierra tras él, casi de golpe.
Y ya está, ya no se ve nada del mundo exterior frío y bárbaro. El macho 327 ha entrado otra vez en la civilización. Ya puede fundirse con el Nido tranquilizador. Ya no está solo, es múltiple.
Unos centinelas se acercan. No le han reconocido bajo la capa de polvo. Emite inmediatamente sus aromas de identificación y los otros se tranquilizan.
Una obrera cae en la cuenta de sus olores de cansancio y le propone una trofalaxia, el ritual del don de su cuerpo. Todas las hormigas tienen en el abdomen una especie de bolsillo, que de hecho es un estómago secundario que no digiere los alimentos. Es el buche social. Puede almacenar comida, que permanece en él indefinidamente fresca e intacta. Puede luego regurgitarla y enviarla al estómago «normal digeridor.» O bien la escupe para dársela a un congénere.
Los gestos son siempre los mismos. La hormiga oferente se acerca al objeto de su deseo de trogalaxia dándole unos golpecitos en la cabeza. Si la hormiga que es así avisada acepta, baja las antenas. Si las levanta, es signo de rechazo, no tiene hambre.
El macho 327 no lo duda ni un momento. Sus reservas energéticas están tan bajas que está al borde de caer en la catalepsia. Las dos hormigas se acoplan boca contra boca. El alimento llega. La oferente regurgita primero saliva, luego jarabe y cereales. Está bueno y es un gran reconstituyente.
La donación acaba y el macho se separa inmediatamente. Lo recuerda todo. Los muertos. La emboscada. No tiene un momento que perder. Levanta las antenas y espolvorea la información en finas gotitas a su alrededor.
Alerta. Es la guerra. Las enanas han destruido nuestra primera expedición. Tienen una arma nueva de efectos destructores. Zafarrancho de combate. Se ha declarado la guerra…
La centinela se aparta. Esos olores de alerta le producen molestias en el cerebro. Se forma un corro en torno al macho 327.
¿Qué le ocurre?
¿Qué pasa?
Dice que se ha declarado la guerra.
¿Tiene pruebas?
Llegan hormigas de todas partes.
Habla de un arma nueva y de una expedición diezmada.
Eso es grave.
¿Tiene pruebas?
El macho se encuentra ahora en medio de un cuajaron de hormigas.
Alerta, alerta. Se ha declarado la guerra. Zafarrancho de combate.
¿Tiene pruebas?
Todas repiten esta frase olorosa.
No, no tiene pruebas. Estaba tan sorprendido que no ha pensado en recogerlas. Movimiento de antenas. Las cabezas se mueven, dubitativas.
¿Dónde ocurrió eso?
Al oeste de La-chola-kan, entre el nuevo puesto de caza que encontraron las exploradoras y nuestras ciudades. Una zona donde patrullan a menudo las enanas.
Eso es imposible. Nuestras espías han regresado. Dicen categóricamente que las enanas aún no han despertado.