Tracy Chevalier
Las huellas de la vida
Para mi hijo, Jacob.
1 Distinta de todas las rocas de la playa
A lo largo de toda mi vida han caído rayos sobre mí. Solo uno fue de verdad. No debería acordarme, pues no era más que un bebé, pero me acuerdo. Estaba en un prado donde había caballos y jinetes haciendo cabriolas. De repente estalló una tormenta, y una mujer -que no era mamá-me cogió y me cobijó bajo un árbol. Mientras ella me abrazaba fuerte, alcé la vista y vi el dibujo formado por las hojas negras contra un cielo blanco.
Entonces hubo un ruido, como si todos los árboles se desplomaran a mi alrededor, y una luz brillante, muy brillante, que era como mirar al sol. Un zumbido recorrió todo mi ser. Parecía que hubiera tocado un ascua caliente, y olía a carne chamuscada y notaba que había dolor, pero no era doloroso. Me sentía como un calcetín vuelto del revés.
Alguien empezó a tirar de mí y a gritar, pero yo no oía nada. Me llevaron a otro sitio, luego sentí algo caliente alrededor, no una manta, sino algo húmedo. Era agua, sabía que era agua: nuestra casa estaba a la orilla del mar y lo veía por las ventanas. Entonces abrí los ojos y es como si desde ese momento no se hubieran cerrado.
El rayo mató a la mujer que me sujetaba y a dos niñas que estaban a su lado, pero yo sobreviví. Dicen que antes de la tormenta yo era una niña callada y enfermiza, y después de eso me volví animada y despierta. No sé si están en lo cierto, pero el recuerdo de ese rayo todavía recorre mí ser como un escalofrío. Jalona los momentos importantes de mi vida: cuando vi el primer cráneo de cocodrilo que encontró Joe y cuando encontré su cuerpo; cuando descubrí los otros monstruos en la playa; cuando conocí al coronel Birch. En otras ocasiones siento el rayo caer y me pregunto a qué se debe. A veces no lo entiendo, pero acepto lo que me dice el rayo, pues el rayo soy yo. Entró en mí cuando era un bebé y no se ha ido.
Cada vez que encuentro un fósil siento la resonancia del rayo, una pequeña sacudida que me dice: «Sí, Mary Anning, eres distinta de todas las rocas de la playa». Por eso me dedico a buscar fósiles: para sentir ese rayo y esa diferencia todos los días.
2 Una actividad sucia y misteriosa impropia de una dama
Mary Anning destaca por sus ojos. Era evidente ya la primera vez que la vi, cuando ella no era más que una niña. Sus iris son castaños y brillantes, y tiene la tendencia del buscador de fósiles a estar siempre a la caza de algo, incluso en la calle o en una casa donde no hay posibilidades de encontrar nada de interés. Eso le da un aire vigoroso, hasta cuando está quieta. Mis hermanas me han dicho que yo también paseo la vista en lugar de fijar la mirada, pero ellas no lo dicen a modo de halago, como hago yo con Mary.
Vengo observando desde hace tiempo que las personas destacan por un rasgo concreto, una parte de la cara o del cuerpo. Mi hermano John, por ejemplo, destaca por sus cejas. No es solo que formen unas matas prominentes sobre los ojos, sino que además son la parte de su rostro que más se mueve, siguiendo el curso de sus pensamientos cuando frunce el entrecejo o lo desarruga. Es el segundo de los cinco hermanos Philpot, y el único varón, por lo que se convirtió en responsable de cuatro hermanas después de la muerte de nuestros padres. Semejante circunstancia haría mover las cejas a cualquiera, aunque ya de niño era serio.
Mi hermana menor, Margaret, destaca por sus manos. Aunque las tiene pequeñas, en proporción los dedos son largos y elegantes, y toca el piano mejor que el resto de nosotros. Suele agitarlas cuando baila, y duerme con los brazos estirados por encima de la cabeza, incluso cuando hace frío en la habitación.
Frances es la única de las hermanas Philpot que se ha casado, y destaca por su busto, lo que supongo que explica ese hecho. Las Philpot no somos famosas por nuestra belleza. Somos de constitución delgada y facciones pronunciadas. Además, el dinero de la familia solo daba para casar con holgura a una hermana, y Frances se llevó el gato al agua y dejó Red Lion Square para convertirse en la esposa de un comerciante de Essex.
Siempre he admirado a los que destacan por sus ojos, como Mary Anning, pues parecen conocer mejor el mundo y su funcionamiento. Por ese motivo me llevo mejor con mi hermana mayor, Louise. Tiene los ojos grises, como todos los Philpot, y habla poco, pero cuando fija los ojos en ti, te das cuenta.
Siempre he querido destacar también por los ojos, pero no he tenido esa suerte. Tengo una mandíbula prominente y, cuando aprieto los dientes -con más frecuencia de la que debería, ya que el mundo suele decepcionarme-, se tensa y afila como la hoja de un hacha. Una vez, en una fiesta oí a un posible pretendiente decir que no se atrevía a pedirme un baile por miedo a cortarse con mi cara. Nunca me he recuperado de ese comentario. Eso explica por qué estoy soltera y por qué bailo en contadas ocasiones.
Siempre he deseado destacar por los ojos en lugar de la mandíbula, pero he comprendido que las personas no cambian el rasgo por el que destacan, como tampoco cambian de carácter. Por eso me veo obligada a cargar con esta mandíbula marcada que espanta a la gente y la deja petrificada como los fósiles que recojo. O eso me parece.
Conocí a Mary Anning en Lyme Regis, donde ella ha residido toda su vida. Desde luego no era el lugar donde yo esperaba vivir. Los Philpot nos criamos en Londres, por supuesto, concretamente en Red Lion Square. Aunque había oído hablar de Lyme, como se oye hablar de los lugares de veraneo cuando se ponen de moda, nunca lo habíamos visitado. Por lo general íbamos a ciudades de Sussex como Brighton o Hastings durante el verano. Cuando nuestra madre vivía, insistía en que respiráramos aire puro y nos bañáramos en el mar, pues suscribía las opiniones del doctor Richard Russell, que había escrito un ensayo sobre los beneficios del agua del mar, tanto para bañarse como para bebería. Yo me negaba a beber agua del mar, pero a veces nadaba. Me sentía como en casa a orillas del mar, aunque nunca pensé que acabaría siendo así literalmente.
Dos años después del fallecimiento de nuestros padres, mi hermano anunció una noche durante la cena su compromiso con la hija de un amigo abogado de nuestro difunto padre. Besamos y felicitamos a John, y Margaret tocó un vals al piano para celebrarlo. Esa noche lloré en la cama, como imagino que hicieron también mis hermanas, ya que nuestra vida en Londres tal como la conocíamos había tocado a su fin. Cuando mi hermano se casara no tendríamos ni espacio ni dinero para vivir todos en Red Lion Square. Naturalmente, la nueva señora Philpot querría ser el ama de su propio hogar y llenar la casa de niños. Tres hermanas eran demasiadas, sobre todo porque era poco probable que nos casáramos. Louise y yo sabíamos que estábamos destinadas a quedarnos solteras. Como teníamos poco dinero, debíamos conquistar un marido con nuestro aspecto y carácter, que sin embargo eran demasiado peculiares para servirnos de ayuda. Aunque sus ojos realzaban e iluminaban su rostro, Louise era muy alta -mucho más que la mayoría de los hombres-y tenía las manos y los pies grandes. Además, era tan callada que desconcertaba a sus pretendientes, que creían que los estaba juzgando. Probablemente así era. En cuanto a mí, era bajita y flaca y poco atractiva, y no sabía coquetear, sino que intentaba hablar de temas serios, y eso también espantaba a los hombres.
Así pues, teníamos que trasladarnos, como ovejas que han de desplazarse de un pasto a otro. Y John debía ser nuestro pastor.
A la mañana siguiente mi hermano dejó sobre la mesa del desayuno un libro que le había prestado un amigo.