Él iba muy elegante con un frac cruzado de color burdeos con botones plateados y cuello de terciopelo marrón, a juego con los guantes. Sus botas de montar relucían, como si el barro no se atreviera a acercarse a ellas.
En ese momento reconocí para mis adentros que no sentía la menor simpatía por James Foot, con sus botas impolutas, su cuello y sus guantes a juego, y su mirada enjuiciadora. Jamás podría confiar en un hombre cuyo rasgo dominante era su ropa. No me inspiraba simpatía, y sospechaba que yo tampoco a él, aunque era demasiado educado para mostrarlo.
Junté las manos a la espalda para que no tuviera que seguir mirando mis ofensivos guantes.
– ¿Dónde está su caballo, señor? -No se me ocurrió nada mejor que decir.
– En Charmouth. Un muchacho se lo ha llevado a Colway Manor. He decidido hacer a pie el último trecho por la playa aprovechando el buen tiempo.
Detrás de James Foot, Mary me hacía señas con la mano. Cuando la miré, se frotó la mejilla vigorosamente. Fruncí el entrecejo.
– ¿Qué ha encontrado hoy? -preguntó James Foot.
Vacilé. Para enseñarle lo que había encontrado tenía que volver a mostrar mis manos enguantadas.
– Mary, ve a por la cesta y enseña al señor Foot lo que hemos encontrado. Mary sabe mucho de fósiles -añadí mientras la niña llevaba la cesta a James Foot y sacaba una piedra gris en forma de corazón que tenía grabado un delicado dibujo de cinco pétalos.
– Es un erizo de mar -dijo Mary-. Y esto es una uña del diablo. -Le tendió un bivalvo con forma de garra-. Pero el mejor de todos es el belemnites, el mayor que he visto en mi vida. -Sacó un belemnites muy bien conservado de al menos diez centímetros de largo y dos de ancho, con la punta ahusada.
James Foot lo miró y se puso colorado. No entendí el porqué hasta que Mary se echó a reír entre dientes.
– Parece lo que tiene mi hermano…
– Basta, Mary -logré interrumpirla a tiempo-. Guárdalo, por favor.
Yo también me sonrojé. Quería decir algo, pero pedir disculpas solo contribuiría a empeorar las cosas. Estoy segura de que James Foot pensó que me había propuesto incomodarlo.
– ¿Irá esta noche a los salones de celebraciones? -pregunté en un intento de dejar a un lado el tema del belemnites.
– Supongo que sí…, a menos que lord Henley tenga otros planes para mí.
Por lo general James Foot se mostraba categórico respecto a lo que iba o no iba a hacer, de modo que tuve la sensación de que estaba preparando el camino para huir. Yo creía saber el motivo, pero para asegurarme dije:
– Le diré a Margaret que lo busque.
Aunque James Foot no se movió, dio la impresión de que retrocedía al oír mis palabras.
– Iré si puedo. Por favor, salude a sus hermanas de mi parte. -Se despidió con una inclinación y echó a andar por la playa en dirección a Lyme.
Observé cómo sorteaba una charca entre las rocas y murmuré:
– No se casará con ella.
– ¿Cómo dice, señora?
Mary Anning estaba perpleja. Y ahora me llamaba «señora». Solterona o no, había dejado atrás la condición de «señorita». Una dama recibía el tratamiento de «señorita» cuando todavía tenía posibilidades de casarse.
– Nada, Mary. -Me volví hacia ella-. ¿Qué querías antes? No parabas de moverte y frotarte la cara como si te picara.
– Tiene barro en la mejilla, señorita Elizabeth. Pensé que querría limpiárselo para que el caballero no la mirara tan fijamente.
Me toqué la mejilla.
– Vaya por Dios, lo que faltaba. -Saqué un pañuelo y escupí en él, y acto seguido me eché a reír por no llorar.
James Foot no acudió a los salones de celebraciones esa noche. Margaret se llevó una decepción, pero no se inquietó hasta el día siguiente, cuando él avisó -aunque no personalmente-de que habían reclamado su presencia en Suffolk para que se ocupara de unos negocios de la familia y que estaría ausente unas semanas.
– ¿Qué familia? -preguntó Margaret al pobre mensajero, uno de los muchos primos de lord Henley-. ¡No me dijo que tuviera familia en Suffolk!
Lloró y se sintió abatida, y encontró un pretexto para visitar a los Henley, que no pudieron o no quisieron ayudarla. Yo dudaba queja-mes Foot les hubiera dicho por qué había perdido el interés por Margaret; cuando menos, no les habría hablado de mis guantes o el belemnítes. Era un caballero y nunca mencionaría algo así. En todo caso, a los Henley debía de haberles quedado claro que no éramos una familia adecuada con la que emparentar.
Margaret siguió asistiendo a los bailes de los salones de celebraciones y a las partidas de cartas, pero había perdido lustre, y las ocasiones en que fui con ella advertí que había bajado del peldaño superior de la escala social por la que había estado ascendiendo. El desaire de un caballero, justificado o no, causa un perjuicio sutil a una joven dama. A Margaret ya no le pedían todos los bailes, y los cumplidos sobre su vestido, su cabello y su tez eran menos frecuentes. Cuando concluyó el verano parecía fatigada y abatida. Louise y yo la llevamos a Londres unas semanas con la intención de animarla, pero Margaret sabía que algo había cambiado. Había perdido su mejor oportunidad de casarse e ignoraba por qué.
Nunca le hablé de mi encuentro con James Foot en la playa. Tal vez a Margaret le habría consolado saber que mi excentricidad había contribuido a la decisión de James Foot de no seguir cortejándola. Pero también habría pensado que, aunque yo hubiera dejado los fósiles y me hubiera comprado guantes nuevos, no habría sido suficiente. Un hombre elige a una mujer tras una compleja reflexión sobre esta y su familia; se necesita algo más que una hermana rara para dar al traste con los cálculos. James Foot había decidido que los Philpot no teníamos ni el dinero ni la posición social necesarios para que él pretendiera a Margaret. Mis guantes sucios y un fósil de forma sugerente no habían hecho más que confirmar la determinación que ya había tomado.
Estaba disgustada por Margaret, pero no lamentaba la retirada de James Foot. Sospechaba que siempre me habría mirado como si tuviera los guantes sucios. Y sí me juzgaba a mí, ¿cómo juzgaría a mi hermana? ¿La despojaría de toda su vitalidad? No habría soportado que mi hermana se hubiera casado con un hombre semejante.
Años más tarde me topé con James Foot en Colway Manor. A Margaret siempre le entraba dolor de cabeza cuando nos invitaban a sus fiestas y cenas, y Louise y yo no asistíamos sin ella por lealtad. El caso es que en cierta ocasión fui allí para hablar con lord Henley de unos fósiles de los Anning y me tropecé con James Foot y su esposa, que llegaban cuando yo me marchaba. Ella era menuda y pálida y temblaba como una hoja; jamás habría llevado un turbante a un baile. Entonces supe que era mejor que Margaret hubiera escapado a ese destino.
Margaret había alcanzado la cumbre de su potencial durante el verano de James Foot. Al siguiente la trataron como un hermoso vestido guardado en un armario que ha pasado de moda; el escote es ahora demasiado alto o bajo, la tela está un pelín descolorida, el corte ya no resulta tan favorecedor. Nos sorprendió que algo así pudiera ocurrir en Lyme con la misma facilidad que en Londres, pero poco podíamos hacer para remediarlo. Margaret conservó a sus amigos y trabó nuevas amistades entre los veraneantes, pero ya no volvía por las noches con un brillo especial en los ojos ni se ponía a bailar en la cocina. Con el tiempo los turbantes que insistía ni llevar dejaron de parecer tan atrevidos y se convirtieron en una excentricidad de aquella Philpot. No logró escapar casándose como Frances y se quedó soltera como Louise y yo. Hay destinos peores.
3 Como buscar un trébol de cuatro hojas