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– No te olvides de anotar dónde lo has descubierto, en qué estrato de la roca y la fecha. Es importante registrarlo. -Desde que yo había aprendido a leer y escribir en la escuela dominical de la capilla, la señorita Elizabeth siempre me daba la lata para que hiciera etiquetas-. ¿Crees que la marea nos va a cerrar el paso?

– Tenemos pocos minutos, señora. Yo me marcharé enseguida.

La señorita Elizabeth asintió con la cabeza, consciente de que preferiría regresar sola. No le molestó; a los buscadores de fósiles a menudo nos gusta estar solos.

– Ah, Mary -dijo al tiempo que se volvía para marcharse-. Mis hermanas y yo sentimos mucho lo de tu padre. Mañana me pasaré por tu casa. Bessy ha hecho una tarta, Louise un tónico para tu madre y Margaret una bufanda de punto.

– Son ustedes muy amables -murmuré.

Tenía ganas de preguntarle de qué nos servían las bufandas y los tónicos, cuando lo que necesitábamos era carbón, pan, dinero, pero las Philpot siempre se habían portado bien conmigo y sabía que no debía quejarme.

Una ráfaga de viento levantó el ala del sombrero de la señorita Elizabeth de tal forma que le dio la vuelta. Se lo colocó bien y, tras arroparse con el chal, frunció el entrecejo.

– ¿Dónde tienes el abrigo, muchacha? Hace mucho frío para andar sin él.

Me encogí de hombros.

– No tengo frío.

En realidad sí tenía frío, pero no lo había notado hasta que ella lo dijo. Había olvidado ponerme el abrigo, que de todas formas me quedaba pequeño y no me permitía mover los brazos, cuando lo que necesitaba era tenerlos libres. Ese día no estaba para pensar en abrigos.

Esperé hasta que la señorita Elizabeth llegó a la curva de la playa desierta para ponerme en camino, apretando todavía el amo en la mano. Su espalda recta a lo lejos me hacía compañía y en cierto modo me brindaba consuelo. No vi a nadie más hasta que llegué a Lyme. Un grupo de londinenses que pasaban en el pueblo los últimos días de la temporada paseaba por Gun Cliff, por detrás de nuestra casa. Cuando me crucé con ellos, una señora me preguntó:

– ¿Has encontrado algo?

Abrí la mano sin pensar. La mujer se quedó boquiabierta y cogió el amo para enseñárselo a los demás, que se detuvieron a admirarlo.

– Te doy media corona por él, muchacha.

La dama entregó el amo a un hombre y abrió un monedero. Yo quería decirle que no estaba en venta, que era mío y me ayudaría a recordar a papá, pero ella ya me había puesto la moneda en la mano y se alejaba. Me quedé mirando el dinero y pensé: Aquí está el pan de una semana. Evitará que vayamos al asilo para pobres. Papá así lo habría querido.

Corrí hacia casa apretando la moneda con fuerza. Era la prueba de que todavía podíamos hacer negocio con las curis.

Mamá no volvió a quejarse de que buscáramos fósiles. No tuvo tiempo: apenas se hubo recobrado del golpe de la muerte de papá, nació el bebé, al que llamó Richard, como papá. Al igual que todos los bebés anteriores, era un llorón. Nunca se encontraba bien, y mamá tampoco; tenía frío y estaba cansada por culpa de aquel niño que no dormía bien y comía mal. Fue el llanto del bebé -y también las deudas-lo que un día, meses después de la muerte de papá, empujó a Joe a salir al frío gélido que tanto detestaba. Necesitábamos fósiles. Yo también quería salir, a pesar del frío, pero tenía que quedarme en casa paseando al bebé arriba y abajo para que dejara de llorar. Era tan gritón que costaba tomarle cariño. Solo se callaba cuando lo estrechaba entre mis brazos y caminaba de un lado a otro cantándole «Don't Let Me Die an Old Maid».

Estaba cantando los últimos versos por sexta vez -«Venid viejos o jóvenes, venid tontos o listos. / No me dejéis morir solterona, y tomadme por piedad»-cuando Joe abrió la puerta tan de golpe que me sobresalté. Noté la corriente de aire frío, que hizo que el niño se pusiera a llorar.

– ¡Mira lo que has hecho! -grité-. Se estaba calmando y vienes tú y lo despiertas.

Joe cerró la puerta y se volvió hacia mí. Entonces advertí su entusiasmo. Por lo general mi hermano no se emociona con nada; su cara es como una piedra, apenas muestra ninguna expresión o cambio. Esta vez, sin embargo, tenía los ojos iluminados como si el sol brillara a través de ellos, las mejillas encendidas y la boca abierta. Se quitó el gorro y se revolvió el cabello de tal forma que le quedó de punta.

– ¿Qué pasa, Joe? -pregunté-. ¡Chist, pequeño, chist! -Me coloqué al bebé sobre el hombro-. ¿Qué pasa?

– He encontrado algo.

– ¿Qué? Enséñamelo, -Miré para ver qué había traído.

– Tienes que venir conmigo. Está en el acantilado. Es grande.

– ¿Dónde?

– Al final de Church Cliffs.

– ¿Qué es?

– No lo sé. Algo… distinto. Una quijada larga con muchos dientes. -Joe parecía casi asustado.

– Es un cocodrilo -declaré-. Debe de serlo.

– Ven a verlo.

– No puedo. ¿Qué hago con el bebé?

– Tráelo.

– No puedo; hace mucho frío.

– ¿Y si se lo dejas a los vecinos?

Negué con la cabeza.

– Ya han hecho bastante por nosotros; no podemos pedirles otro favor, y menos por algo así.

Nuestros vecinos de Cockmoile Square recelaban de las curis. Envidiaban el poco dinero que ganábamos con ellas, al tiempo que se preguntaban por qué alguien querría gastarse un solo penique en un trozo de piedra. Yo sabía que solo debíamos pedirles ayuda cuando la necesitáramos de verdad.

– Cógelo un momento.

Entregué el bebé a Joe y fui a ver a mamá a la habitación contigua. Dormía profundamente, con tal placidez que no tuve valor para dejarle al bebé llorón al lado. Así pues, nos lo llevamos envuelto en tantos chales como admitió la criatura.

Mientras caminábamos con cuidado por la playa -más despacio que de costumbre, pues llevaba al bebé en brazos y no podía ayudarme de las manos para mantener el equilibrio al andar sobre las piedras-, Joe me explicó que estaba buscando curis entre los derrubios que habían dejado las tormentas. Me contó que no estaba buscando en los riscos, pero que cuando se levantó después de escarbar entre las rocas desprendidas le llamó la atención una hilera de dientes incrustados en una veta de la cara del acantilado.

– Aquí.

Joe se detuvo donde había dejado cuatro piedras amontonadas, tres a modo de base y una encima, la señal que usábamos los Anning para localizar nuestros hallazgos cuando teníamos que abandonarlos. Dejé en el suelo al bebé, que ahora apenas gimoteaba del frío que tenía, y observé las capas de roca que Joe señalaba. Estaba tan emocionada que ni siquiera notaba el frío.

Enseguida vi los dientes, justo debajo del nivel del mar. No estaban colocados en hileras regulares, sino desordenados entre dos piezas largas y oscuras que debían de haber sido la boca y la quijada de la criatura. Esos huesos se unían en un extremo y formaban un hocico largo y puntiagudo. Pasé un dedo por encima. Sentí como si me atravesara un rayo al ver ese hocico. Allí estaba el monstruo que papá había buscado durante años pero que nunca vería.

Sin embargo, me esperaba un rayo todavía mayor. Joe posó el dedo en un gran bulto situado por encima de donde se unía la quijada. La piedra lo cubría en parte, pero parecía redondo, como un panecillo en un plato. A juzgar por la curva, cualquiera habría dicho que formaba parte de un amonites, pero no había ninguna espiral. En cambio se veían placas de hueso sobrepuestas alrededor de una gran cuenca vacía. Me quedé mirando la cuenca y tuve la impresión de que esta me miraba a su vez.

– ¿Es eso el ojo? -pregunté.

– Creo que sí.

Me estremecí; uno de esos escalofríos que recorren el cuerpo cuando no se tiene frío y que es imposible contener. No sabía que los ojos de los cocodrilos fueran tan grandes. El del dibujo que me había enseñado la señorita Elizabeth tenía ojillos de cerdito, no aquellos ojos enormes de búho. Mirar aquel ojo hizo que me sintiera rara, como si hubiera un mundo de curiosidades que ignoraba: cocodrilos con ojos enormes, serpientes sin cabeza y rayos arrojados por Dios que se convertían en piedra. A veces tenía esa misma sensación de vacío cuando miraba el cielo lleno de estrellas o las aguas profundas en las contadas ocasiones en que iba en barca, y no me gustaba: era como si el mundo fuera demasiado extraño para que yo lo entendiera. En tales momentos tenía que ir a la capilla y quedarme allí hasta que pensaba que podía dejar que Dios se ocupara de todos aquellos misterios, y la preocupación desaparecía.