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Volví la cabeza. Por el recodo que ocultaba Lyme a la vista se acercaba el único buscador de fósiles que podría pensar en echar mano a nuestro coco. Aunque la mayoría respetaba los hallazgos de los demás, al Capitán Curi le daba igual quién veía algo primero. Una vez cogió un gigantesco amonites que Joe y yo habíamos empezado a sacar de un acantilado en Monmouth Beach, y se rió en nuestras narices cuando le dijimos que nos pertenecía. «Pues no haberlo dejado. Soy yo el que ha acabado de excavar, así que me lo quedo», dijo. Cuando papá fue a hablar con él, juró incluso que lo había visto antes y que lo había señalado, y que Joe y yo habíamos hecho mal al excavar, dado que el hallazgo era suyo.

El Capitán Curi no debía ver el coco. De lo contrario, tendríamos que vigilarlo a todas horas. Me aparté del cráneo, cogí un buen nódulo y me acerqué a la orilla, donde había una piedra laja perfecta para golpear con el martillo. Joe echó a andar en dirección a Charmouth y se detuvo a unos quince metros para escarbar entre unos trozos de pirita en busca de un amo piritizado. «Serpientes doradas» los llamábamos. La señorita Philpot se alejó varios pasos y empezó a examinar el suelo; al cabo de unos minutos se arrodilló para coger una piedra. Por debajo del ala del sombrero observé cómo el Capitán Curi se aproximaba al coco de la cara del acantilado, con la pala al hombro. Ahora que yo había dejado al descubierto el ojo, el cráneo parecía mirar de hito en hito y sonreír para llamar la atención. El Capitán Curi echó un vistazo al acantilado y se paró justo donde habíamos estado nosotros. Joe dejó de remover las piedrecitas con los pies y yo dejé de golpear con el martillo.

El Capitán Curi se inclinó para coger algo. Cuando se enderezó, su cara quedó a escasos centímetros del ojo del monstruo. Empezó a palpitarme muy deprisa el corazón. A continuación el anciano alzó un guante.

– Señorita Philpot, ¿es suyo? Es demasiado elegante para Mary.

– Creo que es mío, señor Lock -respondió la señorita Elizabeth.

Nunca lo llamaba Capitán Curi, sino por su apellido, del mismo modo que llamaba Joseph a Joe, amonites en lugar de piedras de serpiente a los amos, y belemnites en lugar de rayos a los beles. Era así de formal.

– Tráigamelo, por favor.

El anciano se acercó para entregárselo. Una vez que se hubo alejado del coco, volví a respirar.

– ¿Ha encontrado algo? -preguntó cuando la señorita Elizabeth le dio las gracias.

– Solo una Gryphaea. Uña del diablo para usted.

– Enséñemela…

El Capitán Curi se agachó a su lado. La búsqueda de fósiles pro-duce esas reacciones en la gente: derriba las normas. En la playa un mozo de cuadra puede hablar con una dama como jamás se le ocurrí-ría hacer en otra parte.

Me acerqué a toda prisa para rescatarla.

– ¿Qué hace aquí, Capitán Curi? -pregunté.

El se rió entre dientes.

– Lo mismo que tú, Mary: buscar curis para ganar unos peniques. Claro que ahora tú los necesitas más que yo, habida cuenta de la situación en que os ha dejado vuestro padre, ¿no? Toma. -Me arrojó algo. Era una serpiente dorada.

– Esto es lo que pienso de sus curis, Capitán Curi. -Me volví y la lancé tan lejos como pude. Aunque la marea estaba baja, logré que cayera en el agua.

– ¡Oye!

El Capitán Curi me fulminó con la mirada. A nadie le gusta ver cómo los demás desperdician sus curis. Es como arrojar monedas al mar.

– Te has vuelto muy desagradable -dijo-. Debe de ser por culpa del relámpago que te cayó. Deberías haber llevado encima un rayo para evitar que te alcanzara. Te has vuelto tan mala que acabarás convertida en una solterona vieja y amargada a la que ningún hombre querrá mirar.

Abrí la boca para replicar, pero la señorita Elizabeth se me adelantó.

– Ya va siendo hora de que se marche, señor Lock -dijo.

El Capitán Curi apartó de mí sus ojos brillantes para mirar a la señorita Elizabeth.

– La próxima vez no me molestaré en cogerle el guante, señora -dijo con desdén.

Joe regresó en ese momento, de modo que el anciano no dijo nada más y, echándose la pala al hombro, continuó caminando por laplaya en dirección a Charmouth, lanzando miradas hacia atrás de vez en cuando.

– Mary, has sido muy grosera con él -observó la señorita Elizabeth-. Me avergüenzo de ti.

– ¡El fue más grosero conmigo! ¡Y con usted!

– Aun así, debes respetar a tus mayores; de lo contrario pensarán lo peor de ti.

– Lo siento, señorita Philpot. -No lo sentía en absoluto.

– Quedaos aquí los dos hasta que suba la marea -ordenó la señorita Elizabeth-, sin perder de vista a la criatura, para aseguraros de que William Lock no vuelve y la descubre. Yo iré al Cobb a contratar a los hombres para que saquen el cocodrilo mañana…, si es un cocodrilo. De todos modos, ¿qué otra cosa podría ser?

Me encogí de hombros. Su pregunta me inquietó, aunque no sabía por qué.

– Es una criatura de Dios, desde luego -señaló Joe.

– A veces me pregunto…

– ¿Qué se pregunta, señora? -inquirí.

La señorita Elizabeth nos miró a mí y a Joe y pareció salir de su ensimismamiento, como si acabara de percatarse de que estaba con nosotros. Negó con la cabeza.

– Nada. Es un cocodrilo de aspecto extraño.

Echó un vistazo al cráneo una vez más antes de marcharse.

Los gemelos Davy y Billy Day vinieron a la tarde siguiente a excavar. Fue una lástima que la marea se hallara muy baja poco después del mediodía, pues la playa estaba más transitada a esa hora que por la mañana temprano poco antes del anochecer. Habríamos preferido excavar cuando no hubiera nadie alrededor, al menos hasta que hubiéramos sabido qué teníamos y lo hubiésemos protegido.

Los Day eran unos picapedreros que construían carreteras y hacían reparaciones en el Cobb. Tenían el torso como una coraza, brazos recios y piernas cortas y robustas, y caminaban hinchando el pecho y apretando el trasero. Apenas hablaron ni mostraron la menor sorpresa cuando vieron el cocodrilo que los miraba desde la cara del acantilado con su ojo como un plato. Se lo tomaron como el trabajo que era, como si estuvieran picando un bloque de piedra que se usaría para adoquinar una calle o levantar un muro, y no hubiera un monstruo dentro.

Deslizaron las manos por la piedra alrededor del cráneo palpando las fisuras naturales en que podrían clavar cuñas. Permanecí callada, pues tenían más experiencia que yo picando roca. Aprendería mucho de ellos a lo largo de los años, una vez que la búsqueda de fósiles empezó a requerir la extracción de grandes especímenes del acantilado o de salientes de piedra que quedaban al descubierto con la marea baja. Los Day se encargarían de sacar muchos monstruos para mí cuando yo no podía.

Se lo tomaron con calma, pese a que la luz de la tarde no duraría, a que la marea se acercaba sigilosamente y a que solo disponían de medio día libre para el trabajo. Antes de cada golpe examinaban la superficie de la roca. Una vez que decidían dónde colocar la cuña de hierro, hablaban del ángulo y de la fuerza necesaria antes de emplear el martillo. A veces los golpecitos eran delicados y no parecían tener ningún efecto sobre la roca. Luego Billy o Davy -era incapaz de distinguirlos-usaba toda su fuerza para asestar un golpe que arrancaba otro trozo de acantilado.

Mientras trabajaban, se congregó una multitud: personas que llevaban rato en la playa y niños que parecían saber que estábamos allí casi antes de que llegáramos. Entre ellos se hallaba Fanny Miller, que no me miró en ningún momento y se quedó atrás con sus amigas. En Lyme resulta imposible guardar secretos; el pueblo es demasiado pequeño y la necesidad de entretenimiento, demasiado grande. Ni siquiera un día invernal de frío gélido impedía a la gente salir a contemplar algo nuevo. Los niños corrían por la orilla, hacían saltar piedras en el agua y escarbaban en el barro y la arena. Algunos adultos buscaban fósiles, aunque pocos sabían lo que hacían. Otros charlaban, y unos cuantos hombres daban consejos a Davy y Billy sobre cómo debían picar la roca. No todos permanecieron las cuatro horas que tardaron los gemelos en sacar el cráneo, pues cuando el sol se ocultó tras los acantilados hizo todavía más frío. Pero fueron bastantes lo que se quedaron.