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– Déjelo, señora -gritó Molly Anning-. Los mimos no harán más que empeorar las cosas. Dentro de poco se calmará.

Me aparté del cajón y miré alrededor tratando de no revelar la consternación que me producía el desaliño de la habitación. Por lo general las cocinas son la parte más acogedora de una casa, pero la de los Anning carecía de la calidez y la sensación de hallarse bien abastecida que animan a alguien a quedarse. Había una mesa baqueteada con tres sillas dispuestas de cualquier modo alrededor y un estante con unos cuantos platos desportillados. No se veían ni pan ni pasteles ni jarras de leche como en nuestra cocina, y sentí un repentino cariño por Bessy. Por más que gruñera, tenía la cocina siempre llena de comida, y esa abundancia procuraba un bienestar que se extendía por Morley Cottage. Las hermanas Philpot percibíamos durante todo el día la sensación de seguridad que Bessy creaba. Carecer de dicha seguridad debía de roer las tripas tanto como el hambre de verdad.

Pobre Mary, pensé. Todo el día pasando frío en la playa para luego regresar a un lugar como este.

– He venido a ver a Mary y Joseph, señora Anning -dije-. ¿Están en casa?

– Joe ha ido hoy a trabajar al molino. Mary está abajo.

– ¿Ha visto el cráneo que trajeron ayer de la playa? -no pude por menos de preguntar-. Es extraordinario.

– No he tenido tiempo.

Molly cogió una col de una cesta y empezó a picarla furiosamente. Destacaba por las manos, aunque no como Margaret por sus gestos frívolos. Las de Molly siempre estaban trabajando: removiendo, limpiando, poniendo orden.

– Está abajo -insistí-. Merece la pena echarle un vistazo. Solo será un momento. Vaya a verlo, si quiere; yo vigilaré la sopa y cuidaré del bebé.

Molly Anning soltó un resoplido.

– Conque cuidará del bebé, ¿eh? Me gustaría verlo. -Dejó escapar una risita que me hizo ruborizar.

– Sacarán una buena suma por el cocodrilo cuando lo hayan limpiado. -Empecé a hablar del cráneo de la única forma que sabía que le interesaría.

Efectivamente, Molly Anning alzó la vista, pero no tuvo ocasión de contestar porque en ese instante Mary subió por la escalera.

– ¿Ha venido a ver el cocodrilo, señorita Philpot?

– Y a ti también, Mary.

– Pues baje, señora.

Había estado en el taller de los Anning varias veces durante los años que llevábamos en Lyme para encargar vitrinas a Richard Anning, recoger o dejar especímenes que Mary limpiaba, aunque casi siempre era ella quien venía a mi casa. Cuando Richard Anning trabajaba de ebanista, la habitación era un campo de batalla entre los elementos que representaban las dos vertientes de su vida: la madera con que se ganaba el sustento y la piedra que alimentaba su interés por el mundo natural. A un lado de la habitación, apoyadas contra la pared había todavía láminas de madera bien cepilladas, así como tiras de chapa más pequeñas. Sobre el suelo, cubierto de virutas de madera, yacían cubos de barniz viejo y herramientas. En esa parte de la habitación apenas se había tocado nada durante los meses transcurridos desde la muerte de Richard Anning, aunque sospechaba que los Anning habían vendido parte de la madera para comer y no tardarían en vender el resto junto con las herramientas.

En la otra mitad de la habitación había unos largos estantes donde se amontonaban trozos de roca con especímenes que el martillo de Mary debía extraer. Tanto en los estantes como en el suelo había también, sin ningún orden discernible a la tenue luz de la estancia, cajas de diversos tamaños que contenían trozos de belemnites y amonites, astillas de madera fosilizada, piedras con vestigios de escamas de pez y muchos otros ejemplares de fósiles apenas revelados, incompletos o de calidad inferior que no se podían vender.

En todo el taller, cubriendo por igual madera y piedra, había una capa finísima de polvo. La piedra caliza y el esquisto desmenuzados forman un barro pegajoso y, al secarse, un polvo ubicuo, casi tan suave y fino como el de talco, que parece arena cuando lo pisas y que se pega a la piel. Yo lo conocía bien, al igual que Bessy, que se quejaba amargamente porque tenía que ir limpiándolo detrás de mí cuando llevaba a casa especímenes de los acantilados.

Me estremecí, en parte por el frío que hacía en el sótano, donde no había lumbre, pero también porque el desorden de la habitación me molestaba. En la búsqueda de fósiles había aprendido a ser disciplinada y no coger todos los trozos que encontraba, sino solo especímenes enteros. Tanto Bessy como mis hermanas se habrían rebelado contra el aumento continuo de fósiles incompletos en el espacio disponible. Morley Cottage debía ser nuestro refugio frente al rigor del mundo exterior. Para poder tener fósiles en casa, había que domeñarlos: limpiarlos, catalogarlos, etiquetarlos y colocarlos en vitrinas, donde podían contemplarse tranquilamente, sin que el orden de nuestra vida diaria se viera amenazado.

El caos del taller de los Anning indicaba en mi opinión algo peor que la falta de limpieza doméstica. Allí se respiraba confusión ideológica y desorden moral. Sabía que Richard Anning tenía ideas políticas subversivas y que años después de su muerte todavía circulaban historias elogiosas sobre él, como la de la protesta que había encabezado contra el precio del pan. La familia era disidente…, algo común en Lyme, que, tal vez debido a su aislamiento, parecía constituir un refugio de cristianos independientes. No sentía la animadversión hacia los disidentes, pero me preguntaba si, ahora que el padre había fallecido, a Mary no le vendría bien un poco más de orden en su vida…, físico, ya que no espiritual.

Sin embargo, estaba dispuesta a soportar aquella suciedad y confusión para ver lo que había en el centro del taller, colocado sobre una mesa y rodeado de velas, como una ofrenda pagana. Aun así, no había suficientes velas para iluminarlo bien. Me propuse encargar a Bessy que les llevara unas cuantas la próxima vez que bajara al pueblo.

En la playa, con tantas personas alrededor, no había tenido oportunidad de examinar bien el cráneo. Ahora, contemplado en su totalidad, no como una mera silueta, parecía la maqueta irregular y accidentada de un paisaje montañoso, con dos montículos que se alzaban como túmulos de la Edad del Bronce. La sonrisa del cocodrilo, ahora que la veía por entero, parecía de otro mundo, sobre todo a la luz parpadeante de las velas. Me sentí como si estuviera contemplando a través de una ventana un pasado remoto en el que acechaban criaturas tan extrañas como aquella.

Observé el cráneo en silencio durante largo rato, rodeando la mesa para inspeccionarlo desde todos los ángulos. Todavía estaba atrapado en la piedra y habría que proceder con suma delicadeza con las cuchillas, las agujas y las brochas de Mary, amén de dar algún que otro martillazo.

– Ten cuidado de no romperlo cuando lo limpies, Mary -dije para recordarme que estábamos ante un trabajo, no ante una escena de una de las novelas góticas con las que tanto disfrutaba Margaret pasando miedo.

Mary torció el gesto, indignada.

– Desde luego, señora. -Sin embargo, su seguridad era solo aparente, pues vaciló-. Pero costará mucho trabajo y no sé cuál es la mejor forma de proceder. Ojalá estuviera papá aquí para decirme qué debo hacer. -La importancia de su tarea parecía abrumarla.

– Te he traído el libro de Cuvier para que te sirva de guía, aunque no sé hasta qué punto te ayudará.

Lo abrí por la página del dibujo del cocodrilo. Lo había estudiado antes, pero ahora, al ver el cráneo con la ilustración en la mano, no me cupo la menor duda de que aquello no era un cocodrilo…, ni ninguna especie de la que tuviéramos conocimiento. El morro del cocodrilo no es puntiagudo, su mandíbula inferior es desigual, sus dientes tienen varios tamaños y sus ojos son muy pequeños. Aquel cráneo tenía la mandíbula larga y lisa, y los dientes, regulares. Las cuencas oculares me recordaban las rodajas de piña que me habían servido en casa de lord Henley la noche en que descubrí lo poco que sabía este de fósiles. Los Henley cultivaban piñas en su invernadero, y para mí eran un placer desacostumbrado, que ni siquiera la ignorancia de mi anfitrión logró amargarme.