Sí no era un cocodrilo, ¿qué era? No compartí mi preocupación sobre el animal con Mary, como había empezado a hacer en la playa, antes de pensármelo mejor; era demasiado joven para unas preguntas tan inquietantes. Hablando de fósiles con los habitantes de Lyme había descubierto que pocos querían ahondar en terrenos desconocidos; preferían aferrarse a sus supersticiones y dejar las preguntas sin respuesta a la voluntad divina, en lugar de buscar una explicación razonable que tal vez pusiera en tela de juicio el pensamiento establecido. De ahí que llamaran a aquel animal «cocodrilo», en lugar de considerar la otra posibilidad: que era el cuerpo de una criatura que ya no existía en la faz de la tierra.
Era una idea demasiado radical para que la mayoría se la planteara. Incluso a mí, que me consideraba libre de prejuicios, me desazonaba un poco pensar en ello, pues implicaba que Dios no había planeado qué iba a hacer con todos los animales que había creado. Si estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados dejando que se extinguieran sus criaturas, ¿qué conclusión cabía extraer respecto a los seres humanos? ¿Íbamos a extinguirnos también? Observando aquel cráneo con sus enormes ojos redondos me sentía como si estuviera en el borde de un precipicio. No era justo llevar a Mary conmigo hasta allí.
Dejé el libro al lado del cráneo.
– ¿Has ido a buscar el cuerpo esta mañana? ¿Has encontrado algo?
Mary negó con la cabeza.
– El Capitán Curi estaba fisgoneando. Pero no por mucho tiempo… ¡Hubo un desprendimiento de rocas!
Se estremeció, y advertí que le temblaban las manos. Cogió el martillo como si quisiera darle algún uso.
– ¿Se encuentra bien el señor Lock?
Aunque no tenía en mucha estima al anciano, no quería que se muriera, y menos por culpa de las rocas que tanto miedo nos daban a mí y a otros buscadores de fósiles.
Mary soltó un resoplido.
– No le ha pasado nada, pero el cuerpo del cocodrilo ha quedado enterrado bajo un montón de piedras. Habrá que esperar.
– Es una lástima.
Oculté mi decepción tras esa frase lacónica. Había deseado con toda el alma ver el cuerpo de aquel animal, que podía ofrecer algunas respuestas.
Mary dio unos golpecitos con el martillo en el borde de la roca y se desprendió un trocho de piedra adherida a la mandíbula. Parecía menos preocupada que yo por aquel retraso, tal vez porque estaba más acostumbrada a tener que esperar para conseguir las cosas más básicas: comida, calor, luz.
– Mary, lord Henley ha venido a visitarme para preguntar por el cráneo -dije-. Le gustaría verlo, con idea de comprarlo.
Ella me miró, con los ojos brillantes.
– ¿De verdad? ¿Cuánto va a pagar?
– Supongo que podrías conseguir cinco libras. Yo puedo acordar las condiciones por ti. Creo que prefiere que lo haga yo. Pero…
– ¿Qué, señorita Elizabeth?
– Sé que necesitáis dinero ahora, pero, si esperáis hasta que encontréis el cuerpo y lo unís a la cabeza, creo que podríais vender el espécimen entero por más dinero que si está en dos partes. El cráneo es extraordinario tal como está, pero sería espectacular unido al cuerpo.
Incluso mientras lo decía era consciente de que se trataba de una decisión demasiado difícil para Mary. ¿Qué niña puede mirar más allá del pan que llenará su estómago en el presente y ver los campos de trigo que pueden alimentarla durante los años venideros? Tendría que sentarme con su madre y plantearle el asunto.
– ¡Mary, el señor Blackmore quiere ver el coco! -gritó Molly Anning por la escalera.
– ¡Dile que vuelva dentro de media hora! -repuso Mary-. La señorita Philpot todavía no ha acabado. -Se volvió hacia mí-. No ha dejado de venir gente a verlo en todo el día -añadió con orgullo.
Los pies de Molly aparecieron en la escalera.
– El reverendo Gleed de la capilla también está esperando. Dile a la señorita como se llame que hay más gente que quiere verlo. Ni que esto fuera una tienda y acabáramos de recibir vestidos nuevos -murmuró.
Entonces se me ocurrió una idea que permitiría a los Anning ganar un poco de dinero con la cabeza de cocodrilo hasta que dieran con el cuerpo. Y no tendrían que llevar el cráneo a Colway Manor para que lord Henley lo viera.
A la mañana siguiente Mary, Joseph y dos de sus amigos más fuertes llevaron el cráneo a los salones de celebraciones, en la plaza principal, a la vuelta de la esquina de la casa de los Anning. Durante gran parte del invierno los salones apenas se usaban, para desesperación de Margaret. El salón principal tenía una gran ventana salediza que daba al sur, al mar, y dejaba entrar suficiente luz para que el espécimen se viera con claridad. Un torrente continuo de visitantes pagó un penique para verlo. Cuando llegó lord Henley -yo había mandado a un muchacho con un mensaje para invitarlo-, Mary quiso cobrarle también, pero la miré con el entrecejo fruncido y se sumió en un silencio hosco que temí disuadiera a lord Henley de una posible compra.
No tenía por qué preocuparme. A lord Henley no podía impórtale menos lo que pensara la niña. De hecho, apenas se fijó en ella e hizo como que examinaba el espécimen con una lupa que traía. Mary sintió tal curiosidad por usarla que se le pasó el berrinche y no se apartó de lord Henley. No se atrevía a pedírsela, pero cuando él me la ofreció dejé que la utilizara. De igual modo, él me dirigía a mí sus preguntas sobre dónde y cómo se había extraído el cráneo, y yo contestaba por ella.
Solo cuando el caballero se interesó por el paradero del cuerpo, Mary se me adelantó.
– No lo sabemos, señor -respondió-. Hubo un desprendimiento de rocas y, si está allí, ha quedado enterrado. Estaré pendiente. Solo hace falta una buena tormenta que lo saque.
Lord Henley se la quedó mirando. Supongo que se preguntaba por qué hablaba la muchacha; se había olvidado de su participación en el descubrimiento. Además, Mary no estaba en absoluto presentable, ni para un caballero ni para nadie: su cabellera morena estaba enmarañada y apelmazada por la intemperie y la falta de un buen cepillado, tenía las uñas melladas y bordeadas de lodo, y los zapatos cubiertos de barro seco. En el último año había crecido sin un vestido nuevo, y la falda le quedaba demasiado corta, y las muñecas le asomaban mucho por los puños. Al menos tenía la cara radiante de entusiasmo, a pesar de las mejillas curtidas por el viento y la suciedad de su piel. Yo estaba acostumbrada a su aspecto, pero al verla con los ojos de lord Henley me ruboricé de vergüenza. Si aquella era la responsable del espécimen que lord Henley reclamaba, este se sentiría muy preocupado por el buen estado del fósil.
– Es un ejemplar espléndido, ¿verdad, lord Henley? -intervine-. Solo hay que limpiarlo y prepararlo, tareas que supervisaré yo, naturalmente. ¡Piense en lo imponente que quedará algún día unido al cuerpo!
– ¿Cuánto tiempo necesitará para limpiarlo?
Lancé una mirada a Mary.
– Un mes como mínimo -aventuré-. Tal vez más. Nadie ha manipulado un animal tan grande hasta ahora.
Lord Henley dejó escapar un gruñido. Miraba el cráneo como si fuera una pierna de venado preparada con salsa de oporto. Saltaba a la vista que quería llevárselo a Colway Manor de inmediato; era la clase de hombre que tomaba una decisión y no quería esperar a los resultados. Sin embargo, incluso él era consciente de que el espécimen necesitaba ciertos cuidados…, en parte para presentarlo de la mejor forma posible, pero también para su conservación. El cráneo había permanecido entre capas de roca del acantilado que lo habían protegido de la exposición al aire y mantenido húmedo. Ahora que estaba libre, no tardaría en secarse y empezar a agrietarse a medida que se contrajera, a menos que Mary lo sellara con el barniz que su padre aplicaba a los armarios que hacía.