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– Muy bien -dijo él-. Un mes para limpiarlo. Tráigamelo entonces.

– No entregaremos el cráneo hasta que aparezca el cuerpo -declaró Mary.

Fruncí el entrecejo y le hice un gesto con la cabeza. Mi intención era persuadir con tacto a lord Henley de que pagara por el cráneo y el cuerpo juntos, y Mary entorpecía mis delicadas negociaciones. La niña no me hizo el menor caso y añadió:

– La cabeza se quedará en Cockmoile Square.

Lord Henley me miró.

– Señorita Philpot, ¿por qué tiene esta niña voz y voto en el destino del espécimen?

Tosí llevándome el pañuelo a la boca.

– Fue ella quien lo encontró, señor…, ella y su hermano…, así que supongo que su familia tiene cierto derecho.

– ¿Dónde está el padre, pues? Debería hablar con él, no con una… -Lord Henley hizo una pausa, como si pronunciar las palabras «mujer» o «muchacha» fuera demasiado indigno para él.

– Murió hace unos meses.

– La madre, entonces. Traiga a la madre. -Lord Henley habló como si ordenara a un mozo de cuadra que le trajera su caballo.

Costaba imaginar a Molly Anning negociando con él. El día anterior había accedido a que yo intentara convencer a lord Henley de que esperara a tener el espécimen completo. No habíamos hablado de que ella se encargara de los tratos comerciales. Suspiré.

– Corre a buscar a tu madre, Mary.

Esperamos a que regresaran en un silencio embarazoso, refugiándonos en el examen del cráneo.

– Tiene unos ojos bastante grandes para ser un cocodrilo, ¿no cree, lord Heniey? -aventuré.

Él se movió arrastrando las botas.

– Es muy sencillo, señorita Philpot. Este es uno de los primeros modelos que hizo Dios antes de que decidiera dar a los siguientes unos ojos más pequeños.

Arqueé las cejas.

– ¿Quiere decir que Dios lo rechazó?

– Quiero decir que Dios deseaba una versión mejor, el cocodrilo que hoy conocemos, y lo sustituyó.

En mi vida había oído nada semejante. Tenía ganas de seguir preguntándole al respecto, pero sus afirmaciones eran siempre tan terminantes que no admitían preguntas. Me hizo sentir como una idiota, incluso sabiendo que él era más idiota que yo.

Fue un alivio que Molly Anning nos interrumpiera. Por fortuna no trajo al bebé llorón, sino que llegó acompañada de Mary y de un olor a col.

– Soy Molly Anning, señor -dijo limpiándose las manos en el delantal y mirando alrededor, pues nunca había entrado en los salones de celebraciones-. Yo llevo la tienda de fósiles. ¿Qué desea?

Tenía la misma estatura que lord Henley, y su mirada penetrante pareció empequeñecer un poco al hombre. También a mí me sorprendió la mujer. No sabía que llamaran «tienda» al taller, ni que Molly Anning tuviera algo que ver con ella. Sin embargo, al haber perdido al marido se veía obligada a asumir nuevas tareas. Llevar un negocio parecía una de ellas.

– Quiero llevarme este espécimen, señora Anning. Si su hija lo permite -añadió lord Henley con cierto sarcasmo-. Pero su hija tiene que rendir cuentas ante usted, ¿no?

– Por supuesto. -Molly Anning echó apenas un vistazo al cráneo-. ¿Cuánto va a pagar?

– Tres libras.

– Eso… -comencé a decir.

– Supongo que habrá muchos caballeros dispuestos a pagar más -me interrumpió Molly Anning-, pero aceptaremos su dinero, si está usted de acuerdo, como depósito por el animal entero cuando Mary lo encuentre.

– ¿Y si no lo encuentra?

– Oh, ya lo creo que lo encontrará. Mi Mary siempre encuentra cosas. Es así de especial; siempre lo ha sido, desde que le cayó encima el rayo. Fue en su prado, ¿verdad, lord Henley?

Me asombraron varias cosas: que Molly Anning hablara con tanta confianza con un miembro de la pequeña aristocracia; que le hubiera dejado fijar el precio de forma bastante inteligente, lo que había desconcertado a lord Henley y había permitido a la mujer hacerse una idea del precio de un objeto cuyo valor desconocía, y que tuviera la astucia de hacer que el rayo que había caído sobre su hija pareciera responsabilidad de lord Henley. Sin embargo, lo más sorprendente es que había elogiado a su hija justo cuando Mary lo necesitaba. Había oído decir a algunas personas que Molly Anning era un ser peculiar; ahora entendía a qué se referían.

Lord Henley apenas supo qué decir. Intervine para echarle una mano.

– Naturalmente, los Anning le entregarán la cabeza por tres libras si el cuerpo no aparece dentro de, digamos, dos años.

Lord Henley desplazó la mirada de Molly Anning a mí.

– De acuerdo -contestó a la postre poniendo la mano sobre su trofeo.

Después del descubrimiento del cráneo empecé a tener problemas para dormir y soñaba con los ojos de los animales que había visto: caballos, gatos, gaviotas, perros. En todos se percibía cierta opacidad, la falta del brillo otorgado por Dios, que me hacía despertarme asustada.

El domingo me quedé en la iglesia de Saint Michael una vez acabada la misa, tras indicar por señas a Bessy y mis hermanas que se marcharan.

– Os alcanzaré luego -dije, y aguardé de pie en el fondo de la iglesia a que el párroco terminara de despedirse de los demás feligreses.

El reverendo Jones era un hombre poco agraciado, con la cabeza cuadrada y el cabello cortado casi al rape, cuyos labios finos se retorcían incluso cuando las demás partes de su cuerpo permanecían inmóviles. Únicamente había intercambiado con él los cumplidos de rigor, pues era aburrido en las misas, tenía la voz aflautada y sus sermones eran mediocres. No obstante, era un hombre de Dios, y esperaba que pudiera darme consejo.

Finalmente solo quedó una muchacha barriendo el suelo. El reverendo Jones recorría los bancos recogiendo los himnarios y comprobando que nadie se había olvidado guantes o devocionarios. No me vio. De hecho, tenía la sensación de que no quería verme. Una vez acabados sus deberes pastorales del día, sin duda estaba pensando en la comida que le esperaba y la cabezada que echaría después junto al fuego. Cuando carraspeé y alzó la vista, no pudo evitar que su boca se estirara en una breve mueca.

– Señorita Philpot, ¿es suyo este pañuelo? -Alzó una bola de tela blanca, probablemente con la esperanza de deshacerse de mí enseguida.

– Me temo que no, reverendo Jones.

– Ah. ¿Está buscando otra cosa, quizá? ¿Un monedero? ¿Un botón? ¿Una horquilla?

– No. Me gustaría tratar un asunto con usted.

– Entiendo. -El reverendo Jones frunció los labios-. Me servirán la comida dentro de poco y tengo que acabar con esto. ¿No le importa…?

Siguió caminando entre los bancos, colocando bien los cojines. Mientras lo seguía, oía cómo la muchacha pasaba la escoba por el suelo.

– Quería preguntarle qué piensa de los fósiles.

Al tratar de captar su atención levanté la voz más de lo que pretendía en la iglesia vacía. La muchacha dejó de barrer, pero el reverendo Jones avanzó por el pasillo hasta el pulpito de roble, donde cogió su pañuelo y se lo metió en el bolsillo.

– ¿Que qué pienso de los fósiles, señorita Philpot? No pienso nada.

– Pero ¿sabe lo que son?

– Son esqueletos atrapados en las rocas durante tantos años que se convierten en piedra. La mayoría de las personas cultas lo sabe.

– Pero los esqueletos… ¿son de animales que todavía existen?

El reverendo Jones caminó presuroso hacia el altar, donde recogió unos ciriales y la sabanilla. Me sentía como una idiota siguiéndolo por el templo.

– Por supuesto que existen -afirmó-. Todos los seres que Dios creó existen.

Abrió una puerta que había a la izquierda del altar y que daba a una pequeña sacristía donde se guardaban las cosas de la iglesia. Por encima de su hombro divisé sobre una mesa una jarra con la etiqueta «Agua bendita». Me quedé en el umbral mientras el reverendo Jones colocaba los ciriales y la sabanilla en un armario.