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Nunca volví a mentar los fósiles al reverendo Jones.

Lord Henley casi tuvo que esperar los dos años acordados para que apareciera el cuerpo del cocodrilo. Al principio, cuando coincidía con él en la iglesia, en los salones de celebraciones o en la calle, me gritaba: «¿Dónde está el cuerpo? ¿Lo han desenterrado ya?». Yo tenía que explicarle que seguía sepultado por las rocas desprendidas y que no era fácil de mover. Él no parecía entenderlo, hasta que un día Mary y Joseph Anning y yo lo llevamos a verlo. Se sorprendió y enfadó mucho.

– Nadie me dijo que estaba sepultado debajo de tantas rocas-afirmó, pisando con fuerza una burbuja de barro-. Me han engañado, señorita Philpot, usted y los Anning.

– En absoluto, lord Henley -repuse-. Recuerde que le dijimos que se podía tardar dos años en extraerlo, y que si transcurridos esos dos años el cuerpo permanecía enterrado usted recibiría el cráneo igualmente.

Seguía enfadado y no escuchaba. Se montó en el caballo gris que llevaba a todas partes y se alejó galopando por la playa, salpicando agua.

Fue Molly Anning quien refrenó a lord Henley. Se limitó a dejarle vociferar. Cuando el caballero se quedó sin palabras y sin aliento, la mujer dijo:

– Si quiere recuperar sus tres libras, se las daré ahora mismo. Muchos harán cola para comprar ese cráneo, y por un precio mejor.

Se metió la mano en el bolsillo del delantal como si contuviera algo más que aire; hacía largo tiempo que había gastado el dinero. Por supuesto, lord Henley se echó atrás. Yo envidiaba la seguridad que mostraba Molly ante un hombre como aquel, pero nunca se lo dije, pues habría replicado con desprecio: «Y yo envidio sus ciento cincuenta libras al año».

Con el tiempo el interés de lord Henley por el cocodrilo se desvaneció. Se requiere paciencia para buscar fósiles. Solo Mary, William Lock y yo seguimos atentos, examinando el desprendimiento de rocas después de cada tormenta y cada marea viva. Mary intentaba llegar primero, pero a veces se le adelantaba William Lock.

Afortunadamente, una fiebre mantuvo al mozo de cuadra postrado en la cama y nos permitió a Mary y a mí ir temprano el día en que lo encontró. Durante dos días había habido una fuerte tormenta, cuya violencia disuadió a todo el mundo de aventurarse a salir. Al tercer día desperté al alba en medio de un silencio extraño, y lo supe. Salí de la cálida cama, me vestí a toda prisa, me puse la capa y el sombrero y salí corriendo.

El sol no era más que una esquirla a la altura de Portland, y en la playa desierta atisbé una figura conocida a lo lejos. Cuando llegué al final de Church Cliffs vi que el desprendimiento había desaparecido; la tormenta había limpiado a fondo la playa como si esperara la llegada de un invitado especial. Encaramada al saliente que había dejado el agujero, Mary daba martillazos al acantilado. Cuando la llamé se volvió.

– ¡Está aquí, señorita Philpot! ¡Lo he encontrado! -gritó, al tiempo que bajaba de un salto.

Sonreímos. Durante aquel breve instante, antes de que empezara todo el alboroto, paladeamos la soledad del amanecer y la pureza de haber hallado el tesoro juntas.

Los Day tardaron tres días en extraer el cuerpo, trabajando en medio de las mareas. Colocaban los pedazos en la playa a medida que los sacaban, y era como observar un mosaico que alguien creaba ante nuestros ojos. Al igual que había ocurrido cuando desenterraron el cráneo, se congregó una multitud para observar cómo trabajaban los Day e inspeccionar el cocodrilo. Algunos estaban fascinados y especulaban sobre su origen. Otros disfrutaban del espectáculo, pero lanzaban miradas sombrías al hallazgo.

– Es un monstruo, eso es lo que es -murmuraba un hombre.

– ¡El cocodrilo irá a vuestra cama y os comerá si no os portáis bien! -gritaba una mujer a sus hijos.

– ¡Santo Dios, qué feo es! -exclamaba otra-. ¡Que venga lord Henley y lo encierre en su mansión!

Lord Henley también acudió a verlo, pero ni siquiera se apeó de su montura.

– Excelente -declaró mientras el caballo trotaba de lado como para guardar las distancias con los trozos de piedra-. Mandaré mi coche en cuanto esté listo.

Parecía haber olvidado que se tardarían varias semanas en limpiar y montar el espécimen. Y aún tenía que convenir un precio antes de que los Anning se lo entregaran.

Yo esperaba participar en las negociaciones, pero poco después de que el espécimen se hubiese trasladado al taller descubrí que Molly Anning ya había cerrado el trato, y que lord Henley les había pagado veintitrés libras. Además, Molly Anning logró astutamente que renunciara a cualquier derecho a otros fósiles que encontraran en su finca. Incluso lo había escrito en una nota que él firmó, cuando yo pensaba que era analfabeta. Yo no lo habría hecho mejor.

Solo cuando el cuerpo estuvo limpio y colocado junto al cráneo vimos por fin lo que era la criatura: un impresionante monstruo de piedra de cinco metros que no se parecía a nada de lo que tuviéramos conocimiento. No era un cocodrilo. No solo tenía los ojos grandes, el morro largo y plano y los dientes regulares, sino que además tenía aletas en lugar de patas, y su torso era una urdimbre alargada y cilíndrica de costillas a lo largo de una recia columna vertebral. Me recordaba un poco a un delfín, a una tortuga o a un lagarto, pero no coincidía del todo con ninguno de esos animales.

No podía por menos de recordar lo que había dicho lord Henley -que la criatura era un modelo rechazado por Dios-y las palabras del reverendo Jones. No sabía qué pensar. La mayoría de los que venían a ver el espécimen lo llamaba cocodrilo, como los Anning. Resultaba más sencillo pensar que lo era, tal vez una especie poco común que vivía en otra parte del mundo…, África, quizá. Sin embargo, yo tenía la certeza de que era algo distinto y, después de verlo entero, dejé de referirme a él como el cocodrilo y pasé a llamarlo simplemente la criatura de Mary.

Joseph Anning construyó una armazón de madera en la que, una vez que Mary hubo limpiado y barnizado los huesos, fijaron con cemento los trozos de piedra caliza que contentan a la criatura. A continuación la muchacha aplicó al espécimen una capa de argamasa para resaltar los huesos y dar a la criatura un aspecto pulido. Quedó contenta con su obra, pero, una vez trasladada esta a Colway Manor, no tuvo noticias de lord Henley, que parecía haber perdido el interés por el ejemplar, como un cazador que no se molesta en comer el venado que ha matado. Claro que lord Henley no era un cazador, sino un coleccionista.

Los coleccionistas tienen una lista de piezas que desean obtener, una vitrina de curiosidades que llenar con el trabajo de otros. En ocasiones van a la playa, pero miran los acantilados con el entrecejo fruncido, como si contemplaran una exposición de cuadros insulsos. No saben concentrarse, pues todas las rocas les parecen iguales: el cuarzo semeja sílex, el beef, huesos. Encuentran poco más que unos pedazos de amonites y belemnites rotos y se consideran expertos. Luego compran a los buscadores lo que necesitan para completar su lista. No poseen un verdadero conocimiento de los objetos que coleccionan, o ni siquiera tienen interés. Saben que está de moda y eso les basta.

Los buscadores dedicamos horas y horas, día tras día, haga el tiempo que haga, con la cara quemada por el sol, el cabello enmarañado por el viento, los ojos siempre entornados, las uñas melladas, las puntas de los dedos desgarradas y las manos agrietadas. Tenemos las botas bordeadas de barro y con manchas del agua del mar. Nuestra ropa acaba mugrienta al final de la jornada. A menudo no encontramos nada, pero somos pacientes y trabajadores y no nos desanimamos cuando regresamos a casa con las manos vacías. Puede que nos interese algo en particular -una ofiura intacta, un belemnites con la bolsa pegada, un pez fósil con todas las escamas en su sitio-, pero cogemos igualmente otras cosas y estamos abiertos a cuanto nos ofrecen los acantilados y la playa. Algunos, como Mary, venden sus hallazgos. Otros, como yo, nos quedamos con ellos. Etiquetamos los especímenes, anotamos dónde y cuándo los encontramos, y los exponemos en vitrinas. Estudiamos y comparamos ejemplares, y extraemos conclusiones. Los hombres redactan sus teorías y las publican en revistas especializadas, que yo leo pero en las que no puedo colaborar.