Lord Henley dejó de coleccionar fósiles una vez que tuvo la criatura de Mary. Tal vez la considerara la cumbre de su labor de coleccionista. Quienes se dedican a los fósiles más en serio saben que la búsqueda no acaba nunca. Siempre habrá más especímenes que descubrir y estudiar, pues, como ocurre con las personas, cada fósil es único. Nunca hay suficientes.
Por desgracia, mi trato con lord Henley no terminó ahí. Aunque nos saludábamos con un gesto cuando nos veíamos por la calle o en la iglesia, durante un tiempo apenas intercambiamos palabra. La siguiente vez que hablamos, nuestra conversación fue vehemente.
Empezó en Londres. Viajábamos allí todos los años por primavera, cuando las carreteras estaban lo bastante transitables. Era nuestro regalo por haber superado otro invierno en Lyme. A mí no me importaban demasiado las tormentas y el aislamiento, pues eran condiciones idóneas para buscar fósiles. Sin embargo, Louise no podía trabajar en el jardín, de modo que se sentía frustrada y se volvía aún más callada. Con todo, lo peor era ver a Margaret cada vez más triste y melancólica. Era una persona estival; necesitaba que el calor, la luz y la variedad la estimularan. Detestaba el frío, y Morley Cottage era una cárcel en la que se sentía atrapada, ya que no había ninguna actividad en los salones de celebraciones una vez acabada la temporada ni llegaban nuevos visitantes en busca de diversión. Durante los meses invernales disponía de demasiado tiempo para pensar en el paso de los años y en la pérdida de sus posibilidades y, poco a poco, de su belleza. Ya no poseía la redondez lozana de la juventud, estaba más delgada y tenía arrugas. Al llegar marzo Margaret siempre estaba ajada como un camisón gastado por el uso excesivo.
Londres era su tónico. Nos brindaba a todas una dosis de antiguas amistades y modas nuevas, fiestas y buena comida, novelas recientes para Margaret y revistas de historia natural para mí, y la alegría de tener a un niño en casa, Johnny, nuestro sobrinito, que suponía una grata distracción frente a la madurez en ciernes. Llegábamos a finales de marzo y por lo general nos quedábamos un mes o seis semanas, dependiendo de lo hartas que acabáramos de nuestra cuñada y ella de nosotras. Pese a ser demasiado tímida para manifestarlo abiertamente, la esposa de nuestro hermano se mostraba más irritable conforme pasaban las semanas y buscaba pretextos para quedarse en su habitación o en el cuarto de juegos de Johnny. Creo que pensaba que la vida en Lyme nos había vuelto demasiado vulgares, mientras que a nosotras nos parecía que ella estaba demasiado preocupada por lo que opinaban los demás. Lyme había alentado en nosotras un espíritu independiente que sorprendía a los londinenses más conservadores.
Salíamos mucho: visitábamos a amigos, íbamos al teatro, a la Real Academia de Bellas Artes y, por supuesto, al Museo Británico, que estaba tan cerca de la casa de nuestro hermano que el edificio se veía desde las ventanas de la sala de estar del primer piso. Yo siempre me inclinaba tanto sobre las vitrinas que contenían la colección de fósiles que empañaba el cristal con el aliento, hasta que los guardas fruncían el entrecejo. Incluso doné un magnífico espécimen completo de Dapedium, un pez fósil que me gustaba especialmente. En agradecimiento, Charles Konig, el conservador del Departamento de Historia Natural, me permitió entrar gratis en el museo durante el mes que lo visité. En la etiqueta se aludía al coleccionista simplemente como Philpot, soslayando mi sexo.
Una primavera, durante nuestra estancia en Londres, empezamos a oír comentarios elogiosos del museo de William Bullock en el recién construido Lgyptian Hall de Piccadilly. Su creciente colección contenía obras de arte, antigüedades, objetos arqueológicos de todo el mundo y una colección de historia natural. Mi hermano nos llevó a todos un día. El exterior era de estilo egipcio, con ventanas muy grandes y puertas con los lados inclinados, como la entrada de una tumba, columnas estriadas coronadas con rollos de papiro y, en la cornisa que se extendía sobre la entrada, estatuas de Isis y Osiris que contemplaban Piccadilly desde sus pedestales. La fachada del edificio estaba pintada de un llamativo amarillo, con la palabra MUSEO anunciada en un gran letrero. Me pareció demasiado efectista entre unos edificios de ladrillo por lo demás sobrios, pero, por otra parte, ese era el objetivo.
Tal vez al haberme acostumbrado a las sencillas casas encaladas de Lyme semejante novedad me resultó irritante. La colección del Egyptian Hall era todavía más llamativa. En el vestíbulo oval se exponía un surtido de piezas curiosas de todo el mundo. Había máscaras africanas y tótems con plumas de las islas del Pacífico; figuritas de barro que representaban guerreros decoradas con cuentas; armas de piedra y capas forradas de pieles procedentes de los climas septentrionales; una barca larga y estrecha llamada kayak, en la que solo cabía una persona, con unos remos tallados y decorados con dibujos hechos a fuego en la madera. En un sarcófago abierto pintado con pan de oro se exponía una momia egipcia.
La siguiente sala era mucho más espaciosa y albergaba una colección de cuadros poco convincentes «de los antiguos maestros», según nos dijeron, aunque me parecieron copias hechas por alumnos mediocres de la Real Academia. Mayor interés revestían los pájaros disecados, desde el sencillo herrerillo común inglés hasta el exótico alcatraz patirrojo traído por el capitán Cook de las Maldivas. Margaret, Louise y yo los observamos encantadas, pues desde que nos habíamos trasladado a Lyme reparábamos más en las aves que cuando residíamos en Londres.
Sin embargo, el pequeño Johnny, aburrido de los pájaros, había seguido avanzando con su madre hasta el Pantherion, la sala más amplia del museo. Desapareció y al cabo de apenas un instante regresó corriendo.
– ¡Tía Margaret, ven! ¡Tienes que ver al elefante, es enorme!
Agarró a su tía de la mano y la llevó a la sala contigua. Los demás los seguimos, perplejos.
Ciertamente, el elefante era enorme. Yo nunca había visto ninguno, y tampoco un hipopótamo, un avestruz, una cebra, una hiena o un camello. Todos estaban disecados y agrupados bajo un tragaluz abovedado en el centro de la estancia, en un espacio cercado con hierba y palmeras que representaba su hábitat. Nos quedamos mirándolos, pues constituían un espectáculo insólito.
Johnny, que era demasiado pequeño para apreciarlo, se cansó enseguida y se dedicó a correr por la sala. Mientras yo observaba una boa constrictor enroscada en una palmera, se acercó a la carrera.
– ¡Es tu cocodrilo, tía Elizabeth! ¡Ven a verlo!
Me tiró del brazo y señaló una pieza expuesta al fondo de la sala. Mi sobrino sabía de la existencia de la bestia de Lyme, que, al igual que otros, insistía en llamar cocodrilo. Por su cumpleaños le había regalado dos acuarelas pintadas por mí, una del fósil y otra de cómo imaginaba que debía de haber sido la criatura viva. Acompañé a Johnny, con curiosidad por ver un cocodrilo real y compararlo con lo que había encontrado Mary.
Pero Johnny no se equivocaba: era en efecto «mi» cocodrilo. Me quedé boquiabierta. La criatura de Mary yacía en una playa de arena junto a un estanque bordeado de juncos. Cuando Mary lo extrajo, estaba aplastado, con los huesos desordenados, pero ella había considerado que debía dejarlo como lo había encontrado, en lugar de intentar reconstruirlo. Al parecer William Bullock no tenía las mismas reservas, ya que había separado todo el cuerpo de las piedras que lo contenían, cambiado de sitio los huesos de forma que las aletas tuvieran formas claras y colocado las vértebras en línea recta; incluso había añadido lo que seguramente eran costillas de escayola donde faltaban algunas. Lo peor era que le había puesto un chaleco, de modo que las aletas asomaran por los agujeros de los brazos, y le había colocado un monóculo descomunal en uno de los prominentes ojos. Junto al morro había un tentador surtido de animales de los que debía de alimentarse un cocodrilo: conejos, ranas, peces. Por lo menos no habían conseguido abrirle la boca para meterle una presa en el estómago.