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COCODRILO PETRIFICADO

Hallado por Henry Hoste Henley

en lo más remoto de Dorsetshire

Siempre había dado por supuesto que el espécimen seguía en una de las múltiples salas de Colway Manor, colocado en una pared o sobre una mesa. Verlo en una exposición en Londres, dispuesto en un efectista cuadro vivo tan ajeno a lo que yo sabía de él, y con lord Henley como autor del descubrimiento, fue toda una sorpresa que me dejó paralizada.

Louise habló en mi nombre cuando el resto de la familia se acercó a Johnny y a mí.

– Esto es una abominación -dijo.

– ¿Por qué lo compró lord Henley si iba a entregarlo a este…circo? -Miré alrededor y me estremecí.

– Supongo que habrá obtenido unos buenos beneficios -apuntó mi hermano.

– ¿Cómo ha podido hacer esto con el espécimen de Mary? Mira, Louise, le han enderezado la cola, con lo que ella se esforzó por conservarla como la había encontrado. -Señalé la cola, que ya no tenía tres cuartas partes enroscadas.

Tal vez lo más triste de presentar la criatura de Mary de aquella forma vulgar era que degradaba en extremo la experiencia de su contemplación. En Lyme la gente quedaba impresionada por su rareza y guardaba un respetuoso silencio. En el museo de Bullock era solo una pieza expuesta entre otras muchas, y ni siquiera la que más asombro inspiraba. Aunque no soportaba verlo colocado y vestido de un modo tan ridículo, me irritaron los visitantes que se limitaban a echarle un vistazo antes de volver corriendo hacia animales más vistosos como el elefante o el hipopótamo.

John habló con un guarda y descubrió que el espécimen llevaba expuesto desde el otoño anterior, lo que significaba que lord Henley solo lo había tenido unos pocos meses antes de venderlo.

Estaba tan indignada que no pude disfrutar del resto del museo. Johnny se cansó de mi mal humor, como les ocurrió a todos menos a Louise, que me llevó a Fortnum's a tomar una taza de té para que pudiera despotricar sin molestar al resto de la familia.

– ¿Cómo pudo venderlo? -repetí una vez más removiendo furiosamente el té con la cucharilla-. ¿Cómo pudo coger algo tan excepcional, tan extraordinario, tan ligado a Lyme y a Mary, y vendérselo a un hombre que lo viste como a un muñeco y lo luce como algo digno de risa? ¿Cómo se atreve?

Louise posó una mano sobre la mía para evitar que causara algún desperfecto a la taza. Solté la cucharilla y me incliné hacia delante.

– Creo… creo que no es un cocodrilo, Louise -dije-. No tiene la anatomía de un cocodrilo, pero nadie está dispuesto a decirlo públicamente.

Los ojos grises de Louise no se turbaron y continuaron fijos en mí.

– Si no es un cocodrilo, ¿qué es?

– Un animal que ya no existe.

Aguardé un instante para ver si Dios hacía que el techo se desplomara sobre mí. Pero no pasó nada, salvo que el camarero se acercó a rellenar las tazas.

– ¿Cómo puede ser?

– ¿Conoces el concepto de extinción?

– Lo mencionaste cuando estabas leyendo a Cuvier, pero Marga-ret te hizo callar porque le disgustaba.

Asentí con la cabeza.

– Cuvier afirma que algunas especies animales desaparecen cuando dejan de estar preparadas para sobrevivir en la tierra. Es una idea inquieta para algunas personas porque invita a pensar que Dios no interviene en el proceso, que creó a los animales y se quedó de brazos cruzados dejando que murieran. Luego están los que, como lord Henley, aseguran que esa criatura es un modelo previo de un cocodrilo, que Dios creó y rechazó. Algunos piensan que Dios utilizó el diluvio universal para deshacerse de los animales que no quería. Pero esas teorías dan a entender que Dios podía cometer errores y que tuvo que corregirlos. ¿Lo entiendes? Todas esas ideas disgustan a algunos. Para muchas personas, como el reverendo Jones, es más fácil aceptar la Biblia al pie de la letra y decir que Dios creó el mundo con todas sus criaturas en seis días, que este sigue siendo exactamente como entonces y con todos sus animales. Los cálculos del obispo Ussher, que data la creación del mundo hace seis mil años, les resultan reconfortantes, en lugar de restrictivos y un poco absurdos.

Cogí una lengua de gato del plato de galletas colocado en la mesa y la partí en dos sin dejar de pensar en mi conversación con el reverendo Jones.

– ¿Cómo explica él entonces la criatura de Mary?

– Piensa que esos animales nadan cerca de la costa de Sudamérica y que todavía no los hemos descubierto.

– ¿Podría ser eso verdad?

Negué con la cabeza.

– Los marineros los habrían visto. Hace cientos de años que navegamos por el mundo y nunca se ha visto una criatura semejante.

– Así pues, crees que lo que hemos visto en el museo es el cuerpo fosilizado de un animal que ya no existe. Desapareció, por motivos que pueden o no ser designios de Dios. -Louise pronunció estas palabras con cautela, como si deseara dejarlas muy claro tanto para sí misma como para mí.

– Sí.

Louise rió entre dientes y cogió una galleta.

– Desde luego algunos fieles de la iglesia de Saint Michael se llevarían una buena sorpresa si lo oyeran. ¡El reverendo Jones podría expulsarte y mandarte a una iglesia disidente!

Me acabé la lengua de gato.

– La verdad es que no creo que los disidentes se diferencien mucho de él. Puede que discrepen de la doctrina de la Iglesia de Inglaterra, pero los que conozco en Lyme interpretan la Biblia tan al pie de la letra como el reverendo Jones. Jamás aceptarían la idea de la extinción. -Suspiré-. Es preciso estudiar la criatura de Mary, y deben hacerlo anatomistas como Cuvier, de París, o geólogos de Oxford o Cambridge. Ellos podrían dar respuestas convincentes. ¡Pero eso no va a pasar mientras esté disfrazada de exótico cocodrilo de Dorset en el museo de Bullock!

– Sería aún peor si estuviera en Colway Manor -apuntó Louise-. Por lo menos aquí la verá más gente. Y si las personas adecuadas (tus distinguidos geólogos) la ven y reconocen su valor, puede que la consideren digna de estudio.

No lo había pensado. Louise siempre era más sensata que yo. Fue un alivio hablar con ella, y me brindó un poco de consuelo, pero no el suficiente para sofocar mi furia contra lord Henley.

Cuando regresamos a Lyme al mes siguiente fui a hablar con él, incluso antes de ver a Mary Anning. No anuncié mi visita ni dije a mis hermanas a dónde iba. Caminé a buen paso por los campos que separaban Morley Cottage de Colway Manor sin fijarme en las flores silvestres y los setos en flor que tanto había echado de menos en Londres. Lord Henley no se hallaba en casa, pero me indicaron que fuera a un linde de su finca, donde estaba supervisando la excavación de una zanja de drenaje. Había llovido durante nuestra ausencia, y cuando llegué al lugar tenía los zapatos y el dobladillo del vestido empapados, y manchados de barro.

Lord Henley observaba cómo trabajaban sus hombres a lomos de su caballo gris. Me molestó que no hubiera desmontado para estar entre ellos. A esas alturas, cualquier cosa que hubiera hecho me habría enojado, pues había tenido un mes entero para alimentar mi ira. Sin embargo, sí se apeó de la montura por mí, me saludó con una reverencia y me dio la bienvenida a Lyme.

– ¿Qué tal su estancia en Londres?

Mientras hablaba, lord Henley miraba fijamente mi falda llena de barro, pensando a buen seguro que su mujer jamás se presentaría en público con una ropa tan sucia.