– Muy bien, lord Henley. Gracias. Sin embargo, me asombró algo que vi en el museo de Bullock. Creía que el espécimen que compró a los Anning seguía en Colway Manor, pero descubrí que lo había vendido al señor Bullock.
A lord Henley se le iluminó la cara.
– Ah, ¿así que el cocodrilo está expuesto? ¿Qué aspecto tiene? Confío en que hayan escrito mi nombre correctamente.
– Su nombre estaba allí, sí. Sin embargo, me sorprendió no ver ninguna mención a Mary Anning, y tampoco a Lyme Regis.
Lord Henley no se inmutó.
– ¿Por qué debería figurar el nombre de Mary Anning? No era la dueña.
– Fue Mary quien lo encontró, señor. ¿Es que lo ha olvidado?
Lord Henley resopló.
– Mary Anning es una trabajadora. Encontró el cocodrilo en mis tierras; Church Cliffs forma parte de mis propiedades, ya lo sabe. ¿Cree que esos hombres -añadió señalando con la cabeza a los trabajadores que cargaban barro-son los dueños de lo que hay en este terreno simplemente porque están cavando aquí? ¡Desde luego que no! Me pertenece a mí. Además, Mary Anning es una mujer. Es una pieza de repuesto. He de representarla, como hago con muchos vecinos de Lyme que no pueden representarse a sí mismos.
Por un momento, el aire pareció chirriar y zumbar y la cara porcina de lord Henley se hinchó ante mí. Era mi ira, que lo distorsionaba todo.
– ¿Por qué armó tanto alboroto para conseguir el espécimen si iba a venderlo? -pregunté una vez que hube dominado mis emociones.
El caballo empezaba a impacientarse y lord Henley le acarició el cuello para calmarlo.
– Ocupaba mucho espacio en mi biblioteca. Está mucho mejor donde está.
– Desde luego, si tan escaso interés tenía por él. No esperaba una conducta tan voluble en usted, lord Henley. Le degrada. Buenos días, señor.
Me volví sin llegar a ver qué efecto causaban mis pobres palabras, pero mientras me alejaba por el campo dando traspiés oí sus carcajadas. No me gritó, como habrían hecho otros hombres. Sin duda se alegró de deshacerse de mí, una solterona desaliñada que esparcía barro y bilis.
Maldecía mientras caminaba, primero para mis adentros, y luego en voz alta, pues no había nadie que pudiera oírme.
– Maldito, seas, condenado imbécil.
Nunca había pronunciado semejantes palabras en voz alta, pero estaba tan enfadada que tenía que hacer algo fuera de lo normal. Estaba furiosa con lord Henley por pisotear un descubrimiento científico; por convertir un misterio del mundo en algo banal y ridículo; por echarme en cara mi sexo como si fuera algo de lo que avergonzarme. Sí, claro, una pieza de repuesto.
Pero estaba más enfadada conmigo misma. Llevaba nueve años viviendo en Lyme Regis y había llegado a valorar mi independencia y franqueza. Sin embargo, no había aprendido a plantar cara a los lord Henley del mundo. No podía decirle qué opinaba que hubiera vendido la criatura de Mary de forma que él lo entendiera. En cambio, él me había puesto en ridículo y había conseguido que me sintiera como si fuera yo quien había hecho algo malo.
– Imbécil. ¡Condenado imbécil! -repetí.
– ¡Oh!
Alcé la vista. Estaba cruzando un pequeño puente sobre el río cuando Fanny Miller apareció por el camino que llevaba al centro del pueblo. Era evidente que me había oído, pues tenía las mejillas encendidas y la frente arrugada, y sus ojos de niña estaban muy abiertos, como charcos poco profundos.
Le lancé una mirada furibunda y no me disculpé. Fanny se alejó a toda prisa, mirando hacia atrás de vez en cuando como si temiera que fuera a seguirla soltando más improperios. Pese a estar escandalizada, seguro que se moría de ganas de contar a su familia y amigos lo que había dicho la rara de la señorita Philpot.
Aunque temía contar a Mary lo ocurrido con la criatura, nunca he sido partidaria de aplazar las malas noticias; la espera no hace sino empeorar las cosas. Aquella tarde acudí a Cockmoile Square. Molly Anning me indicó que fuera a la bahía Pinhay, al oeste de Monmouth Beach, donde un visitante había encargado a Mary que extrajera un amonites gigantesco.
– Lo quiere usar como adorno de jardín -añadió Molly Anning soltando una risita-. Qué tontería.
Me estremecí. En el jardín de Morley Cottage había un amonites gigantesco, de treinta centímetros de diámetro, que Mary me había ayudado a sacar; yo se lo había regalado a Louise por Navidad. Sin duda Molly Anning no lo sabía, pues nunca había visitado nuestra casa de Silver Street. «¿Por qué subir la colina si no hay necesidad?», solía decir.
Sin embargo, Molly Anning estaría encantada con el dinero del amonites. Desde que habían vendido el monstruo a lord Henley Mary había buscado en vano otro espécimen completo. Solo había hallado piezas tentadoras -quijadas, vértebras fusionadas, un abanico de huesecillos de una aleta-que proporcionaban un poco de dinero, pero mucho menos que si las hubiera descubierto todas juntas.
La encontré cerca del Cementerio de Serpientes -ahora yo lo llamaba el Cementerio de Amonites-, que me había atraído a Lyme años antes. Había logrado desprender el amonites de un saliente y estaba envolviéndolo en un saco para arrastrarlo por la playa; un trabajo duro para una chica, incluso para una avezada.
Mary me saludó con alegría, pues solía decir que me echaba de menos cuando me marchaba a Londres. Me contó lo que había encontrado durante mi ausencia y lo que había conseguido vender, y qué otras personas habían salido a buscar fósiles.
– ¿Qué tal por Londres, señorita Elizabeth? -preguntó por último-. ¿Se ha comprado vestidos? Veo que lleva un sombrero nuevo.
– Sí. Qué observadora eres, Mary. Tengo que contarte algo que he visto en Londres.
Respiré hondo y le expliqué que había ido al museo de Bullock y había descubierto la criatura, describiéndole con toda franqueza el estado en que se encontraba, hasta el chaleco y el monóculo.
– Lord Henley no debería haberlo vendido a alguien que lo iba a tratar de forma tan irresponsable, por muchas personas que lo vean -concluí-. Espero que no acudas a él con futuros descubrimientos. -No le conté que acababa de hablar con lord Henley y que se había reído de mí.
Mary me escuchó, y sus ojos castaños solo se abrieron de par en par cuando mencioné que habían enderezado la cola de la criatura. Por lo demás, su reacción no fue la que yo esperaba. Pensaba que se enfadaría porque lord Henley había sacado provecho de su hallazgo, pero de momento estaba más interesada por la atención que se prestaba a la criatura.
– ¿Había muchas personas mirándolo? -preguntó.
– Bastantes. -No añadí que otras piezas expuestas eran más populares.
– ¿Muchas, muchas? ¿Más que el número de habitantes de Lyme?
– Muchas más. Lleva expuesto varios meses, así que supongo que lo habrán visto miles de personas.
– Todas esas personas han visto mi coco.
Mary sonrió y contempló el mar con los ojos muy brillantes, como si divisara en el horizonte una cok de espectadores que esperaban para ver su siguiente hallazgo.
5 Nos convertiremos en fósiles, atrapados en la playa para siempre
El descubrimiento del cocodrilo lo cambió todo. A veces intento imaginarme mi vida sin esas grandes y llamativas bestias escondidas en los acantilados y los salientes. Si solo encontrara amos, beles, lirios y grifis, mi vida habría resultado tan insignificante como esas curis, sin sobresaltos que me alteraran y me proporcionaran alegría y dolor a un tiempo.
No fue solo el dinero de la venta del cocodrilo lo que cambió las cosas. Fue el saber que había algo que buscar y que yo tenía más posibilidades de encontrarlo que la mayoría; esa era la diferencia. Ahora podía mirar al frente y ver no unas rocas elegidas al azar y juntadas de cualquier manera, sino una pauta de lo que podía ser mi vida.