Cuando lord Henley nos pagó veintitrés libras por el cocodrilo entero, yo deseaba muchas cosas. Quería comprar tantos sacos de patatas que llegaran al techo. Quería comprar montones de lana y encargar vestidos nuevos para mamá y para mí. Quería comer una tarta entera cada día y quemar tanto carbón que el carbonero tuviera que venir todas las semanas a rellenar la carbonera. Eso era lo que deseaba. Creía que mi familia deseaba lo mismo.
Un día, una vez cerrado el trato con lord Henley, la señorita Elizabeth vino a ver a mamá y se sentó con ella y Joe a la mesa de la cocina. No habló de lana ni de carbón ni de tartas, sino de trabajos.
– Creo que a la familia le vendría muy bien que Joe se hiciera aprendiz -dijo-. Ahora que tiene dinero para pagar la cuota de aprendizaje, debería hacerlo. Decida lo que decida, tendrá unos ingresos más regulares que vendiendo fósiles.
– Joe y yo estamos buscando más cocos -la interrumpí-. Podemos ganar bastante con ellos. Desde que lord Henley tiene el suyo, hay mucha gente rica como él interesada en conseguir uno. ¡Piense en todos esos caballeros de Londres dispuestos a pagar dinero contante y sonante por nuestros descubrimientos!
Acabé gritando, pues tenía que defender mi magnífico plan, que consistía en que Joe y yo nos hiciéramos ricos buscando cocodrilos.
– Calla, niña -ordenó mamá-. Deja hablar a la señorita Philpot.
– Mary -comenzó a decir la señorita Elizabeth-, no sabes si hay más criaturas…
– Sí lo sé, señora. Piense en todos los trozos que encontramos antes de dar con el coco: vertis, dientes y pedazos de costillas y quijadas que no sabíamos qué eran. ¡Ahora lo sabemos! Ahora tenemos el cuerpo entero y podemos ver de dónde vienen esas partes, cómo debía de ser el cuerpo. He hecho un dibujo para que señalemos dónde va cada pieza. ¡Estoy segura de que hay muchos cocodrilos en los acantilados y los salientes!
– Si hay tantos especímenes como dices, ¿por qué no has encontrado ningún otro hasta ahora?
Lancé una mirada fulminante a la señorita Elizabeth. Siempre se había portado bien conmigo: me encargaba la limpieza de sus curis, nos traía comida, cabos de vela y ropa vieja, me animaba a ir a la escuela dominical para que aprendiera a leer y escribir, compartía sus hallazgos conmigo y mostraba interés por lo que yo encontraba. Si no hubiera pagado a los hermanos Day, no habríamos podido sacar el cocodrilo del acantilado, y había sido ella quien, junto con mamá, había negociado con lord Henley.
Entonces, ¿por qué me llevaba la contraria justo cuando la búsqueda de fósiles se había vuelto emocionante? Yo tenía la certeza de que los monstruos estaban allí, dijera lo que dijese Elizabeth Philpot.
– Hasta ahora no sabíamos lo que estábamos buscando -insistí-. Cuál era su tamaño, qué aspecto tenían… Ahora que lo sabemos, Joe y yo podemos encontrarlos fácilmente, ¿verdad, Joe?
Joe no contestó. Estaba jugueteando con un trozo de cuerda, dándole vueltas entre los dedos.
– Joe?
– No quiero buscar cocodrilos -murmuró-. Quiero ser tapicero. El señor Reader se ha ofrecido a contratarme.
Me quedé tan sorprendida que enmudecí.
– ¿Tapicero? -intervino la señorita Philpot rápidamente-. Es un buen oficio, pero ¿por qué has elegido ese antes que otros?
– Porque estaré en un taller, no a la intemperie.
Recuperé el habla.
– Joe, ¿es que no quieres buscar cocos conmigo? ¿No fue emocionante desenterrarlo?
– Hacía frío.
– ¡No seas tonto! ¡El frío no importa!
– A mí sí.
– ¿Cómo puede preocuparte el frío cuando esas criaturas están ahí fuera esperando a que las encontremos? Son como un tesoro esparcido por toda la playa. ¡Podríamos hacernos ricos con los cocos! ¿Y dices que hace mucho frío?
Joe se volvió hacia mamá.
– Quiero trabajar para el señor Reader, mamá. ¿Qué te parece?
Mamá y la señorita Elizabeth habían guardado silencio mientras Joe y yo discutíamos. Supongo que no tenían necesidad de meter baza, pues era evidente que Joe había tomado la decisión que ellas querían. Me levanté de un brinco sin esperar a oír lo que decían y bajé corriendo al taller. Prefería trabajar en el coco antes que escuchar su plan para alejar a Joe de la playa. Tenía trabajo que hacer.
Con la cabeza y el cuerpo juntos de nuevo, el monstruo medía casi cinco metros y medio de largo. Sacarlo del acantilado había sido un calvario y durante tres días los Day y yo habíamos trabajado a brazo partido cuando la marea lo permitía. El espécimen entero era demasiado grande para colocarlo sobre la mesa, de modo que lo habíamos extendido en el suelo. A la luz tenue del taller, era un revoltijo de huesos petrificados. Me había pasado un mes limpiándolo, pero todavía debía desprenderlo de la roca. Tenía los ojos irritados de tanto mirarlo y frotármelos cuando me entraba polvo.
Por aquel entonces era demasiado joven para entender la decisión de Joe, pero más tarde me di cuenta de que había optado por una vida normal. No quería que hablaran de él como hablaban de mí, con desprecio por llevar ropa rara y pasar mucho tiempo a solas en la playa sin más compañía que las rocas. Quería lo que tenían los demás habitantes de Lyme -seguridad y la posibilidad de ser respetable-, y aprovechó la ocasión que se le brindaba de hacerse aprendiz. Nada podía hacer yo al respecto. Si me hubieran ofrecido una oportunidad como a Joe -si las chicas pudieran aprender un oficio-, ¿habría elegido lo mismo y me habría convertido en sastra, carnicera o panadera?
No. Llevaba las curis en la sangre. Por más desventuras que haya llegado a sufrir estando en esas playas, no habría abandonado las curis por nada del mundo.
– Mary.
La señorita Philpot me miraba fijamente. No contesté; seguía enfadada con ella por haberse puesto de parte de Joe. Cogí una cuchilla y empecé a raspar una verti. Formaba parte de una larga hilera, arrimadas unas a otras como una fila de platillos.
– Joseph ha tomado una decisión acertada -afirmó-. Será lo mejor para ti y para tu madre. Eso no significa que tú no puedas seguir buscando fósiles. Ahora que sabes lo que buscas no necesitas que Joseph te ayude a encontrarlos. Puedes hacerlo tú sola y luego contratar a los Day para que los saquen, como hicimos con este. Yo puedo ayudarte hasta que seas lo bastante mayor para tratar con los hombres. También me he ofrecido a ayudar a tu madre en la parte comercial, pero dice que se encargará ella sola. Se las apañó bastante bien con lord Henley.
La señorita Philpot se arrodilló junto al coco y pasó una mano por las costillas, que estaban todas aplastadas y entrecruzadas como una cesta de mimbre.
– Qué hermoso es -murmuró con un tono más tierno y menos racional que el que había empleado antes-. No deja de asombrarme lo grande y extraño que es.
Estaba de acuerdo con ella. El cocodrilo hacía que me sintiera rara. Desde que trabajaba en él iba a la capilla con mayor regularidad, pues en ocasiones, estando sola en el taller con la criatura, tenía la sensación de que había cosas en el mundo que no entendía y necesitaba consuelo.
Había perdido a Joe, pero eso no significaba que estuviera sola en la playa. Un día que caminaba por la orilla del mar hacia Black Ven vi a dos desconocidos buscando junto a los acantilados. Apenas levantaron la vista, tal era el entusiasmo con que blandían los martillos y escarbaban en el barro. Al día siguiente había cinco hombres, y dos días después, diez. No conocía a ninguno. Oyéndoles hablar me enteré de que buscaban cocodrilos. Por lo visto el mío los había animado a venir a las playas de Lyme, atraídos por la promesa de un tesoro. Durante los años siguientes Lyme se llenó de buscadores de fósiles. Me había acostumbrado a que la playa estuviera desierta y a mi propia compañía, o a la de la señorita Elizabeth o Joe, y entre aquellos desconocidos a menudo me sentía como si estuviera sola, tan solitarios eran cuando buscaban. Ahora se oían golpes de martillos contra la piedra por toda la orilla entre Lyme y Charmouth, así como en Monmouth Beach, y había hombres midiendo, mirando con lupa, tomando notas y dibujando bocetos. Era cómico. Pese al alboroto que armaban, nunca encontraban un coco completo. Alguno soltaba un grito y los demás se acercaban a toda prisa a mirar, pero al final no era nada, o solo un diente, un trozo de quijada o una verti…, si tenían suerte.