Un día pasé junto a un hombre que hurgaba entre las piedras y de repente cogió una roca redonda y oscura.
– Una vértebra, creo -gritó a su compañero.
No pude evitarlo: tuve que corregir su error, aunque él no había pedido mi opinión.
– Es beef, señor -dije.
– ¿Beef? -El hombre frunció el entrecejo-. ¿Qué es beef?
– Es como llamamos al esquisto que se ha calcificado. A veces sus trozos parecen vertis, pero tiene líneas verticales en las capas, como las fibras de la ropa, que no se ven en las vertis. Además, las vertis son más oscuras. Todas las partes del coco lo son. ¿Lo ve? -Saqué una verti que había encontrado y se la enseñé-. Mire, señor, las vertis tienen seis lados, como esta, aunque no siempre se ven bien hasta que están limpias. Y son cóncavas, como si alguien las hubiera pellizcado en el centro.
El hombre y su compañero tocaron la verti como si fuera una moneda preciosa… y en cierto modo, lo era.
– ¿Dónde has encontrado esto? -preguntó uno.
– Por allí. Tengo más.
Les mostré lo que había encontrado y se quedaron asombrados. Cuando ellos me enseñaron sus hallazgos, vi que la mayoría era beef que hubo que tirar. Se pasaron todo el día acercándose a mí con supuestas curis para que les diera mi opinión. No tardaron en enterarse otras personas, que me llamaban aquí y allá para que les dijera qué habían encontrado. Luego me preguntaban dónde debían mirar, y poco después me vi encabezando grupos de buscadores de fósiles por la playa.
Así es como acabé frecuentando la compañía de geólogos y otros caballeros interesados por el tema, pasando por alto sus errores y buscando curis para ellos. Unos pocos eran de Lyme o Charmouth: Henry de la Beche, por ejemplo, que acababa de mudarse a Broad Street con su madre y era tan solo unos cuantos años mayor que yo. Pero la mayoría venía de más lejos: de Bristol, de Oxford, de Londres.
Nunca había estado en compañía de caballeros cultos. A veces la señorita Elizabeth venía con nosotros y me facilitaba las cosas, pues era mayor y pertenecía a su clase, y podía hacer de intermediaria cuando era necesario. Al principio me ponía nerviosa cuando me hallaba sola con ellos, ya que no sabía cómo debía actuar y qué podía decir. Pero me trataban como a una criada, un papel que podía interpretar sin la menor dificultad, aunque era una criada que a veces hablaba con total franqueza y los sorprendía.
Sin embargo, siempre resultaba embarazoso estar con caballeros, y cada vez más a medida que crecía y la redondez de mi pecho y mis caderas aumentaba. Entonces la gente empezó a hablar.
Tal vez habrían hablado menos sí yo hubiera sido más sensata. Pero no sé qué me pasó cuando empecé a crecer que me volví un poco tonta, como suele ocurrirles a las chicas cuando dejan atrás la infancia. Comencé a pensar en los caballeros, y miraba sus piernas y la forma en que se movían. Empecé a llorar sin saber por qué y a gritar a mamá sin motivo. Comencé a preferir a la señorita Margaret antes que a las otras dos hermanas Philpot, pues se mostraba más comprensiva con mis estados de ánimo. Me contaba historias de las novelas que leía, me ayudaba a arreglarme el cabello y me enseñó a bailar en el salón de Morley Cottage, aunque nunca llegué a bailar con un hombre. A veces me quedaba fuera de los salones de celebraciones y miraba por la ventana salediza cómo bailaban bajo las arañas de cristal, e imaginaba que era yo quien daba vueltas y vueltas con un vestido de seda. Me disgustaba tanto que echaba a correr por el paseo, la calle que los hermanos Day habían construido a lo largo de la playa para unir las dos partes del pueblo. Llegaba hasta el Cobb, por el que podía caminar de arriba abajo mientras el viento secaba mis lágrimas sin que nadie me siguiera y chasqueara la lengua en señal de desaprobación por mi atolondramiento.
Mamá y la señorita Elizabeth se desesperaban conmigo, pero no podían corregirme porque yo no creía que me hubiera descarriado. Me estaba haciendo adulta, y era duro. Fueron necesarios dos breves encuentros con la muerte, con una dama y un caballero, para que la señorita Elizabeth me sacara del lodazal y yo ingresara de verdad en el mundo adulto.
Ambos tuvieron lugar en el mismo tramo de la playa, justo al final de Church Cliffs, antes de que la orilla tuerza hacia Black Ven. Estábamos a principios de primavera y yo caminaba por la playa con la marea aún baja, buscando curis y pensando en un caballero al que había ayudado el día anterior, y que me había sonreído con unos dientes blancos como el cuarzo. Estaba tan absorta en las rocas y mis pensamientos que no vi a la dama hasta que casi la pisé. Me paré en seco, notando una sacudida en el estómago, como cuando alguien aparta a un niño pataleando del objeto que desea y recibe un puntapié.
Yacía donde la había dejado la marea, boca abajo, con algas enredadas en su cabello moreno. Su elegante vestido estaba empapado y cubierto de arena y barro. Incluso en ese estado vi que costaba más que toda la ropa de los Anning junta. Permanecí a su lado largo rato, observándola para ver si respiraba y me ahorraba ver la muerte en su rostro. Pensé que tendría que tocarla y darle la vuelta para saber si estaba muerta y si la conocía.
No quería tocarla. He pasado la mayor parte de mi vida recogiendo cosas muertas en la playa. Si la mujer hubiera sido de piedra como un coco o un amo, le habría dado la vuelta enseguida. Pero no estaba acostumbrada a tocar la carne muerta de una persona. No obstante, sabía que debía hacerlo, de modo que respiré hondo, la agarré rápidamente del hombro y la puse boca arriba.
Supe que era una dama en cuanto vi su hermoso rostro. Algunos se rieron de mí cuando lo dije, pero lo advertí en su noble frente y sus facciones delicadas y dulces. Yo la llamaba la Dama, y en efecto lo era.
Me arrodillé junto a su cabeza, cerré los ojos y recé a Dios para que la acogiera en Su seno y la confortara. A continuación la arrastré y la trasladé hacia el acantilado para que el mar no volviera a llevársela mientras iba en busca de ayuda. Pero no podía dejarla toda desaliñada: habría sido irrespetuoso. Ya no me daba miedo tocarla, aunque tenía la piel fría y dura como la de un pez. Le quité las algas del cabello y se lo desenmarañé. Le enderecé las extremidades, le estiré el vestido y le crucé las manos sobre el pecho como había visto colocadas las de otros difuntos. Incluso empecé a disfrutar del ritual; así de rara era en aquella época de mi vida.
Entonces vi que llevaba una fina cadena al cuello y tiré de ella. De debajo del vestido salió un dije de oro, pequeño y redondo con las iniciales MJ grabadas con bonitas letras. No había nada dentro: el mar se había llevado cualquier retrato o mechón de cabello que contuviera. No me atreví a cogerlo para ponerlo a buen recaudo. Si alguien me hubiera visto con él me habría acusado de ladrona. Escondí el dije y confié en que nadie lo encontrara y se lo robara durante mi ausencia.
Cuando consideré que la Dama estaba presentable, pronuncié otra breve oración, le lancé un beso y volví corriendo a Lyme para avisar de que había encontrado a una dama ahogada.
La amortajaron en la iglesia de Saint Michael y publicaron una nota en el Western Flying Post para ver si alguien la identificaba. Yo iba a verla todos los días. No podía evitarlo. Llevaba flores que cogía en la orilla del camino -narcisos y primaveras-y las colocaba alrededor de la Dama, y arrancaba algunos pétalos para esparcirlos sobre su pecho. Me gustaba quedarme sentada en la iglesia, aunque casi nunca íbamos allí a rezar. Reinaba el silencio y la Dama yacía plácida y hermosa. A veces lloraba un poco por ella o por mí misma.