Durante aquellos días que pasé con la Dama fue como si me hubiera atacado una enfermedad, aunque no tenía fiebre ni escalofríos. Hasta entonces nada había despertado en mí sentimientos tan intensos, si bien no estaba segura de lo que sentía. Solo sabía que la historia de la Dama era trágica y que tal vez la mía, si tenía una, también lo sería. Ella había muerto y, si yo no la hubiera encontrado, podría haberse convertido en un fósil, sus huesos transformados en piedra, como los objetos que yo buscaba en la playa.
Un día llegué y la tapa del ataúd de la Dama estaba cerrada con clavos. Me puse a llorar porque no podía ver su hermoso rostro. Todo me hacía llorar. Me tumbé en un banco y lloré hasta quedarme dormida. No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando desperté Elizabeth Philpot estaba sentada a mi lado.
– Mary, levántate y vete a casa, y no vuelvas aquí -me indicó con voz queda-. Esto ha durado demasiado.
– Pero…
– En primer lugar, es desagradable.
Se refería al olor, que a mí no me molestaba, pues había olido cosas peores en la playa, y también en el taller cuando llevaba pedazos de piedra caliza y los dátiles de mar de los agujeros se morían al cabo de varios días fuera del agua.
– No me importa.
– Este sentimentalismo es propio de las novelas góticas que lee Margaret. No te pega. Además, la han identificado y su familia va a venir para llevársela. Un barco procedente de la India naufragó a la altura de Portland. Ella iba a bordo con sus hijos. Imagínate, hacer una travesía tan larga para acabar muriendo justo al final.
– ¿Saben quién es? ¿Cómo se llama?
– Lady Jackson.
Di unas palmadas, contenta de haber adivinado que era una dama.
– ¿Cuál es su nombre de pila? ¿A qué corresponde la M del dije?
La señorita Elizabeth vaciló. Creo que temía que su respuesta alimentara mi obsesión, pero no sabe mentir.
– A Mary.
Asentí con la cabeza y rompí a llorar. De algún modo lo sabía.
La señorita Elizabeth dejó escapar un sonoro suspiro, como si se contuviera para no gritarme.
– No seas ridícula, Mary. Claro que es una historia triste, pero tú no la conocías, y el hecho de que tengáis el mismo nombre no significa que os parezcáis en nada.
Me tapé la cara con las manos y seguí llorando, de vergüenza ahora más que de otra cosa, por no ser capaz de controlarme delante de la señorita Elizabeth. Permaneció sentada conmigo un rato más, hasta que se dio por vencida y me dejó llorando. Yo no se lo dije, pero lloraba porque lady Jackson y yo sí nos parecíamos. Las dos nos llamábamos Mary y yo, como ella, iba a morir. Por muy hermosa o poco agraciada que sea una persona, al final Dios se la lleva.
Después de que vinieran a buscar a lady Jackson, durante una semana fui incapaz de tocar las curis de la playa pensando en lo que habían sido: pobres animales que habían muerto. En ese breve período de tiempo me permití ser tan tímida y supersticiosa como Fanny Miller, mi antigua compañera de juegos. Evitaba a los caballeros que buscaban fósiles y me escondía en Monmouth Beach, un lugar más tranquilo.
Pero, si no había curis, no había comida en la mesa. Mamá me ordenó que volviera a la playa y dijo que no me dejaría entrar si regresaba con la cesta vacía. No tardé en ahuyentar a la muerte, hasta la siguiente ocasión, cuando se acercó mucho más.
Aquella primavera encontré por fin un segundo cocodrilo. Tal vez tardé tanto en hallar uno a causa de todos los caballeros a los que ayudaba. Elizabeth Philpot debía de alegrarse de estar en lo cierto cuando decía que los acantilados no entregaban sus monstruos tan fácilmente como yo creía. Di con él una tarde de mayo en que me encontraba en Gun Cliff, ni siquiera pensando en cocodrilos, sino en mi estómago vacío, pues no había probado bocado en todo el día. La marea estaba subiendo y me disponía a volver a casa cuando resbalé en un saliente cubierto de algas. Caí a cuatro patas y antes de levantarme noté una serie de bultos bajo la mano. Eso fue todo: estaba tocando una larga hilera de vertis. Fue tan sencillo que ni siquiera me sorprendí. Representó un alivio encontrar aquel coco, pues demostraba que había más de uno y que podía ganarme la vida con ellos. Aquel segundo cocodrilo trajo dinero, respeto y un nuevo caballero a mi vida.
Había pasado una o dos semanas desde que trasladamos el coco al taller. Yo tenía que estar limpiándolo, pero la noche anterior había habido tormenta y junto a Black Ven se había producido un pequeño desprendimiento de tierras al que quería echar un vistazo. No había hombres en la zona, la señorita Elizabeth estaba resfriada y Joe se ha Haba contando tachuelas o pintando madera de negro o lo que fuera que hacen los tapizadores, de modo que me encontraba sola en la playa. Estaba rebuscando en el desprendimiento, llenándome las uñas y los zapatos del lodo de la caliza liásica, cuando un ruido me hizo alzar la vista. Un hombre venía de Charmouth por la playa a lomos de un caballo negro. La luz radiante del sol recortaba su silueta, de modo que me costaba distinguirlo, pero cuando se acercó más vi que montaba una yegua, un percherón, y que llevaba una capa sobre los hombros encorvados, un sombrero de copa y un saco al lado. En cuanto vi que el saco era azul, supe que era William Buckland.
Dudaba que él me reconociera, pero yo sí me acordaba de éclass="underline" solía comprar curis a mi padre cuando yo era pequeña. Lo recordaba bien por el saco azul que siempre llevaba consigo para meter especímenes. Era de tela gruesa, por suerte, pues siempre estaba rebosante de las rocas que cogía el señor Buckland. Se las enseñaba a papá, pero él no les veía utilidad al no contener fósiles. No obstante, el señor Buckland siempre se mostraba tan entusiasmado con sus piedras, como con todo lo demás.
Se había criado a pocos kilómetros de distancia, en Axminster, y conocía bien Lyme, aunque ahora vivía en Oxford, donde daba clases de geología. También se había ordenado sacerdote, aunque yo dudaba que alguna iglesia lo aceptara. William Buckland era demasiado impredecible para ser párroco.
Había venido a ver el cráneo del cocodrilo cuando lo expusimos en los salones de celebraciones, pero, aunque me sonrió, solo habló con la señorita Philpot. Dos años después, una vez que hubimos unido la cabeza y el cuerpo del coco, lo limpiamos y se lo vendimos a lord Henley, me enteré de que el señor Buckland había ido a verlo a Colway Manor. Y desde que los caballeros venían a buscar fósiles a la playa lo veía de vez en cuando entre ellos. Sin embargo, no se fijaba mucho en mí, de modo que me sorprendió oírle gritar:
– ¡Mary Anning! ¡Precisamente la chica que quería ver!
Nadie había pronunciado nunca mi nombre con tal entusiasmo. Me levanté, perpleja, y tiré rápidamente del dobladillo de mi falda, que me había remetido en la cinturilla para evitar que se manchara de barro. Solía hacerlo cuando la playa estaba vacía. No podía consentir que el señor Buckland viera mis tobillos huesudos y mis pantorrillas manchadas de barro.
– ¿Señor?
Me incliné en una especie de reverencia, aunque no muy elegante. En Lyme no había muchas personas a las que saludara con una reverencia; solo lord Henley, y no pensaba volver a hacerlo desde que sabía que había vendido mi coco y ganado con él mucho más dinero del que nos había pagado. Ahora apenas doblaba la rodilla en su presencia, aunque la señorita Philpot me susurraba que fuera educada.
El señor Buckland desmontó y caminó sobre los guijarros dando traspiés. La yegua debía de estar tan acostumbrada a las continuas paradas que se quedó quieta sin necesidad de que la atara.
– Me he enterado de que has encontrado otro monstruo y he venido de Oxford a verlo -declaró echando un vistazo al desprendimiento de tierras-. He cancelado las últimas clases para venir pronto.