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Le expliqué lo ocurrido con el primer coco, que había acabado con un monóculo, un chaleco y la cola enderezada, tal como lo había descrito la señorita Philpot.

– ¡Menudo imbécil! -exclamó el señor Buckland-. Debería haberlo vendido a Oxford o al Museo Británico en lugar de al museo de Bullock. Estoy seguro de que yo habría conseguido convencerlos de que lo compraran. Es lo que pienso hacer con este.

Sin preguntar, el señor Buckland sustituyó a mamá y a la señorita Elizabeth como responsable de la venta del cocodrilo. Antes de que mamá pudiera detenerlo había escrito cartas entusiastas a posibles compradores. Al principio ella se enfadó, pero no cuando él dio con un caballero rico de Bristol que nos pagó cuarenta libras por la criatura; los museos se habían negado a comprarlo. Eso compensó todo lo que mamá y yo tuvimos que soportar al señor Buckland. Y es que anduvo por Lyme todo el verano, entusiasmado con la idea de que había cocodrilos sepultados en los acantilados y las cornisas a la espera de que alguien los sacara. Mientras tuvimos el cocodrilo en el taller, se pasaba el día entero entrando y saliendo como si fuera su casa, trayendo a caballeros que se dedicaban a fisgonear, a tomar medidas, dibujar y hablar de mi coco. Me fijé en que el señor Buckland no lo llamó cocodrilo ni una sola vez. Era como la señorita Elizabeth a ese respecto. Empecé a aceptar que se trataba de otra cosa, aunque hasta que supimos qué era seguí llamándolo cocodrilo.

Un día que el señor Buckland y yo estábamos solos en el taller, me preguntó si podía limpiar una parte del coco. Siempre estaba dispuesto a probar cosas nuevas. Le di mis pinceles y mi cuchilla, incapaz de decirle que no, pero temía que causara algún daño importante al cocodrilo. No lo hizo, pero fue porque se paraba una y otra vez para examinarlo y hablar del cocodrilo, hasta que me entraron ganas de gritar. Teníamos que comer; teníamos que pagar el alquiler. Todavía quedaban deudas de papá, y la idea de acabar en el asilo para pobres nos acompañaba siempre. No podíamos perder el tiempo hablando. Teníamos que vender el cocodrilo.

Por fin logré interrumpirlo.

– Señor -dije-, déjeme a mí el trabajo mientras usted habla, o esta criatura no estará lista nunca.

– Tienes toda la razón, Mary. Desde luego que sí.

El señor Buckland me dio la cuchilla y se puso cómodo para ver cómo yo rascaba una de las costillas a fin de desprender la piedra caliza que tenía adherida. Poco a poco apareció una línea clara y, como trabajé con sumo cuidado, la costilla no quedó mellada ni rayada, sino lisa e intacta. Por una vez el señor Buckland permaneció callado, y eso me animó a formular la pregunta que quería plantear desde hacía varios días.

– Señor, ¿es este uno de los animales que llevaba Noé en su arca?

El señor Buckland se quedó sorprendido.

– Vaya, Mary, ¿por qué preguntas eso?

No empezó a parlotear como de costumbre, y al ver que aguardaba a que yo hablara me acobardó. Me concentré en la costilla.

– No lo sé, señor. Solo pensaba…

– ¿Qué pensabas?

Tal vez había olvidado que yo no era uno de sus alumnos, sino tan solo una chica que trabajaba para ganarse el pan. Aun así, por un instante me comporté como una estudiante.

– La señorita Philpot me ha enseñado unos cocodrilos dibujados por Cruver… Cuver…, el Frances que hace todos esos estudios sobre animales.

– ¿Georges Cuvier?

– Sí. Comparamos sus dibujos con este animal y descubrimos que había muchas diferencias entre ellos. Este tiene el morro largo y puntiagudo como un delfín, mientras que el de los cocodrilos es redondeado. Tiene aletas en lugar de garras, y además vueltas hacia fuera en lugar de hacia delante como las patas del cocodrilo. Y, cómo no, tiene los ojos muy grandes. Ningún cocodrilo los tiene así. Por eso la señorita Philpot y yo nos preguntamos qué podría ser si no era un coco. Y como el otro día les oí a usted y a un caballero que trajo, el reverendo Conybeare, hablar del diluvio universal -añadí, aunque ellos habían usado las palabras «anegación» y «diluviano», y había tenido que preguntar a la señorita Elizabeth qué significaban-, pensé: Si esto no es un cocodrilo, que Noé debió de llevar en el arca, ¿qué es? ¿Creó Dios algo que estaba en el arca pero de lo que no tenemos conocimiento? Por eso le preguntaba, señor.

El señor Buckland permaneció tanto tiempo callado que yo no sabía qué pensar. Empecé a temer que no comprendiera a qué me refería, que debido a mi ignorancia no lograra hacerme entender por un estudioso de Oxford. De modo que le hice otra pregunta un tanto distinta.

– ¿Por qué iba a crear Dios animales que ya no existen?

El señor Buckland me miró con sus grandes ojos, en los que advertí un atisbo de preocupación.

– No eres la única persona que se plantea esa pregunta, Mary -contestó-. Muchos eruditos están debatiendo el asunto. El propio Cuvier cree en la extinción de determinados animales, por medio de la cual desaparecen de la faz de la tierra. Sin embargo, yo albergo ciertas dudas. No entiendo por qué Dios iba a querer exterminar lo que ha creado. -Entonces se animó, y la preocupación se desvaneció de sus ojos-. Mi amigo el reverendo Conybeare dice que, aunque las Escrituras explican que Dios creó el cielo y la tierra, no describen cómo lo hizo. Está abierto a distintas interpretaciones. Por eso estoy aquí: para estudiar esta criatura extraordinaria y encontrar otras que poder estudiar a fin de hallar una respuesta mediante la observación detenida. La geología siempre ha estado al servicio de la religión para estudiar las maravillas de la creación y asombrarnos de la genialidad de Dios. -Deslizó la mano por la columna vertebral del coco-. Dios, en Su infinita sabiduría, ha salpicado el mundo de misterios para que los hombres los resuelvan. Este es uno de ellos, y es un honor para mí asumir esa tarea.

Sus palabras sonaban bien, pero no me había dado ninguna respuesta. Tal vez no la había. Reflexioné un instante.

– Señor, ¿cree que el mundo se creó en seis días, como dice la Biblia?

El señor Buckland meneó la cabeza; ni un sí ni un no.

– Hay quien afirma que la palabra «día» no debe interpretarse literalmente. Si pensamos en cada uno de los días como una época durante la cual Dios creó y perfeccionó distintas partes del cielo y la tierra, entonces desaparecen algunas de las tensiones existentes entre la geología y la Biblia. Después de cinco épocas, durante las cuales tuvieron lugar la estratificación de rocas y la fosilización de animales, fue creado el hombre. Por ese motivo no hay fósiles humanos, ¿sabes? Y una vez que hubo personas, el sexto día, cayó el diluvio, y cuando cesó, el mundo quedó tal como lo vemos hoy día, en todo su esplendor.

– ¿Adonde fue a parar toda el agua?

El señor Buckland no respondió de inmediato y volví a advertir el atisbo de incertidumbre en sus ojos.

– A las nubes de donde había venido la lluvia -contestó.

Yo sabía que debía creerlo, pues daba clases en Oxford, pero sus respuestas no me parecían satisfactorias. Era como comer y no tener nunca suficiente alimento. Me puse a limpiar el coco de nuevo y no hice más preguntas. Parecía que siempre iba a tener una sensación de vacío con respecto a mis monstruos.

El señor Buckland permaneció en Lyme hospedado en el Three Cups, durante gran parte del verano, incluso mucho después de que hubiéramos limpiado, empaquetado y enviado a Bristol el segundo cocodrilo. A menudo pasaba a buscarme por Cockmoile Square o me pedía que me reuniera con él en la playa. Daba por sentado que yo lo acompañaría para ayudarlo, enseñarle dónde era posible encontrar fósiles y en ocasiones buscarlos por él. Su mayor interés era dar con otro monstruo, que pensaba llevarse a Oxford para su colección. Aunque yo también lo deseaba, no estaba segura de qué sucedería si llegábamos a descubrirlo estando juntos. Como tenía buen ojo, era más probable que yo lo viera primero. En ese caso, ¿debería el señor Buckland pagarme por él? No estaba claro, ya que nunca hablábamos de dinero, si bien el señor Buckland se apresuraba a darme las gracias cuando encontraba curis para él. Ni siquiera mamá sacaba a relucir el tema. El señor Buckland parecía estar por encima del dinero, como todo erudito, y vivir en un mundo donde el dinero no importaba.