En esa época Joe estaba en plena formación como aprendiz y nunca venía conmigo a la playa a menos que hubiera que levantar algo pesado o utilizar el martillo. A veces mamá nos acompañaba al señor Buckland y a mí y se quedaba sentada haciendo punto mientras nosotros explorábamos. Pero él quería ir más lejos, y ella tenía que lavar ropa y ocuparse de la casa y de la tienda, pues todavía teníamos una mesa con curis delante del taller, como papá, y mamá se dedicaba a venderlas a los turistas.
Otras veces la señorita Elizabeth venía a buscar fósiles con nosotros. Sin embargo, no era lo mismo que cuando las dos íbamos a la playa como con otros caballeros, de los que nos reíamos a sus espaldas al ver que cometían repetidamente errores de principiante, como coger beefo confundir un trozo de madera fosilizada con un hueso. El señor Buckland era más listo, y también más amable, y me di cuenta de que a la señorita Elizabeth le gustaba. En ocasiones tenía la sensación de que éramos dos mujeres que compelían por su atención, pues yo ya no era una niña. Cuando alzaba, la vista y la sorprendía mirando al señor Buckland me entraban ganas de tomarle el pelo, pero sabía que se ofendería. La señorita Elizabeth era inteligente, una cualidad que el señor Buckland valoraba. Podía hablar con él de fósiles y geología, y leía los artículos científicos que le prestaba. Pero tenía cinco años más que él, era demasiado mayor para formar una familia, y carecía del dinero o la belleza para tentarlo. Además, él estaba enamorado de las piedras, y sin duda prefería acariciar un pedazo de cuarzo a coquetear con una dama. La señorita Elizabeth no tenía ninguna posibilidad. Claro que yo tampoco.
Cuando estábamos los tres juntos, la señorita Elizabeth se mostraba más callada que de costumbre y hablaba con mayor sequedad. Luego se disculpaba y echaba a andar sola por la playa, y la veía a lo lejos, con la espalda muy recta, incluso cuando se agachaba a examinar algo. O decía que prefería buscar en la bahía Pinhay o en Monmouth Beach antes que en Black Ven, y desaparecía.
Así pues, la mayoría de las veces el señor Buckland y yo estábamos solos. Aunque nuestro único objetivo era buscar curis, el hecho de que estuviéramos juntos tan a menudo acabó siendo intolerable incluso para la gente de Lyme. Al final nos convertimos en objeto de murmuraciones…, alimentadas, estoy segura, por el Capitán Curi. En los años transcurridos desde el desprendimiento que había estado a punto de matarnos a los dos y que había enterrado el primer cocodrilo, me había dejado en paz. Sin embargo, no había logrado encontrar un coco entero y todavía le gustaba espiarme. Cuando empecé a buscar fósiles con el señor Buckland, el Capitán Curi se puso celoso. Cuando nos cruzábamos con él en la playa, donde armaba mucho ruido golpeando la cornisa rocosa con la pala, hacía comentarios maliciosos.
– ¿Se lo pasan bien los dos juntos? -decía-. ¿Les gusta estar solos?
El señor Buckland, interpretando erróneamente su atención como interés, se acercaba a toda prisa para enseñarle los fósiles que habíamos encontrado y lo desconcertaba con sus términos científicos y sus teorías. El Capitán Curi lo escuchaba incómodo y luego ponía alguna excusa para escapar. Se alejaba por la playa dando zancadas, volviendo la cabeza para mofarse de mí, dispuesto a contarle a todo el mundo que nos había visto juntos.
A mí me traían sin cuidado las habladurías, pero un día mamá oyó a alguien decir en el mercado que yo era la puta de un caballero. Se encaminó de inmediato hacia Church Cliffs, donde el señor Buckland y yo estábamos sacando la quijada de un cocodrilo.
– Recoge tus cosas y ven conmigo -ordenó, sin responder siquiera al saludo del señor Buckland.
– Solo disponemos de una hora para cavar antes de que suba la marea, mamá. Mira, aquí puedes ver todos los dientes.
– Haz lo que te digo.
Consiguió que me sintiera culpable pese a no haber hecho nada. Me levanté rápidamente y me sacudí el barro de la falda. Mamá lanzó una mirada asesina al señor Buckland.
– No quiero verle aquí solo con mi hija. -Nunca la había oído dirigirse a un cabañero con tan poco respeto.
Por suerte el señor Buckland no se ofendía fácilmente. Tal vez no la entendió bien, pues no era hombre que pensara como la gente del pueblo.
– ¡Señora Anning, hemos encontrado una quijada extraordinaria! -exclamó-. Venga, toque los dientes. Son tan regulares como las púas de un peine. Se lo prometo, no estoy haciendo perder el tiempo a Mary. Estamos embarcados en un tremendo descubrimiento científico.
– Me dan igual sus descubrimientos-murmuró mamá-. Tengo que pensar en la reputación de mi hija. Esta familia ya ha sufrido bastante…, solo nos faltaría ver arruinado el futuro de Mary por culpa de un caballero al que solo le interesa lo que pueda conseguir de ella.
El señor Buckland me miró como si nunca hubiera pensado en mí de ese modo. Me ruboricé y encorvé la espalda para ocultar mis pechos. A continuación él se miró el torso, como si de repente estuviera reconsiderando su persona. Habría resultado cómico de no haber sido trágico.
Mamá echó a andar por la playa sorteando los charcos.
– Vamos, Mary -dijo volviendo la cabeza.
– Espere, señora -gritó el señor Buckland-. Por favor. Siento el mayor de los respetos por su hija. No desearía poner en peligro su reputación. ¿Lo que le preocupa es que estemos solos? Porque si es así, el problema tiene fácil solución. Buscaré un acompañante. Si lo pido en el Three Cups, estoy seguro de que nos proporcionarán a alguien.
Mamá se detuvo, pero no se volvió. Estaba reflexionando. Yo también. Sus palabras me habían hecho pensar en mí de una manera distinta. Tenía futuro. Un caballero podía interesarse por mí. Cabía la posibilidad de que no fuera siempre tan pobre y necesitada.
– Está bien -dijo mamá por fin-. Si la señorita Elizabeth o yo no estamos presentes, traiga a otra persona. Vamos, Mary.
Recogí la cesta y el martillo.
– Pero ¿y la quijada, Mary? -El señor Buckland parecía un poco desesperado.
Anduve hacia atrás para poder mirarlo.
– Pruebe usted solo, señor. Ha cogido fósiles durante años, no me necesita.
– ¡Sí te necesito, Mary, sí te necesito!
Sonreí. Me volví y seguí a mamá balanceando la cesta.
Así fue como Fanny Miller entró de nuevo en mi vida. Cuando el señor Buckland vino a buscarme a la mañana siguiente, Fanny estaba detrás de él, tan abatida como un cochero bajo la lluvia. No levantó la vista de sus botas, cuyas suelas restregaba sobre los adoquines de Cockmolle Square para limpiarse el barro. Al igual que yo, se estaba convirtiendo en una mujercita; sus curvas eran un poco más suaves que las mías y tenía el rostro en forma de huevo, enmarcado por un sombrero, muy ajado, adornado con una cinta azul que hacía juego con sus ojos. Aunque pobre, era tan guapa que me entraron ganas de darle una bofetada.
El señor Buckland, sin embargo, no pareció reparar en eso, y tampoco en la mirada glacial que nos cruzamos.
– Mira -dijo-, he traído una acompañante. Trabaja en la cocina del Three Cups, pero me han dicho que pueden prescindir de ella durante unas horas mientras está baja la marea. -Sonrió, satisfecho consigo mismo-. ¿Cómo te llamas, muchacha?
– Fanny -respondió ella en voz tan baja que dudé que el señor Buckland la hubiera oído.
Suspiré, pero no podía hacer nada. Después del escándalo que había armado mamá para que el señor Buckland buscara una acompañante, no podía quejarme de su elección. Tendría que aguantar a Fanny, y ella a mí. Seguro que le hacía tan poca gracia como a mí que la hubieran mandado a la playa con nosotros, pero necesitaba el trabajo y estaba dispuesta a hacer lo que le ordenaran.