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Nos dirigimos a Church Cliffs, al lugar donde estaba la quijada, seguidos de Fanny. Mientras el señor Buckland y yo trabajábamos, ella se quedó sentada a cierta distancia, examinando con atención las piedras que había a sus pies. Quizá seguían gustándole los guijarros brillantes. Parecía tan aburrida y asustada que casi me daba lástima.

Y también al señor Buckland. Tal vez él consideraba que la inactividad era un mal que todo el mundo deseaba evitar. Al verla jugar con las piedras se acercó para hablar de «subterraneología», como le gustaba llamar a la geología.

– Fanny, ¿verdad? -dijo-. ¿Quieres que te diga qué son las piedras que estás ordenando? La mayoría son piedra caliza y sílex, pero esa blanca tan bonita es cuarzo, y la marrón de la raya, arenisca. A lo largo de la playa hay varias capas de roca, como estas. -Cogió un palo y dibujó en la arena las distintas capas de granito, piedra caliza, pizarra, arenisca y creta-. Estamos hallando estas capas de roca por toda Inglaterra, y también en Europa, siempre en el mismo orden. ¿No es sorprendente?

Al ver que Fanny no contestaba añadió:

– Tal vez te gustaría ver lo que estamos extrayendo.

Fanny se acercó de mala gana y miró la cara del acantilado. No parecía haber superado el miedo a que cayeran rocas.

– ¿Ves esta quijada? -El señor Buckland pasó los dedos por encima-. Preciosa, ¿verdad? El morro está partido, pero el resto sigue intacto. Será un magnífico modelo para mis clases sobre descubrimientos fósiles.

Miró detenidamente a Fanny como si quisiera disfrutar de su reacción, y se quedó perplejo al ver que hacía una mueca de repugnancia. Le costaba entender que los demás no sintieran lo mismo que él ante los fósiles y las rocas.

– Supongo que viste las criaturas que descubrió Mary cuando se expusieron en el pueblo -continuó.

Fanny negó con la cabeza.

El señor Buckland intentó una vez más despertar su interés.

– ¿Te gustaría ayudarnos? Puedes coger los martillos. O, si lo prefieres, Mary te enseñará a buscar otros fósiles.

– No, gracias, señor. Ya tengo un trabajo.

Cuando Fanny regresó a su asiento seguro lejos del acantilado, su cara rebosaba desdén. Si yo hubiera sido una niña pequeña, la habría pellizcado. Pero bastante castigo era para ella estar en la playa con nosotros, permitiendo con su presencia el descubrimiento de las cosas que más despreciaba. Debía de resultarle insoportable, y habría preferido fregar un montón de cacharros en la cocina del Three Cups.

Más tarde apareció la señorita Elizabeth, que iba en busca de fósiles. Frunció el entrecejo al ver a Fanny, que había sacado una labor de encaje, aunque yo no me explicaba cómo podía mantenerla limpia con tanto barro como había alrededor.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó la señorita Elizabeth.

– Es nuestra carabina -respondí.

– ¡Ah! -La señorita Elizabeth la observó un instante y meneó la cabeza-. Pobre muchacha -murmuró antes de alejarse.

Usted tiene la culpa de que esté aquí, pensé. Si no estuviera tan rara con el señor Buckland, se quedaría con nosotros y libraría a Fanny de su tormento. Y a mí del tormento de tenerla ahí sentada recordándome la clase de mujer que nunca seré.

Fanny nos acompañó durante todo el verano. Normalmente se sentaba en las rocas, apartada de nosotros, o nos seguía a cierta distancia cuando caminábamos. Aunque no se quejaba, yo sabía que no le gustaba ir muy lejos, a Charmouth o más allá. Prefería los alrededores de Lyme, como Gun Cliff o Church Cliffs, porque en ocasiones iba a verla alguna amiga, y entonces Fanny se animaba y se sentía más a gusto. Las dos se quedaban sentadas y nos miraban por debajo del sombrero sin dejar de cuchichear y soltar risitas tontas.

El señor Buckland trataba de despertar en Fanny el interés por nuestros hallazgos o de enseñarle lo que debía buscar, pero ella siempre decía que tenía otras cosas que hacer y sacaba una labor de encaje, de costura o de punto.

– Cree que son cosa del demonio -le expliqué por fin un día en voz baja cuando Fanny lo rechazó una vez más y se sentó con su labor de encaje-. Le dan miedo.

– ¡Eso es absurdo! -dijo el señor Buckland-. Son criaturas de Dios procedentes del pasado y no hay por qué tener miedo.

Estaba arrodillado, y al ver que se levantaba como si se dispusiera a acercarse a ella le cogí el brazo.

– Por favor, señor, déjela. Es mejor así.

Eché un vistazo a Fanny y observé que miraba fijamente mi mano posada en la manga del señor Buckland. Parecía estar pendiente siempre que él me tocaba la mano al pasarme un fósil o yo lo agarraba del codo cuando tropezaba. Se quedó pasmada al ver que el señor Buckland me daba un abrazo la tarde que conseguimos sacar del acantilado la quijada del coco. En ese sentido, su compañía empeoraba aún más las cosas, pues sospecho que Fanny hacía correr muchos rumores. Habríamos estado mejor solos, sin una testigo que informara de todo lo que veía y no acertaba a entender. La gente del pueblo continuaba mirándome de forma rara y se reía de mí a mis espaldas.

Pobre Fanny. No debería ser tan dura con ella, pues pagó un precio muy alto por acompañarnos.

Mi actividad se realiza mejor cuando hace mal tiempo. La lluvia desprende los fósiles de los acantilados, y las tormentas dejan las cornisas rocosas limpias de algas y arena, de modo que es posible ver más cosas. Joe abandonó los fósiles por la tapicería a causa del mal tiempo, pero yo era como papá: no me importaban el frío ni la lluvia siempre y cuando encontrara curis.

Al señor Buckland también le gustaba ir a la playa cuando llovía. Fanny tenía que acompañarnos, y se arrebujaba como una desdichada en su chal, acurrucada entre las rocas para protegerse del viento. En tales días solíamos ser las únicas personas que había en la playa, pues con el mal tiempo los turistas preferían ir a los balnearios, que tenían agua caliente, o jugar a las cartas y leer el periódico en los salones de celebraciones, o beber en el Three Cups. Solo los buscadores de fósiles serios salían con la lluvia.

Un día lluvioso de finales de verano me encontraba en la playa con el señor Buckland y Fanny. No había nadie más, aunque el Capitán Curi pasó por allí y se puso a fisgonear para ver qué hacíamos. El señor Buckland había descubierto una serie de bultos en Church Cliffs, no muy lejos de donde habíamos extraído la quijada, y creía que podía corresponder a una hilera de vertis del mismo animal.

Estaba trabajando la piedra del acantilado con un cincel para dejar al descubierto los huesos cuando el señor Buckland se alejó. Al poco rato Fanny vino a mi lado y supuse que el señor Buckland debía de estar orinando en el agua. Siempre iba a hacer sus necesidades lo bastante lejos para que yo no lo viera a fin de ahorrarme una situación embarazosa. Yo estaba acostumbrada, pero era algo que siempre molestaba a Fanny, y así fue la vez que se acercó al acantilado. El señor Buckland seguía dándole un poco de miedo, aun cuando ya hacía varias semanas que trataba con él. La cordialidad y las continuas preguntas del caballero resultaban excesivas para alguien como Fanny.

Al verla me dio lástima. Llovía mucho y las gotas le caían por el borde del sombrero a la cara. Con ese tiempo no podía coser ni tricotar, y no hay nada peor que no tener nada que hacer cuando llueve.

– ¿Por qué no te limitas a volver la cabeza cuando él va allí? -dije tratando de ser amable-. No se la va a sacar delante de tus narices. Es demasiado caballeroso.

Fanny se encogió de hombros.

– ¿Has visto una alguna vez? -dijo al cabo de un minuto. Creo que era la primera pregunta que me hacía en diez años. Tal vez la lluvia la había vencido.

Recordé el belemnites que la señorita Elizabeth había enseñado a James Foot en la playa años antes y sonreí.