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– ¡Eh! -grité una vez más, y se movió.

No era un cangrejo, sino un dedo. Me sentí tan aliviada y mareada a un tiempo que creo que me desmayé. Cuando recobré el conocimiento miré el punto de nuevo, pero ya no se movía. Carraspeé.

– ¿Quién anda ahí? -dije, aunque no lo bastante alto-. ¿Quién anda ahí? -repetí alzando la voz tanto como pude.

El dedo se movió. Me alegré tanto de no estar sola que me eché a reír.

– ¿Toe? ¿Eres Joe?

El dedo no se movió.

– ¿Mamá? ¿Señorita Philpot?

No hubo movimiento. Estaba segura de que no podía ser ninguno de ellos, pues habría sabido que se hallaban en la playa. Pero ¿quién más podía andar allí con aquel tiempo? Pensé que tal vez fuera un niño de Lyme que había querido espiar a Mary Anning y al hombre al que ayudaba con la esperanza de ver algo escandaloso de lo que informar luego. Sin embargo, me parecía poco probable. Lo habríamos visto si estaba en la playa. A menos que hubiera estado en el acantilado…, lo que significaba que el desprendimiento lo había arrastrado hasta la playa. Era un milagro que estuviera vivo.

Al pensar en el acantilado y el desprendimiento caí en la cuenta de quién debía de ser.

– ¿Capitán Curi? -Me acordé de que lo había visto antes.

Mientras el dedo se movía, vi que el mango de su pala asomaba del lodo que lo había enterrado. Estaba tan contenta de saber que se encontrara allí que todo el desprecio que sentía por él se desvaneció.

– ¡Capitán Curi! El señor Buckland ha ido a por ayuda. Vendrán a sacarnos.

El dedo se movió, pero menos que antes.

– ¿Estaba en lo alto del acantilado y se ha caído con el desprendimiento?

El dedo no se movió.

– Capitán Curi, ¿me oye? ¿Se ha roto algún hueso? Creo que Fanny se ha roto la pierna. El señor Buckland se la ha llevado. Volverá dentro de poco.

Hablaba para ocultar mi terror.

El dedo se quedó tieso, apuntando al cielo. Sabía lo que eso significaba y empecé a llorar.

– ¡No se vaya! ¡Quédese conmigo! ¡Por favor, quédese, Capitán Curi!

Entre el Capitán Curi y yo, el ojo de coco nos observaba. El Capitán Curi y yo nos vamos a volver como el coco, pensé. Nos convertiremos en fósiles, atrapados en la playa para siempre.

Al cabo de un rato dejé de mirar el dedo del Capitán Curi, entonces tan inmóvil como las rocas rodeadas de lodo. No quería ver cómo la marea subía a un ritmo constante, de modo que alcé la vista al cielo blanco y apagado, en el que flotaban unas cuantas nubes de color estaño. Después de pasar la mayor parte de mi vida mirando las piedras del suelo, resultaba extraño contemplar aquel vacío. Divisé una gaviota que volaba en círculos muy por encima. Parecía que no fuera a acercarse nunca, que siempre sería un punto en las alturas. Mantuve la vista fija en ella y no volví a mirar el dedo ni el cocodrilo.

Reinaba tal silencio que deseé hacer ruido para romperlo. Deseé que el rayo me atravesara y me devolviera la vida de una sacudida, pues estaba experimentando lo contrario a esa sensación: una lenta oscuridad se extendía poco a poco por mi cuerpo.

Había habido muchas muertes en nuestra familia: las de papá y todos los niños. Había pasado la mayor parte de mi vida recogiendo cadáveres de animales. Sin embargo, no había pensado mucho en mi propia muerte. Incluso cuando visitaba a lady Jackson pensaba más en su fallecimiento que en el mío, y en la muerte como un drama en el que recrearme. Pero morir no era ningún drama. Morir era algo frío, duro y doloroso, y aburrido. Duraba demasiado. Estaba agotada y comenzaba a aburrirme de ella. Ahora tenía tiempo de sobra para pensar en si moriría a causa de la marea creciente, ahogada como lady Jackson, o si el barro me impediría respirar como al Capitán Curi, o si me caería encima una roca. No pude seguir pensando en eso durante mucho rato porque resultaba demasiado doloroso, como al tocar un trozo de hielo. Traté de pensar en Dios y en cómo me ayudaría a salir de allí.

No se lo he dicho a nadie, pero pensar en El no hizo que sintiera menos miedo.

El barro pesaba mucho y me costaba respirar. Mi respiración se volvió cada vez más lenta, así como los latidos de mi corazón, y cerré los ojos.

Cuando recobré el conocimiento alguien retiraba con una pala el lodo que me rodeaba. Abrí los ojos y sonreí.

– Gracias. Sabía que vendría. Gracias por venir a por mí.

6 Un poco enamorada de él

Texto. Cabría pensar que cuando alguien salva la vida a otra persona queda unido a ella para siempre. No fue eso lo que nos ocurrió a Mary y a mí. No la culpo a ella, pero el hecho de sacarla de la rocalla y el lodo aquel día usando la pala del Capitán Curi, mientras la marea subía y caían piedras a ambos lados, pareció separarnos en lugar de unirnos más.

Fue un milagro que Mary sobreviviera, y casi ilesa, sobre todo teniendo en cuenta la terrible muerte del Capitán Curi, asfixiado a escasos centímetros de ella. Tenía contusiones por todo el cuerpo, y unos cuantos huesos rotos: unas costillas y la clavícula. Hubo de guardar cama durante unas semanas…, no las suficientes para satisfacer al doctor Carpenter, pero se negó a reposar más tiempo y poco después volvió a aparecer en la playa, bien vendada para mantener los huesos en su sitio. Me asombró que estuviera dispuesta a salir a buscar fósiles tras lo sucedido. Y no solo eso, sino que además no cambió de costumbres y volvió a pasear al pie de los acantilados, donde se había desprendido la tierra. Cuando le dije que Molly y Joseph Anning entenderían que no quisiera regresar a la playa, Mary declaró:

– Me ha alcanzado un rayo y he quedado sepultada bajo un desprendimiento de tierras, y he sobrevivido a ambas cosas. Dios debe de tener otros planes para mí. Además -añadió-, no puedo dejarlo. Aparte de las deudas de su padre, que años después la familia todavía trataba de saldar, ahora debían dinero al doctor Carpenter. Este tenía cariño a Mary por su interés común por los fósiles, así como porque su consejo le había salvado la vida cuando le cayó encima el rayo. Sin embargo, los Anning tenían que pagarle los cuidados que había prestado a Mary, y también a Fanny Miller, como había insistido su familia. Los Anning no habían protestado ante esta exigencia. Más sorprendente aún: no esperaban que William Buckland pagara los cuidados de Fanny, y Molly Anning no me dejó escribirle al respecto en su nombre.

– Él puede correr con los gastos mejor que usted -argumenté cuando fui a visitar a Mary para prestarle una Biblia que quería leer mientras estaba convaleciente-. Además, Fanny estaba en la playa por su culpa.

Molly Anning siguió contando los peniques que había conseguido con la venta de fósiles.

– Si el señor Buckland hubiera considerado que debía pagar, se habría ofrecido antes de volver a Oxford. No pienso correr detrás de él por su dinero.

– Creo que ni siquiera se paró a pensarlo. Es un estudioso, no un hombre práctico. Pero estoy segura de que sí se lo planteáramos liquidaría la deuda y pagaría al doctor Carpenter tanto por el tratamiento de Mary como por el de Fanny.

– No.

La obstinación de Molly Anning revelaba cierto orgullo. No me había percatado de que lo tuviera. Medía la mayoría de las cosas pollas monedas que representaban y la distancia que interponían entre los Anning y el taller, pero en ese caso concreto creo que consideraba que el dinero no era lo importante. Con o sin la participación de William Buckland, los Anning habían puesto en peligro a una chica inocente, que a la postre había acabado tullida. Fanny ya no podía aspirar a un buen matrimonio, ni a ningún otro. Su belleza podía compensar muchas cosas, pero la mayoría de los hombres de clase trabajadora necesitaban una mujer capaz de andar un kilómetro. Ninguna suma de dinero compensaría lo que Fanny había perdido. Molly Anning asumió la deuda como una especie de castigo.