Hice unos pocos amigos en Lyme, pero me atraía más el espíritu obstinado del lugar como un todo que las personas concretas…, hasta que conocí a Mary Anning, claro está. Durante años las Philpot fuimos para la gente del pueblo seres trasplantados de Londres, nos miraban con recelo y también con cierta indulgencia. No éramos ricas -ciento cincuenta libras al año no permitían muchos placeres a tres solteras-, pero desde luego sí más pudientes que muchos vecinos de Lyme, y como londinenses cultas hijas de un abogado inspirábamos cierto respeto. Estoy segura de que el hecho de que ninguna de las tres tuviera marido hacía reír mucho a la gente, pero al menos esbozaban sus sonrisas de suficiencia a nuestra espalda, no en la cara.
Si bien Morley Cottage era una vivienda corriente, ofrecía unas vistas estupendas de la bahía de Lyme y las colinas del este que bordeaban la costa, interrumpidas por el pico más alto, Golden Cap; en los días despejados se divisaba la isla de Portland, que acechaba en el agua como un cocodrilo, totalmente sumergido a excepción de la cabeza, larga y plana. Solía levantarme temprano y quedarme junto a la ventana con la taza de té contemplando cómo el sol salía y daba nombre al Golden Cap, y el espectáculo mitigaba el dolor que todavía sentía por habernos mudado a aquella charca remota y destartalada de la costa sudoccidental de Inglaterra, lejos del mundo animado y vital de Londres. Cuando el sol bañaba las colinas pensaba que podía aceptar e incluso sacar provecho de nuestro aislamiento. Sin embargo, cuando estaba nublado, soplaban vientos fuertes o el día era simplemente de un gris monótono, me desesperaba.
No hacía mucho que nos habíamos instalado en Morley Cottage cuando tuve la certeza de que los fósiles iban a ser mi pasión. Porque debía encontrar una pasión: tenía veinticinco años, era poco probable que llegara a casarme y necesitaba una afición con que ocupar mis días. A veces ser una mujer resulta muy tedioso.
Mis hermanas ya habían reclamado su territorio. Louise se ponía a cuatro patas en el jardín de Silver Street para arrancar hortensias, que consideraba vulgares. Margaret daba rienda suelta a su afición por las cartas y los bailes en los salones de celebraciones de Lyme. Siempre que podía nos convencía a Louise y a mí de que fuéramos con ella, aunque no tardó en encontrar acompañantes más jóvenes. No hay nada que ahuyente tanto a los posibles pretendientes como unas hermanas solteronas que se dedican a hacer comentarios mordaces cubriéndose la boca con los guantes. Margaret acababa de cumplir diecinueve años y todavía abrigaba grandes esperanzas sobre sus posibilidades en los salones, aunque se quejaba del provincianismo de los bailes y los vestidos.
En cuanto a mí, bastó el descubrimiento inicial de un amonites dorado reluciendo en la playa entre Lyme y Charmouth para que sucumbiera a la seductora emoción de hallar tesoros inesperados. Empecé a frecuentar las playas, aunque por aquel entonces pocas mujeres se interesaban por los fósiles. Se consideraba una actividad sucia y misteriosa, impropia de una dama. Me daba igual. No deseaba impresionar a nadie con mi feminidad.
Sin duda los fósiles son una afición peculiar. No interesan a todo el mundo, porque son solo restos de animales. Si nos paráramos a pensarlo, nos asombraría tener en las manos un cuerpo muerto largo tiempo atrás. Además, no son de este mundo, sino de un pasado que resulta muy difícil imaginar. Ese es el motivo por el que me atraen, pero también por el que prefiero recoger peces fosilizados, con los llamativos dibujos de sus escamas y aletas, pues recuerdan los peces que comemos todos los viernes, y por lo tanto parecen formar parte del presente en mayor medida.
Fueron los fósiles los que hicieron que entrara en contacto con Mary Anning y su familia. Apenas había recogido un puñado de especímenes cuando decidí que necesitaba una vitrina en la que exponerlos como es debido. Yo siempre he sido la más organizada de los Philpot: la que metía las flores de Louise en jarrones, la que colocó la porcelana que Margaret trajo de Londres. Esa necesidad de ordenar me llevó al taller que Richard Anning tenía en un sótano de Cockmoile Square, en la parte inferior del pueblo. La palabra «plaza» es excesiva para referirse al diminuto espacio abierto, del tamaño aproximado del salón de una buena familia. Justo a la vuelta de la esquina de la plaza principal del pueblo, adonde iba la gente elegante, Cockmoile Square se componía de casas destartaladas donde vivían y trabajaban los artesanos. En una esquina de la plaza se hallaba la pequeña cárcel del pueblo, con el cepo colocado delante.
Me habían recomendado a Richard Anning como un buen ebanista, pero habría acabado en su establecimiento de todas formas, aunque solo hubiera sido para comparar mis fósiles con los de la mesa que la joven Mary Anning tenía delante del taller. Era una niña alta y delgada, con los miembros recios de una chiquilla acostumbrada a trabajar en lugar de jugar con muñecas. Tenía una cara bastante anodina y poco atractiva, dotada de interés por unos ojos como guijarros, castaños y audaces. Cuando me acerqué estaba examinando con sumo cuidado una cesta con especímenes, escogiendo amonites que lanzaba a continuación a distintos cuencos como si se tratara de un juego. A tan temprana edad ya sabía distinguir los diversos tipos de amonites comparando las líneas de sutura en torno a los cuerpos en espiral. Alzó la vista de su labor con una expresión vivaz y llena de curiosidad.
– ¿Quiere comprar curis, señora? Tenemos algunas que están muy bien. Mire, aquí hay un lirio de mar muy bonito. Solo cuesta una corona.
Alzó un precioso ejemplar de crinoideo, cuyos largos brazos se extendían, en efecto, como las hojas de un lirio. No me gustan los lirios. Su aroma dulce me resulta empalagoso, prefiero fragancias más fuertes: hago que Bessy ponga a secar mis sábanas sobre un arbusto de romero en el jardín de Morley Cottage, mientras que tiende la de mis hermanas sobre lavanda.
– ¿Le gusta, señora…, señorita? -preguntó Mary.
Me sobresalté. ¿Tan evidente era que no estaba casada? Desde luego que sí. En primer lugar, no iba acompañada de un marido que me cuidara y mimara. Pero había advertido que las mujeres casadas tenían otro rasgo distintivo: la tremenda suficiencia derivada del hecho de no tener que preocuparse por su futuro. Las mujeres casadas estaban asentadas como gelatina en un molde, mientras que las solteronas como yo éramos amorfas e impredecibles.
Toqué mi cesta.
– Ya tengo mis propios fósiles, gracias. He venido a ver a tu padre. ¿Está en casa?
Mary señaló con la cabeza hacia una escalera que descendía hasta una puerta abierta. Tuve que agacharme para entrar en una habitación oscura y sucia, repleta de maderas y piedras, con el suelo cubierto de virutas y polvo de piedra granuloso. El olor a barniz eran tan fuerte que estuve a punto de dar media vuelta, pero ya no podía, pues Richard Anning me miraba fijamente, clavándome en el sitio con su nariz puntiaguda y bien proporcionada como si fuera un dardo. No me gusta la gente que destaca por su nariz: lo desplazan todo al centro de la cara y me siento atrapada por su concentración.
Era un hombre ágil de estatura media, cabello moreno y lustroso, y mandíbula recia. Sus ojos eran del tono azul oscuro que oculta cosas. Siempre me molestó lo apuesto que era, dado su carácter duro y burlón, además de la rudeza de sus modales en ocasiones. Sin embargo, no legó su atractivo a su hija, que podría haberlo aprovechado mejor que él.
Estaba sentado sobre un pequeño armario con puertas de cristal y tenía en la mano un pincel mojado en barniz. Tomé antipatía a Richard Anning desde el principio porque no dejó el pincel y apenas echó un vistazo a mis especímenes cuando le describí lo que quería.